José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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¡Matías opinaba lo contrario, que lo que faltaba en el mundo era madurez y experiencia! Entendía que el propio Julio García era demasiado joven para ocupar el puesto que ocupaba. Decía de él: «Tiene muchos hilos en la mano y me temo que al final se arme un lío».
Ignacio, desde las manifestaciones del subdirector, pensaba más que nunca que uno de estos hilos era la masonería. Por ello su curiosidad era grande para saber en qué pararía el asunto anarquista y si Julio verdaderamente protegería al Responsable o si el castigo sería duro. La noticia de que faltaban pruebas para condenarlos fue recibida en el Banco con cierta perplejidad. El subdirector dirigió a todos una sonrisa que ahorraba todo comentario.
Y cuando el grupo de asaltantes fue puesto en libertad provisional, aunque sujeto a expediente, las sospechas de Ignacio se pusieron al rojo vivo y su consideración por el subdirector aumentó. La actitud de los liberados empeoraba las cosas, pues Blasco entró en el Cataluña con aires de triunfador. Dijo a los demás limpiabotas: «Pues, ¿qué os creíais? Todos dormíamos. Yo aquel día me levanté a las nueve, y el Responsable a las diez».
David y Olga le decían a Ignacio: «Lo mejor que puedes hacer es olvidar todo eso y prepararte para los exámenes. ¿Te das cuenta de que falta escasamente un mes?»
Ignacio comprendía que los maestros tenían razón. Pero no se le ocultaba que David y Olga habían adoptado una actitud muy definida ante cada uno de aquellos acontecimientos. En primer lugar, eran partidarios de la inyección de juventud. En segundo lugar, se alegraban de la destrucción de El Tradicionalista , aunque profetizaban que a primeros de junio el periódico volvería a salir «en mejores condiciones». En tercer lugar, se alegraban de que faltaran pruebas y de que el Responsable estuviera en libertad. Ello suponía que todavía «La Voz de Alerta» no tenía poder para ahorcar a la gente; en cuanto a la masonería, a la logia gerundense y al papel que Julio desempeñara en ella, les parecía asunto cómico. «Sí le haces caso al subdirector -le decían a Ignacio-, acabarás creyendo que nosotros también somos masones, que los masones tienen la culpa de que en Gerona no haya ni siquiera mercado cubierto, odiarás a los judíos y a los protestantes, y llegarás a la conclusión de que Felipe II era un gran rey.»
– ¡Estudia, y contempla nuestro surtidor! -rubricaba Olga.
Ignacio acabó haciéndoles caso. Al diablo todo aquello. Estudiar, el título de bachiller estaba ahí. Los maestros ejercían influencia sobre él. En realidad, tenían gran sentido práctico. Bien claro lo veía, con sólo comprobar lo que ocurría con su Manual Pedagógico. No, aquel librito no era letra muerta. No se trataba de una lucubración en el aire. Aquellos meses de frecuentar la Escuela le habían demostrado que David y Olga, en sus clases con los pequeños, lo habían puesto en práctica con resultados sorprendentes. Los chicos y las chicas salían de allí con aire más precoz, más emancipado que los alumnos de los Maristas o de la Doctrina Cristiana.
– Por eso creemos en la juventud, ¿comprendes? -le decía David-. Porque los jóvenes serán algún día de otra manera.
Debía de ser cierto. ¿Cómo no renovarse ante aquellos procedimientos? Las pizarras en las paredes de la clase eran verdes, a tono con el campo ubérrimo que se divisaba desde los ventanales, prolongándose hasta la falda de Montilivi y el río. Los jueves y los domingos los alumnos cultivaban una huerta situada a un par de kilómetros, ante el alborozo del propietario. Cada semana, un tribunal de alumnos deliberaba y dictaba sentencia contra los autores de desaguisados cometidos en clase. Media docena de cometas cruzaban el cielo a la hora del recreo, mientras David explicaba a los chicos las teorías de la velocidad del viento y toda suerte de fenómenos meteorológicos. Alguna noche se habían reunido para estudiar el firmamento y conocer los nombres de las estrellas. Planeadores, más de uno había aterrizado en la calva de algún pacífico vecino del barrio. ¡Pozos petrolíferos, ninguno descubierto por el momento, y era una lástima! Iniciación sexual. Se había constituido un fondo económico y todos los sábados llevaban parte de él a una persona necesitada de los contornos. Su popularidad era mucha gracias a ello, y los niños tenían la sensación de ser útiles. Para las vacaciones estaba prevista una estancia colectiva de un mes en algún pueblo de la costa, donde se ejecutarían trabajos manuales que permitirían, para el curso próximo, adquirir un acuario.
