José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– Un día iremos todos a oír eso -intervino Matías, acudiendo en su ayuda.

Julio, partidario de la Ley de Contratos de Cultivo de la Generalidad, admirador de los artículos de Casal en El Demócrata , experto en suicidios y hombre convencido de que el fascismo era uno de los mayores peligros de la era moderna, sentía en presencia de César «algo» especial. Le consideraba demasiado humilde. Entendía que la Religión creaba este tipo de ser, previamente derrotado. Un día le había dicho a Ignacio, hablando del incremento del atletismo: «Vas a ver dentro de unos años. Un grupo de esos obreros morenos, fuertes, con buenos puños y conociendo la técnica del jiu-jitsu . ¿Qué podrán en contra esos pálidos muchachos de la Congregación Mariana o los de Acción Católica?» En presencia de César se reía. Las orejas de éste y sus movimientos de asombro le hacían tanta gracia como al Responsable los pelos como lanzas del señor Corbera. Le daban ganas de sentarse encima de su rapada cabeza y de dar varias vueltas sobre sí mismo. «Dele café a su hijo -le decía a Carmen Elgazu-. Mucho café.»

Ignacio notaba que su hermano había cambiado, que era más hombre.

– ¿Es que has estudiado mucho? -le preguntó.

– Sí. Bastante.

Era cierto. Había dado un gran salto. Hasta aquel curso tenía ideas muy vagas sobre las cosas. De repente, se hubiera dicho que el profesor de latín le había iluminado el cerebro. Empezaba a tener una visión precisa de la configuración del Universo y se había formado un cuadro sinóptico embrionario, pero exacto, de la historia de los cinco continentes, en los planos físico y humano. Respecto al pensamiento, sin haber llegado aún a los cursos de Filosofía, que empezarían con el quinto de la carrera, por reflexión, conversaciones oídas y alguna lectura, parecía estar en condiciones de defenderse discretamente. De Apologética andaba preparado.

Probablemente Julio se hubiera llevado una sorpresa si le hubiera hablado del libre albedrío o de la legitimidad de la confesión. Y si Cosme Vila le hubiera preguntado: «Bueno, ¿cómo es posible que los ángeles se rebelaran si eran espíritus puros?», probablemente César habría desplegado ante él, con sorprendente facilidad, una teoría verosímil y ceñidamente ortodoxa.

De todos modos, lo importante en César continuaba siendo no su cerebro, sino su corazón. Más grande si cabe. En el Collell se había convertido en una institución. Los internos de pago habían acabado por rendirse a su sencillez, y excepto el pelirrojo, que continuaba destrozando la almohada cada noche, y algunos cínicos por costumbre, todos le trataban con afecto.

Poco a poco les fue contando su vida en aquel invierno. Resultó que un buen día -en noviembre creía que fue- las Hermanas le reclamaron para que las ayudara en la enfermería. Dos días por semana tuvo que ir. Tuvo que vencer muchas repugnancias: los tumores daban náuseas, la sangre le mareaba y cuando alguien tosía de cierta manera le parecía que le iba a contagiar todos los microbios. Pero el ejemplo de las monjas lo estimuló. Aquel año hubo muchos enfermos. Aprendió a jugar a las damas para entretenerles, y un poco al ajedrez. Un detalle en contra suya: jamás aprendería a poner inyecciones. Torció no sabía cuántas agujas, arrancó muchos ayes que hubieran podido ser evitados. Varios enfermos habían levantado la cabeza y le habían llamado «monstruo».

El día del cumpleaños de Ignacio lo había celebrado con otro de los criados, jugando una partida de pelota a mano. Perdió -21-18-. Dieciocho, los años de Ignacio…

El cumpleaños de Pilar -quince, ¿no era eso?- lo celebró también, comiéndose un pastel magnífico que le preparó la directora de la enfermería. Por cierto que la monja jugaba a las damas como nadie.

Etcétera.

