José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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La inminencia del verano, con lo que suponía de vacaciones y de oxígeno, ponía en los corazones, de un lado una predisposición a conceder una tregua al adversario, de otro una necesidad de apurar los días antes de que esta tregua llegara, de consolidar posiciones. Don Santiago Estrada decía: «Antes de irnos a Mallorca, deberíamos organizar un desfile de nuestras juventudes en la Dehesa». Cosme Vila decía en la barbería: «Antes de salir de vacaciones, deberíamos legalizar la constitución del Partido Comunista local, extender los carnets, fijar una cuota».
También en las conversaciones se notaba cierta prisa para pasar revista a los acontecimientos. Y quedaba claro que lo que más había molestado y dividido a la gente era lo de la Ley de Contratos de Cultivo y la noticia de la acción de Falange Española en Valladolid.
Los campesinos, rabassaires , continuaban desesperados por la denegación de esta Ley. Los propios David y Olga, que en cierto modo se consideraban agricultores por el cultivo de la huerta con los alumnos, aseguraban que la propuesta de la Generalidad era un alto ejemplo de sentido progresista. En cambio, los propietarios la consideraban pura demagogia. Habían mandado telegramas de felicitación a Madrid. Acusaban al gobierno de la Generalidad de insensatez, de subordinar la solidez de la economía y la seguridad de la región a las exigencias de los partidos políticos, despechados por haber perdido las elecciones. Don Jorge le decía a su heredero: «Para ganar adeptos, serían capaces de repartir la tierra a los limpiabotas».
Los propietarios del Instituto Agrícola de San Isidro denunciaban otro hecho: lo que ocurría con las licencias de armas a los cazadores. Aseguraban que las Comisarías, incluida la de Gerona, retiraban la licencia a unos cazadores y a otros no. De forma que cazadores de tradición se veían privados de ella, en tanto que gran número de personas que jamás habían pensado en matar un pájaro, de repente se inscribían y se presentaban en la Armería Casabó por una escopeta de dos cañones.
El subdirector tenía listas; era hombre ordenado. Y aseguraba que se había retirado la licencia a personas como don Pedro Oriol, y que se habían concedido a otras como el tipógrafo Antonio Casal, ahora el más destacado redactor de El Demócrata .
No obstante, la indignación producida por lo ocurrido en Valladolid sepultaba aquellos balbuceos de protesta derechista. La palabra «fascista» se había incorporado al léxico corriente de las tertulias. Y dado que el muchacho «asesinado» -el comandante Martínez de Soria continuaba desmintiendo la noticia- era un voceador de Claridad , la noticia había afectado particularmente a los tres compañeros de curso de Ignacio, empedernidos lectores de este periódico.
Hasta tal punto, que en una visita que hicieron a David y Olga, y habiéndose puesto este tema sobre el tapete, uno de los muchachos aseguró que los obreros españoles «no permitirían de ningún modo que el fascismo arraigase en España». Y añadió, periódico en mano, «que ya los diputados socialistas habían advertido en el Parlamento que lo vigilarían con atención especial».
David, oyéndole, se puso serio. Ignacio no recordaba haberle visto tan serio jamás. El maestro contestó a su alumno que era una gran estupidez decir que se vigilaría al fascismo. Lo mismo daba decir que se vigilaría la Geometría o la concepción materialista de la Historia. Quisiérase o no, el fascismo era toda una doctrina, no un sombrero que se pudiera tirar. Lo máximo que podía hacerse era vigilar a los militantes de esta doctrina, aunque a su entender la cosa era más seria de lo que a simple vista podía parecer. Por ejemplo, era preciso reconocer que en Italia el Partido hacía progresos y que Mussolini era muy hábil; lo cual, junto con el auge de Hitler en Alemania, constituían dos sutiles amenazas, que atacarían los puntos débiles de cada país.
– Ya es significativo -concluyó- que en España el movimiento haya nacido en Castilla. En Cataluña, desde luego, no tendrán nada que hacer, porque Cataluña vive mucho más abierta a las grandes corrientes democráticas.
