José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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En el Neutral, Ramón el camarero presentía que pronto todos vivirían aventuras sin cuento. Julio era quien alimentaba más sutilmente su imaginación.
– ¿No te gustaría -le decía- recibir un aviso que pusiera: «Ramón, váyase usted a Valladolid y encárguese de descubrir los culpables»?
Luego Julio le contaba que, a causa de la pasividad del Gobierno, la agitación se extendía a toda España.
– Lo que ocurre en Zaragoza, por ejemplo, es célebre -decía.
– ¿En Zaragoza…?
– Sí. En Zaragoza hay huelga. Pero una huelga general, que al prolongarse crea curiosísimos problemas. Por ejemplo el de los niños… Los huelguistas zaragozanos carecen de reservas. Por ello gran número de familias se encuentran en la más absoluta miseria. Las Organizaciones Sindicales acaban de preguntar a los Sindicatos de las cuatro provincias catalanas si están dispuestos a recoger quinientos hijos de huelguistas, y repartirlos entre afiliados mientras dure el conflicto.
El camarero abrió los ojos.
– ¿Y qué han respondido los Sindicatos?
– ¡Ah! Ahí está la cosa. En Barcelona han salido trescientos voluntarios. Pero otros han alegado que Cataluña está harta de hacer de nodriza, y han recordado que en Aragón se los llama con más que excesiva frecuencia «perros catalanes».
El camarero estaba impaciente.
– Así, pues… ¿los doscientos niños que faltan…?
– Pues… ya te lo puedes figurar. Habrá que repartirlos entre Lérida, Tarragona y Gerona.
– ¿Gerona…? ¿Van a venir aquí niños de Zaragoza?
– Si salen voluntarios. No sé… -De repente le preguntó-: ¿Quieres adoptar un niño?
Ramón se rascó la cabeza.
– ¡Apúnteme para uno!
– ¿Rubio o moreno?
Matías le reprochaba a Julio que le tomara el pelo a Ramón. Pero el reproche parecía un poco injustificado. Porque, además de que en todo aquello había gran parte de verdad, lo cierto era que el policía quería verdaderamente al camarero y le había prestado infinidad de pequeños servicios. Ramón sabía que podía contar con él.
En la ciudad todo el mundo, al parecer, tenía una persona en la que verter su capacidad de ternura, incluso los secos de corazón como Julio. «La Voz de Alerta» no era excepción. El hombre, de quien mosén Alberto decía que su peor enemigo era él mismo y que sin su manía «antiproletaria» hubiera podido arrancar muchas muelas gratuitamente, también tenía una válvula sentimental de escape: su criada Dolores. La trataba con gran corrección y ayudaba eficazmente a su familia. «Señorito, ha venido mi hermana del pueblo y me ha pedido…» «La Voz de Alerta» cogía el teléfono o echaba mano a la cartera. Toda la familia de la criada le consideraba un santo, y a través de ella todo el pueblo.
Y lo mismo podía decirse de mosén Alberto. A quien sinceramente quería mosén Alberto era a sus dos sirvientas. Lo disimulaba un tanto, para que no se volvieran locas de contento; pero si una de ellas tenía que permanecer en cama por enfermedad, el sacerdote no vivía hasta que todo había pasado.
Otro tanto podía decirse del Responsable. El Responsable tenía también una debilidad: el dueño de la fábrica de alpargatas en que trabajaba, el señor Corbera. Quería a su patrono, no lo podía remediar. A pesar de que pertenecía a Liga Catalana. El señor Corbera era un vejete de mal genio que por menos de un real soltaba los peores insultos. El Responsable los soportaba con un estoicismo que dejaba perplejos a los demás obreros.
El día en que el Responsable salió del calabozo y se presentó al trabajo, el señor Corbera le echó un sermón en que las palabras cretino y salvaje fueron las más suaves. ¡La imprenta del Hospicio! ¡La imprenta del Hospicio! El Responsable aguantó, sonriendo por dentro. Le hacía gracia ver los pelos del señor Corbera saliéndole como lanzas del fondo de las orejas.
