José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– ¡Paso, paso!

En medio de la confusión, Ignacio vio que por la calle del Pavo se acercaba Julio García. Adoptó aire decidido y puesto a su lado, y ante la estupefacción de Padrosa y el resto de los empleados, pudo entrar en el taller con pasmosa inmunidad. El cajero comentó: «Ya lo veis, chicos. Tiene cinco años de bachillerato».

Dentro no se podía dar un paso. Pero Ignacio dejó inmediatamente de ver policías, periodistas, astillas. No tuvo ojos sino para el grupo que formaban diez o doce niños del Hospicio, con blusa uniforme, como de presidiario, pelados al rape como él en el Seminario, en un rincón, junto a las balas de papel inservibles.

En seguida comprendió que eran los aprendices de la imprenta y del taller de encuadernación. Aquellos de los que él había dicho en casa del Responsable: «Por lo menos, que aprendan un oficio». Uno de ellos, alto, espigado, tenía la cara completamente tiznada.

No pudo menos de acercárseles, aunque de momento no se atrevió a decirles nada. Los miró a los rostros. Pensó: desnutrición.

Muy cerca de ellos estaba Julio García. ¡Qué aire de competencia y sentido de la responsabilidad el suyo! Sombrero ladeado, frente combada, escuchaba a unos y otros moviendo la cabeza. En la manera de jugar con la boquilla, Ignacio comprendió que le habían encargado de la investigación.

De pronto el muchacho se decidió a hablar con los aprendices. Se dirigió a todos, en conjunto.

– Es una lástima, ¿verdad? -dijo, señalando el aspecto desolado del taller.

Todos le miraron, sin contestar.

Ante aquel silencio absurdo, Ignacio se dirigió al de la cara tiznada.

– Tú…¿eres encuadernador? -le preguntó.

– Sí.

Ignacio añadió:

– Bueno… ¿y qué haréis ahora…?

Uno de los chicos, bajito, contestó:

– ¿Qué haremos…? ¡Fiesta! -Y el tiznado se rió. Los demás permanecían impasibles, mirándole con hueca curiosidad.

El muchacho quedó perplejo. No supo por qué pensó en la vieja mujer del manicomio que preguntaba: «¿Qué, todavía no?» Dio media vuelta. Avanzó hacia el centro del local pisando un clisé de Alfonso XIII. ¿Dónde estaban los veinticuatro tomos de Pérez Galdós propiedad del Director?

No tenía nada que hacer allí. Don Pedro Oriol había llegado y se había reclinado en el armazón de la linotipia, con aspecto apesadumbrado.

– ¡Qué le vamos a hacer!

Ignacio salió. Sin querer adoptó un aire de enterado ante la gente que esperaba fuera. Los empleados ya no estaban. Alguien le pidió detalles. Él no contestó.

Fue a su casa a comer. Carmen Elgazu estaba desconcertada y Matías dijo: «Mal, esto va mal».

Ignacio permanecía callado en la mesa. Reflexionaba, menos concretamente de lo que hubiera deseado. Le pareció un misterio que las cosas fueran como eran, que cinco o seis hombres pudieran reunirse al lado de una estufa y al cabo de unos días destruir una imprenta. ¿Y si se les ocurría hacer lo propio con algo más importante? Pilar s e lamentaba: «¡Adiós Notas de Sociedad!» Al parecer, las monjas estaban desoladas pues todos los impresos del Colegio se los servían a precios mínimos en la imprenta del Hospicio, Ignacio se preguntaba si los demás sabían como él, con seguridad, quiénes habían sido los autores. Claro que sí. La Torre de Babel no había dudado un momento. Dijo en seguida: «El Responsable».

Comió de prisa. Su intención era ir al Cataluña para saber noticias. Bajó la escalera saltando, como cuando salía a pasear con su primes José.

Cruzó la Rambla. Y nada más entrar en el Cataluña oyó la voz de un limpiabotas que decía:

– Desengañarse. La policía tiene ya sus listas. Lo mismo que en Barcelona. Cuando yo vivía allí, una vez me robaron la cartera. «¿Dónde?», me preguntaron en Comisaría. «En el Metro», contesté. «¿Qué trayecto?» «De Aragón a Urquinaona.» «Entonces ha sido la banda de Fulano de Tal», dijo el policía. ¡Y caray si fue verdad! ¡A las dos horas me devolvieron la pasta!