Olga añadió que la doctrina era peligrosa porque disimulaba su despotismo bajo un programa social amplio, de grandes realizaciones y fundamentalmente anticapitalista, lo cual podía encandilar a un sector de buena fe. Sin embargo, era lo contrario de los derechos del hombre, e implicaba un retorno a un tipo de esclavitud, que no por ser moderna perdía un ápice de su terrible significado.
Ignacio se quedó muy preocupado después de aquella conversación. Menos mal que al salir de la escuela vio los campos verdes, vio la cumbre de Montilivi, desde la que se divisaba el valle de la Crehueta, tranquilo. Menos mal que al llegar a su casa se encontró con que César había mandado un telegrama diciendo: «Llego mañana».
CAPÍTULO XIX
Ignacio había entrado en el Banco triunfalmente, blandiendo la pluma estilográfica que había mandado la abuela, ocho días antes de los exámenes. Tan segura estaba la madre de Carmen Elgazu de que Ignacio aprobaría.
Ignacio había entrado eufórico en el Banco porque ya era bachiller. Había recibido felicitaciones de todo el mundo, de los vecinos, de las chicas de la Academia Cervantes, de Julio García, de don Emilio Santos y del propio mosén Alberto.
Suponía que en el Banco le recibirían también triunfalmente, pues lo cierto era que la mayoría le querían mucho. Acertó sólo a medias. Le felicitaron sinceramente el subdirector, La Torre de Babel, Cosme Vila, el cajero; en cambio en otros empleados -Padrosa, el de Cupones, el de Impagados- vio un punto de recelo.
Aquello le hizo daño, pero luego pensó que era natural. ¿Qué significaba para él ser bachiller? Que al cabo de cuatro años sería abogado. Padrosa y los demás lo sabían y sabían que ellos, por el contrario, continuarían hundidos en aquellos sillones, masticando gomillas, cobrando cuarenta duros, levantándose de vez en cuando para estirar las piernas. A esto podía oponer un argumento. ¿Por qué no hicieron, o no hacían, como él? Todos habían soñado en hacerlo, probablemente. Pero la vida era así. Se habían dejado vencer por la rutina.
De todos modos, La Torre de Babel elevó el clima gritando: «¡Nada, nada! Dentro de cuatro años, veo una placa en la Rambla: «Ignacio Alvear, abogado; consultas de 3 a 7».
Ignacio no dijo nada, para no ofender a Padrosa, al de Cupones, al de Impagados. El cajero comentó:
– Te veo defendiendo nuestras bases, que ya ves que no hay manera.
Aquello le emocionó. Una ola de deseo de ser útil le inundó el corazón. Tal vez estuviera llamado a hacer algo importante.
El verano había llegado. Todo ello ocurría cuatro días antes de recibir el telegrama de César. En el Banco funcionaban dos ventiladores que traían a intervalos soplos de aire fresco. Era hermoso ver volar los papeles, verlos dudar y caerse por fin al suelo. ¡Qué destartalado era el Banco! Paredes negruzcas, ventanillas grasientas. Y ¡qué monótono aquel trabajo! Los cobradores salían a primera hora a reclamar dinero a los comerciantes de la ciudad. Regresaban fatigados. Llevaban una gorra azul con las iniciales del Banco Arús. Millones habían pasado por sus manos. Todos los sábados llenaban unos sacos de monedas de plata y los transportaban a hombros al Banco de España. Luego estas monedas iban regresando lentamente al Arús, a través de mil manos distintas. Las arterias de la vida. Cuando el cajero ya no podía más, y quedaba sepultado bajo las monedas de plata, volvían a llevarlas al Banco de España. Los cobradores se quejaban de que los sacos pesaban demasiado; pero no había presupuesto para alquilar un taxi.
Aquella mañana, las arterias de la vida llegaban a Ignacio coloreadas de júbilo. Se iba repitiendo: «Sí, tal vez llegue a ser útil…»
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