Ni siquiera sintió rencor hacia él cuando dijo:
– Bueno, mira. He hablado con el Inspector de Trabajo y me ha dicho que tengo derecho a despedirte. Entre unas cosas y otras, en tres meses has faltado al trabajo cuarenta y dos días. De modo que aquí están las cuentas y a otra cosa. ¡Que te diviertas! -Y le entregó un sobre.
El Responsable lo tomó sin rechistar. ¿Qué importaba? Aquello encajaba con sus planes. Imposible trabajar y cuidar de la revolución. Pensó que también su padre, un buen día, había dejado de hacer alpargatas.
La válvula de escape sentimental de otro personaje, Cosme Vila, era su novia. Por fin había encontrado novia. La hija del guardabarrera en el paso a nivel del tren que iba a Barcelona. Una mujer guapilla, tímida, que era evidente que le contemplaba como a un dios. Los anchos hombros de Cosme Vila la sepultaban cuando éste la tomaba del brazo.
A menudo la llevaba de paseo hacia el paso a nivel, donde trabajaban los padres de la chica. Los cuales, al verlos llegar por la carretera, salían de la garita y agitaban sonriendo la banderita roja.
Desde que tenía novia, Cosme Vila llevaba el pelo mejor cortado. Antes se pasaba semanas enteras sin ir a la barbería: ahora era puntual. Y según La Torre de Babel, había elegido la barbería de Víctor, lo cual era lógico. Y sus comentarios al ver las fotografías de la luna resbalando por la catedral, habían levantado en vilo la célula comunista. Al parecer dijo: «Parecéis monaguillos y no obreros revolucionarios».
En cuanto a David y Olga, tenían varios seres en quienes verter su capacidad de ternura. En primer lugar, se querían mutuamente. Continuaban inseparables, como los campanarios y como la esposa y la hija del comandante Martínez de Soria. Luego, Ignacio… Le querían de veras. Los altibajos del muchacho, su hambre de verdad y su vigor emocional habían ganado por entero el corazón de los dos maestros. Siempre le decían: «Deberías contenerte un poco, de otro modo en pocos años agotarás las posibilidades de rectificación que da la vida». Después de aprobar, le invitaron a una solemne merienda en la que hubo hasta discursos, y en la que se habló principalmente de Carmen Elgazu, del miedo que ésta sentía cuando le aseguraba que en el cielo le bastaría la contemplación de Dios, que no vería ni a Matías Alvear, ni a Ignacio, ni a César ni a Pilar.
El otro ser por el que los maestros sentían afecto era uno de sus alumnos, el mayor y más desgarbado de la clase, al que llamaban Santi. Un muchacho del barrio, desamparado de la familia. De orejas tan grandes como las de César y pies enormes. De temperamento violentísimo, fogoso, siempre dispuesto a cruzar el primero la pasarela del río, a hincar la azada más hondo que nadie. Con escalofriantes detalles de crueldad para con los animales. Pero los maestros procuraban enderezar su carácter.
La pasión de los Costa… eran de otra índole. Eran las ranas. En un merendero situado junto al puente largo del Ter había un vivero de ranas. Los Costa cuidaban de este vivero con mucho mayor cariño, aún, que de sus obreros. Estaban al corriente, día por día, de su estado y evolución. Y cuando llegaban allí con los dirigentes de la Peña Ciclista, algunos solistas del Orfeón u otros camaradas se dirigían inmediatamente al vivero y señalando una por una las ranas que con más brío se chapuzaban en el agua, decían al patrón: «Ésta… Y ésta…» Y minutos después mordían en las ancas y patas de los animalitos, con unos ojos de ternura que emocionaban a los demás comensales.
Era gran fortuna para la ciudad que la gente tuviera tales detalles. Porque el clima de nerviosismo se iba apoderando de todos, y sin la resistencia que oponían las virtudes de cada cual la cosa iría de mal en peor. Suerte también que el sentimiento de familia estaba muy arraigado en muchas casas, y que daba miedo quebrar aquellos lazos que habían costado tantos años y que habían procurado goces tan simples y duraderos.
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