Y, no obstante, se sentía satisfecho. Le parecía que todo el mundo le miraba. Ana María debía de llamar la atención, con sus dos moños, uno a cada lado, y las cintas de las alpargatas perfectamente entrecruzadas hasta media pierna. ¡Al diablo los escrúpulos! Tomaron asiento sobre una barca muerta en la arena, riendo sin saber de qué.
¿No quería ambiente nuevo? Ahí lo tenía.
Ana María balanceaba sus piernas. Suspiró y dijo:
– Cuéntame cosas…
Un pescador que pasaba oyó la frase. -¡Anda, hombre, cuéntaselas!
Y la hora avanzaba. El crepúsculo era grandioso. -Tienes una voz muy serena. Me gusta oírte.
– ¿De qué quieres que te hable?
– De lo que quieras.
Ignacio se irguió y quedó frente a la muchacha. La barca era muy pequeña, él se sintió mucho más alto.
Nunca había hallado un ser tan expectante. Nunca a nadie tan dispuesto a escuchar. ¿Dónde había aprendido que de repente se encuentra uno con una alma gemela, solitaria, para la cual vale la pena volcar todo cuanto se lleva en el pecho?
Se entusiasmó.
– ¿Ahora…? ¿Va…?
– Va.
Salió todo. Toda la ciencia acumulada en seis años de Bachillerato, en conversaciones con Julio, con David y Olga, con el subdirector y La Torre de Babel. Toda la experiencia de hombre nacido en Málaga, que ha llevado medias negras. De un tema al otro, sin más ilación que su voz. ¡Al diablo el pescador si es que rondaba por allá y le oía!
Habló de la Masonería. Del sistema planetario y del Apocalipsis de San Juan. De que en el mundo, mientras ella estaba sentada en aquella barca, ocurrían transformaciones: el comunismo, Hitler… En cuanto al fascismo, no se podía vigilar, como no se podría vigilar la Geometría o la concepción materialista de la Historia. Habló de la línea de los balandros, de la calidad de las piedras de Gerona, de César y del mar. ¡El mar! El milagro que más impresión le causaba -aparte el de la autorresurrección- era el de Jesús caminando sobre el agua. ¡Qué maravilla! Ana María debía de imaginar aquello: un hombre con túnica hasta los pies, cabellera venerable, deslizándose desde el rompeolas en dirección a donde ellos estaban… Sí, en el fondo todo era milagroso. Incluso Gerona. ¡Qué bien se sentía en Gerona! ¿Por qué una gran ciudad? En una gran ciudad la población aumentaba sin que se supiera cómo, los seres venían al mundo ignorándose de dónde ni de quién; en Gerona, en cambio, se tocaba la vida con la mano… Él conocía… ¡En fin! «Prefería la intensidad a la dispersión.» ¿Dónde estaba la victoria? No se sabía. En cuanto a él, cuando fuera abogado, no defendería sino pleitos perdidos. ¡De veras! Pero los ganaría. Y luego, a viajar… Le gustaría mucho Italia, luego Grecia, Egipto y, naturalmente, Rusia. ¡Los rusos se parecían tanto a la gente que ha nacido en Málaga y, luego, tomando la vida en serio! ¿No le parecía que la guitarra era más profunda que…? Olvidó decir que le gustaría ir a Palestina, aunque al parecer en el Santo Sepulcro ocurrían escenas deplorables con las parejas. Pero lo que más miedo le daba era la ciencia… La ciencia avanzaba implacable y si no se hacía buen uso de ella… Tenía un amigo que decía que llegaría un momento en que las inyecciones… Pero no. ¿Había oído hablar de Fontilles? ¿Conocía algún donador de sangre en los Hospitales? Y, sin embargo, peor aún que la ciencia era el maquinismo, el trabajo en serie… ¿Cómo amar el trabajo en tales condiciones? Un tornillo, otro, otro, todos iguales… Ningún obrero ejecutaba una obra entera, sino piezas sueltas. Como si las madres parieran a los hijos una un brazo, otra la pierna, otra la cabeza. Aunque luego todas las piezas casaran, ¿qué? Ya no sería el hijo. ¡En fin! Todo aquello no importaba. Lo importante era ser hombre, avanzar. Avanzar era lo que él hacía. Adelante en la carrera. Ahora pasaría quince días soñando… Luego, otra vez la realidad. Y en cuanto al amor… la verdad es que entendía muy poco… Un cuello de cisne, una Dama de Honor… Si bien ahora, de repente, no sabía lo que le había ocurrido. Llegó un balón azul, por vía marítima, y ¡zas! parecía que le había hinchado el corazón.