Todo lo que contaba era importante para la familia. Carmen Elgazu le escuchaba viendo en cada una de sus palabras la gracia de Dios, la lengua del Espíritu Santo. Se convencía cada vez más de que, de parecerse todo el mundo a César, no ocurriría todo lo que estaba ocurriendo, no se celebrarían en Barcelona aquellas terribles manifestaciones de protesta, ni empezaría a sonar la palabra «revolución», ni el campo entero andaluz se declararía en huelga, dejando pudrirse tos frutos al sol, dejando morir de sed al ganado en las cuadras.

César hablaba lentamente, y de repente se retiraba a su cuarto a rezar. Rezaba y procedía a su cotidiano examen de conciencia. Y se decía que debía establecer su plan de acción para el verano.

¡Válgame Dios! Algunos de los proyectos que tenía eran fáciles de llevar a cabo: volver al cementerio, a la calle de la Barca, agrupar de nuevo a los niños en aquel vestíbulo fresco, de ladrillos rojos -4 x 4, 16-. Fácil todo eso, porque ya rompió el hielo el año anterior. Fácil ir al Museo, a esperar algún turista inglés con pantalón corto. Pero llevar a cabo otro de sus proyectos… Dar con las catacumbas, por ejemplo… Volver a Ignacio al buen camino…

Esto último era lo principal. No bastaba con que Ignacio guardase su compostura y hubiera aprobado el último de Bachillerato. Era preciso sanear su corazón. Su madre le había contado en una carta la tremenda escena que tuvo con mosén Alberto, en la que Ignacio dijo cosas tan graves, y en otra lo nefasta que resultaba para él la influencia de David y Olga, «maestros que en vez de decir Dios decían no sé qué substancia cósmica o fuerza, una substancia que ellos consideraban muy grande, pero que ella, Carmen Elgazu, consideraba muy pequeña».

Pensaba en los consejos de su profesor de latín, siempre gran conocedor de las almas. En primer lugar, rezaría. ¿Cómo no confiar en la plegaria? Era infalible. Luego… daría ejemplo. Los actos. Hablar hablaría poco. Ya casi se arrepentía de haber hablado tanto en el comedor. Además de que con Ignacio llevaría las de perder, pues destruir una teoría es siempre más fácil que construirla. Ahí estaba Julio como ejemplo vivo. Luego… no sabía. Ya vería. Pero era preciso salvar a Ignacio. Y a Pilar. Porque aquella revista de cine…

Había que cuidar de la familia, era lo básico. Y luego… el proyecto íntimo, secreto, sobre el que todavía no se había confiado con nadie: aprender el oficio de imaginero.

¡Exacto! Esto era importante. Entrañable proyecto, que no obedecía a impulso temperamental, pero sí a algo rigurosamente meditado. César se decía: «Aparte de consagrar, ¿qué cosa podía existir más hermosa que crear con las propias manos imágenes religiosas, de santos, de mártires, de la propia Virgen, del mismísimo Cristo en la Cruz?» ¡Cuántas veces había pensado en ello! Sentíase incapaz de crear el original, pero no de trabajar en su ejecución. ¡Y pintar las copias luego, la túnica de tal color, las sandalias de tal otro, mucho cuidado con los ojos, oro en la corona! Tenía ideas muy personales a este respecto. Se había informado. La mayor parte de las imágenes que circulaban por el mercado eran indignas de lo que representaban. En la provincia había grandes fábricas, en Olot, que, al lado de modelos decorosos, lanzaban series sin ningún respeto. Él pensaba entrar en uno de los dos pequeños talleres existentes en Gerona, y proponer una reforma total. ¡Atención a la Hagiografía y a la Liturgia! Se pueden interpretar simbólicamente la verdad, sobre todo cuando hay que erigirla en símbolo. ¡Pero, cuidado, cada caso es arte mayor! ¡Cuidado con aquellas imágenes del Niño Jesús tierno, regordete, de ojos azules abiertos de par en par y una piernecita al aire! Mosén Alberto le ayudaría para que le admitieran en un taller de Gerona, durante las vacaciones.

CAPÍTULO XX

Ignacio, liberado de la preocupación del Bachillerato, se sentía libre y fuerte. Su pensamiento volaba… También él acariciaba un proyecto: pasar las vacaciones en el mar, con David y Olga…

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