Las noticias que se recibían de las familias Alvear-Elgazu también acusaban malestar. José, en Madrid, decía «que actuaba de lo lindo» sin especificar en qué sentido; y el hermano de Matías, Santiago, junto con su compañera, la mecanógrafa del Parlamento, preveía «acontecimientos para otoño». Desde Burgos se anunciaba que la UGT se abría paso, y que la sobrina de Matías tenía relaciones con un joven valor del Sindicato. Una posdata añadía que en Castilla unos estudiantes metían mucha bulla con un partido «fascista» que habían fundado unos meses antes, a las órdenes de un hijo de Primo de Rivera, y en el que se declaraban partidarios «de la dialéctica de los puños y las pistolas».
El partido se llamaba Falange Española. «La mayoría de afiliados eran hijos de papá, pero en los mítines hablaban como Dios, esto había que reconocerlo.»
Los de Bilbao se quejaban de que la primavera era lluviosa. El tío de Ignacio, encargado de una fábrica de armas de Trubia, «trabajaba horas extraordinarias». El ex «croupier», en San Sebastián, iba a casarse. La abuela se mantenía tiesa. Todos los días se hacía acompañar al mar por sus dos hijas solteras. Cuando el aire del Cantábrico se ponía húmedo, regresaba a su casa, con un enorme pañuelo negro sobre los hombros, parecido al que usaba la madre de mosén Alberto. En la última carta ponía: «Si Ignacio aprueba le mandaré como regalo una pluma estilográfica».
Pero se veía que la preferida de la abuela era Pilar. Continuamente pedía retratos de ella pues decía que a la edad de la muchacha todos los días se cambia. Por eso Pilar reclamaba siempre una máquina fotográfica. «Aunque sea de esas de doce pesetas», decía. Pero Matías opinaba que el gasto de la compra era lo de menos, que luego venían los carretes y el revelado y las copias.
Pilar andaba muy misteriosa aquellos días. Siempre tenía que permanecer en las monjas más de la cuenta, para preparar no sé qué de fin de curso y una especie de homenaje a sor Beethoven. Un día Matías le dijo: «Bueno… ¿y qué pasa? ¿Para ese homenaje tenéis que ir a documentaros al cine?»
Pilar casi se desmayó. ¡Descubierta! Su padre sabía que ella, Nuri, María y Asunción iban al cine dos veces por semana. ¡Con las precauciones que había tomado! La culpa era de que los cines estuvieran instalados en la Plaza de la Independencia, allí mismo, al lado de Telégrafos.
Matías le había dicho aquello en ausencia de Carmen Elgazu. Pero ¿qué iba a pasar?
– Una cosa me preocupa -continuó el padre de Pilar, cogiendo la caña y examinando el anzuelo-. ¿De dónde sacas el dinero?
La muchacha se calló.
– ¿Del bolso de tu madre?
La muchacha negó con la cabeza, Matías se hacía el serio.
– ¿O de mi monedero…?
La muchacha estaba algo aturdida. Por fin se mordió los labios y, viendo que la tocaba responder, dijo con gravedad:
– Jugamos a la Bolsa.
Matías quedó asombrado y apoyó en la pared la caña de pescar.
– ¿A la Bolsa…? -Avanzó en dirección a Pilar-. A ver si me explicas eso…
Pilar juntó las manos, palmeteando para rubricar su explicación.
– ¡Sí, sí! ¡Es Ignacio, en el Banco! ¡Juega a la Bolsa, y gana!
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