José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Y no obstante, a Ignacio todo esto le tenía sin cuidado. Lo que ocurriera en la piscina no le interesaba para nada. El uno de agosto tomó el tren pequeño, después de despedirse de todos y de oír mil consejos de Carmen Elgazu. Matías, en la estación, le dio una pequeña suma de dinero diciéndole: «Tú mismo, hijo. Sin hacer el ridículo, devuelve lo que puedas». Ya se encontraba en San Feliu, en el edificio cedido por el Ayuntamiento a David y Olga, junto a la torre del Salvamento de Náufragos.

Los halló a todos muy bien instalados. Los niños en un ala del edificio, las niñas en la otra, los maestros arriba. El hotel era blanco, con una terraza que dominaba la bahía entera, pues por aquel lado el bosque de pinos clareaba.

El orden interno de la Colonia -la colectividad había adoptado este nombre-, era perfecto. Al toque de diana eran levantadas las camas y en su lugar se instalaban las mesas que luego servirían de comedor. Todo por turno riguroso: ayudar a la cocinera, limpieza, bajar al pueblo a comprar. Los propios alumnos cuidaban de todo, excepto de la administración y la cocina. Para servir la mesa, las niñas reclamaron la exclusiva.

Lo primero que hizo Ignacio fue esperar a que llegara la noche para irse solo al rompeolas y contemplar el mar, que apenas había visto desde que se marchó de Málaga, y escucharlo hasta que su corazón se sintiera satisfecho. Así lo hizo. Y apenas llegado a él, reclinado en la barandilla, bajo el faro que giraba silencioso, le pareció tan hermosa el agua que le rodeaba por todas partes, y la quietud, y el cielo que se extendía de punta a punta sobre su cabeza, que tuvo la impresión de que rompía con su pasado, con el Banco, con Gerona, casi casi con su Bachillerato. Se dijo que ya nunca más tendría preocupaciones de sociedad, de dinero, de trabajo, de conciencia. Su vida iba a ser, ya para siempre, aquel rompeolas, aquella quietud, aquel faro que giraba silenciosamente. Con la espuma que le llegaba se mojó la frente y las sienes. Y respiró hondo. Y allá quedó al paso de las horas, isla humana, pensamiento, volviendo de vez en cuando la mirada hacia el pueblo, cuya bahía, a lo lejos, resplandecía de luces porque era la Fiesta Mayor. Una de estas luces titilaba al viento junto a la Torre del Salvamento de Náufragos. Era el faro del edificio en que él viviría aquellas dos semanas, en compañía de los alumnos y sus maestros.

David le había dicho:

– Llévate el slip . Un baño a medianoche es incomparable.

Olga había replicado:

– ¿Para qué? Mejor aún bañarse desnudo, sobre todo hoy que hay luna.

Siguió este último consejo. A las doce en punto regresó del puerto, descendió a la playa y se echó al agua. La primera sensación al subir a la superficie y hallarse solo fue la de vivir un momento absoluto, de entera plenitud. El agua en la noche le producía un inédito placer en la piel, un ritmo jubiloso en la sangre, una rara claridad intelectual que le capacitaba para recibir cualquier mensaje que viniera del mar. Pero, de repente, advirtió hasta qué punto era total su soledad. Entonces le pareció que la marea subía, que las sombras de las barcas ancladas a su alrededor cobraban vida. Un miedo inexplicable le invadió. Por dignidad dio unas brazadas aún, pero sin dejar de mirar la mancha que el montoncito de su ropa hacía en la arena de la playa. Esta mancha era el único cordón que le enlazaba con el mundo, su única seguridad. A pesar de lo cual oyó, bajo sus pies, extraños chasquidos emergentes de ignotas lenguas submarinas. Y al mismo tiempo un escalofrío en las piernas, como un calambre. Sin dejar de sentirse feliz por todo ello resopló un instante y, deslizándose sin hacer ruido, se dirigió a tierra. Luego marchó con lentitud a la Colonia.

Al día siguiente entró en tromba en la vida de la Colonia y en la vida de San Feliu. Por la mañana la comitiva, niños y niñas, bajaban a la playa, precedidos en lo alto por constelaciones de cometas. Ejercicios gimnásticos, y luego el baño. Olga llevaba un maillot blanco y nadaba a la perfección, escoltada por los mayores de la clase. A veces desaparecía bajo el agua y surgía al cabo de un rato mucho más lejos, no sin que David se hubiera llevado un buen susto. Algunas de las niñas se tendían en la playa y los chicos las iban cubriendo de arena.