Era raro que aquel limpiabotas hablara así, pues era tan anarquista como Blasco.

Ignacio se dirigió a uno de los camareros:

– ¿Qué ha pasado? ¿Hay alguien detenido?

– Todos. El Responsable. Blasco. Todos.

Era lo normal. Julio García -lo había dicho cien veces, a pesar de simular perfecto afecto por el Responsable- tenía a los anarquistas atragantados. Aquello le daría ocasión de pasarles la factura.

Ignacio miró el reloj. Se había entretenido antes de comer y era tarde. Se dirigió al Banco. La Torre de Babel explicaba que la policía había mandado llamar al más joven de todos, al Rubio, y que empleando alguno de los argumentos persuasivos de que disponían le habían hecho cantar en seguida.

Padrosa opinaba que la pandilla lo iba a pasar mal. ¡El Tradicionalista! -comentaba con un matiz de fruición en el tono, comiéndose ya el bocadillo destinado a la merienda. En realidad, todos opinaban que el Responsable y sus satélites lo iban a pasar mal.

Todos… excepto el subdirector. El subdirector llevaba mucho rato sin decir nada, pero negando con la cabeza. Por fin levantó la calva y dijo:

– Nada. No les harán nada.

– ¿Cómo que no?

Todos se dirigieron a él. Su comentario era absurdo. Le gustaba llevar la contraria, como siempre, o tal vez la indignación por haberse quedado sin periódico le hubiera sacado de sus casillas.

Viendo la mirada de todos, repitió:

– No les harán nada, no temáis. -Pronunció el «temáis» con visible ironía-. Julio los protegerá.

– ¿Julio…?

Cada vez comprendían menos. No acertaban ni siquiera a reírse. Ignacio se estaba preguntando si el subdirector se habría vuelto loco.

– ¿Que Julio los protegerá…? -exclamó, por fin, sentándose en el sillón frente al subdirector.

El subdirector le agradeció que hubiera cambiado de lugar. Ahora podía mirarle mientras exponía su teoría, no se vería obligado a dirigirse en abstracto al grupo que formaban los empleados.

– Sí. ¿Por qué no? -añadió.

Ignacio respetaba al subdirector. Sin embargo, insistió:

– Pero… ¿no sabe usted que Julio no puede ver a los anarquistas ni en pintura?

– Claro que lo sé.

Padrosa intervino, masticando:

– ¿Y pues…?

El subdirector ocultaba algo.

– Lo sabemos todos -repetía-. Pero…

– ¿Pero qué?

Por fin levantó los hombros.

– Es muy sencillo -dijo-. Julio García es masón, y los masones ahora protegen a los anarquistas.

Todos los empleados, excepto Ignacio, pasado el primer estupor, soltaron una carcajada.

– ¡Eh, chicos! ¡Ya tenemos a los masones aquí!

– Sí, sí. ¡Reíos! Es el acuerdo que han tomado. Lo que les interesa es que haya malestar, para desprestigiar al Gobierno.

Todos hacían gran juerga. La Torre de Babel se había colocado un pañuelo en el pecho a modo de mandil. Otros se hacían misteriosos signos:

– ¡Rito gerundense! -gritó Cosme Vila. Y ensanchando increíblemente su cara, obtuvo una expresión horrible.

– ¡Rito escocés! -rubricó La Torre de Babel. Y encorvándose sobre sus gafas ahumadas recorrió los escritorios haciendo: ¡Uh, uh…!

Cuando el sainete acabó, porque se oyeron los pasos del director, Ignacio, que había permanecido frente al subdirector, simulando que escribía le preguntó:

– Oiga una cosa. No les haga caso a esos palurdos. ¿Usted… cómo sabe que Julio García es masón?

El subdirector le miró con fijeza. Y viendo que la pregunta iba en serio le contestó:

– Si no lo supiera yo, ¿quién lo sabría?

– ¿Por qué lo dice?

– ¿Por qué? ¡Llevo veinte años estudiando ese asunto de la masonería!

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