Ana María apenas podía respirar. Sus piernas habían quedado inmóviles. Además, acababa de darse cuenta de que la barca se llamaba también Ana María, que Ignacio la había elegido sin que ella se diera cuenta.
– ¿Quién eres tú? ¿Quién eres? Nunca nadie me había hablado así. A Ignacio le parecía que se deslizaba sobre el agua…
– Y, sin embargo…
Oscurecía. A la chica le entró una especie de temor. Abandonó su asiento y rogó:
– Vámonos.
Él la siguió, sin oponer resistencia. Cruzaron el paseo en diagonal sin hablar. De repente, Ana María se detuvo. Le miró con fijeza. Iba a decir algo y no podía. Por fin musitó: -Tengo que dejarte. -¿Ya…? ¿Por qué?
– Es tarde. Pero te veré esta noche en el baile, espero…
– ¿Baile…?
– Sí. ¿No quieres? Ahí en el Casino… Ignacio preguntó: -¿Al aire libre? -No. ¡Bueno! Creo que habrá estrellas… en el techo.
– ¿A qué hora empieza?
– A las once.
– Muy bien. Allá estaré.
Se estrecharon las manos. No podían separarse.
– Estoy muy contenta de haberte conocido.
– Yo más que tú.
La vio alejarse. ¡Era cierto! El corazón pedía paso, tenía ganas de chillar y de dar saltos.
Las barcas de pesca se hacían a la mar. Una tras otra eran botadas espectacularmente. Sus pequeños motores estremecían al agua. El gran ojo del faro se encendió.
Al llegar a la Escuela, contó todo lo ocurrido. David comentó: -Todo eso está muy bien, pero… ¿sabes que para entrar en el Casino es obligatorio llevar smoking?
Querido hijo: Suponemos que estás bien y que te diviertes mucho, ¡Duro, aprovéchate! ¡Ah, si yo estuviera en tu lugar! Temo que perdáis el tiempo hablando de filosofías.
No te pierdas el Circo. Y párate alguna vez ante los charlatanes, que tienen mucha gracia. Sobre todo si está un tal limeño, que supongo que sí. También podrías llegarte hasta Palomos, que dicen que es un paisaje formidable.
Aquí, sin novedad. Tu madre guapa como siempre, aunque añorando las calabazas del año pasado. ¿No has oído a nadie que hablara de su tipo? ¡Ja, si lee esto me mata! Pilar dice que a ver si cuando vuelvas te acuerdas de que ella por tu santo te regaló unos gemelos, César está bien, afeitando y tal.
Bueno, nada más. Lo dicho, dicho. Escribe cada tres o cuatro días. Estoy un poco fastidiado porque se me ha estropeado la galena. Pero en fin. Ale, diviértete mucho.
Tu padre,
matías.
Querido Ignacio: No le hagas caso a tu padre, que es un fanfarrón. No sé por qué me casé con él. Yo quiero recordarte, hijo mío, que entre tantas diversiones no te olvides de Dios, que es lo que tu madre te ha enseñado, y que el domingo por poco que puedas vayas a comulgar. En todo caso, no bebas después de las doce, aunque no estés acostado.
Sobre todo no escuches demasiado a los maestros, que ya sabes el miedo que me dan. Nada más, hijo; la cena me espera. Cuídate mucho, no estés demasiado tiempo en el agua. ¿Necesitas algo? Adiós, Ignacio. No te olvides de rezar todas las noches. Escribe mucho. Tu madre te manda miles de besos.
carmen elgazu.
Luego firmaba Pilar. César ponía: Un abrazo de tu hermano en Cristo ,
césar.
Otra posdata de Matías: Saluda a los maestros. Olga debe de estar hecha una campeona de natación.
Las niñas le preguntaron: «¿Quién te ha escrito, quién te ha escrito?» La letra de su padre era irónica, de viejo lince. La de Carmen Elgazu, clara, algo temblorosa. ¡Pilar hubiera podido añadir algo! Tan charlatana, y cuando tenía que escribir no se le ocurría nada.
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