Por la tarde, excursión, bordeando la costa, por entre los pinos, salpicándola de comentarios sobre la vida de los veraneantes en sus residencias. Hacia el atardecer, lección de tema vario y luego trabajo manual. Cuadritos tallados en madera y, sobre todo, en corcho, que era lo peculiar del país. Olga enseñaba a las niñas a hacer muñecas. Unas muñecas de trapo muy expresivas, con el esqueleto de alambre. Un amigo de David, compañero de promoción, que ejercía en el pueblo, había ido a visitarlos. Tocaba la guitarra y aportaba un fondo sentimental al corcho y a las muñecas. Cuando el sol se ponía, todo el mundo, sentado, asistía a su muerte con la mirada, sobrecogido el ánimo ante la grandeza de la hora y el tono violento -morado y escarlata- en que se resolvía la inmensidad del cielo. Luego se encendía una hoguera y se cantaba.

Ignacio no perdía detalle de las reacciones de los alumnos. Quería aquilatar de cerca los resultados del Manual. Todavía era temprano para emitir un juicio sobre ellos. Por de pronto, llevaban once días allí, a todos les había tostado el sol. Tal vez sus ademanes y su mirar revelaran cierto sensualismo. «¿Por qué cubrían de arena las piernas y el vientre de las chicas? ¿Por qué empleaban un vocabulario superior al que les correspondía por la edad?» Debía de ser la distensión que creaban las vacaciones. Santi, el chico de los enormes pies, era muy grosero. Era incomprensible que David y Olga le prefirieran. «¿Qué virtudes tendría ocultas? O tal vez le prefirieran por caridad…»

De todos modos, se dijo que no se encontraba allí para escarceos psicológicos. Lo mejor era salir él solo a la buena de Dios, bajar por su cuenta al pueblo de San Feliu, centro veraniego de la región. Ninguna idea preconcebida, ningún plan concreto. Mirar y gozar de la alegría del mar, del cromatismo de la Fiesta Mayor.

¡Válgame Dios, pronto comprendió la expresión de los ojos de los chicos! Toda la playa, y especialmente la zona acotada por una valla -donde iba la gente de pago-, era un milagro de muchachas hermosas. Le habían dicho muchas veces que las mujeres en el mar no hacen ninguna impresión, que la excesiva desnudez atenúa el misterio. Ignacio pensó que en San Feliu no ocurría nada de eso, todo lo contrario. Las chicas tenían, o bien aire de languidez que atraía irresistiblemente, o bien daban una sensación de plenitud, de belleza y fuerza que encandilaba los ojos. Aparte las consabidas deformidades y raquitiqueces, que por lo demás cuidaban muy bien de no exhibirse demasiado, de esconderse entre las barcas.

Pronto comprobó un hecho: el nivel de belleza era muy superior entre la gente que se bañaba en la zona de pago. Sería absurdo negar aquella evidencia. ¡Qué se le iba a hacer! Como reconocía Julio, la elegancia era un hecho humano anterior a las teorías democráticas.

Ignacio se dijo: «He de bañarme en la zona de pago». Pero tenía presente la advertencia de su padre: «Gasta lo menos posible». Así que se decidió a usar de un ardid corriente para cruzar la valla sin pasar por la taquilla: la vía marítima.

Esperó a que se bajaran a la playa los niños de la Colonia, se desnudó, dejó la ropa al cuidado de uno de ellos, se internó en el mar y luego, nadando, cortó en diagonal hacia el terreno acotado. Una vez allí nadie le pidió explicaciones y usó de todos los privilegios como los demás.

A media mañana, de una de las casetas, pintarrajeada de líneas blancas y verdes, salió un hombre con un inmenso balón azul, balón que en seguida revoloteó por entre los bañistas levantando gran algazara. Era un hombre que se movía con sorprendente naturalidad. Cuerpo atlético, aunque ya de hombre maduro. Fumaba en un larga boquilla. Se hizo el amo, sin que nadie se preguntara por qué. Ignacio movió la cabeza varias veces consecutivas, pues reconoció en él al comandante Martínez de Soria.

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