José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– ¿Es cierto que el hermano de Ignacio es un santo?

La cosa cayó bien. Ignacio le miró con simpatía.

– Eres un imbécil -rió David-. Pero, en fin, estamos en familia. Ignacio pidió, dirigiéndose al maestro y levantándose:

– ¿Puedo yo contestar… aunque no sea de la clase?

– Desde luego.

– Pues creo que sí, Rafael, que mi hermano es un santo.

David inquirió, mirando el reloj:

– ¿Tal vez un poco trágico…?

– No creas… -Ignacio añadió, reflexionando-. Depende, claro…

Entonces, por la cuesta, apareció Olga, con los menores. Cantaban algo entre los pinos; las faldas de las chicas revoloteaban.

– Basta por hoy.

– ¡Ole, ole!

CAPÍTULO XXII

Mientras en la Colonia de San Feliu Ignacio andaba pensando en cómo se las arreglaría para entrar en el baile del Casino, sin smoking -¡allí no había forma de entrar por vía marítima!-, en Gerona se sucedían pequeños acontecimientos.

Por de pronto, los anarquistas se habían apoderado de la Piscina, ante la decepción de Pilar y otras chicas que habían soñado en que se convertiría en un lugar más o menos elegante. Las hijas del Responsable ocupaban prácticamente el trono. Una llevaba un maillot azul, la otra amarillo y sus cuerpos eran sorprendentemente esculturales. Una serie de atletas pululaban a su alrededor. Ellas, sin perder la seriedad se pasaban la mitad del día en el agua o saltando desde el trampolín. El Responsable no iba nunca, consideraba que su edad era impropia de aquellas cosas.

Otro acontecimiento se desarrolló en el cerebro de un amigo de Matías Alvear: don Emilio Santos, Director de la Tabacalera. Don Emilio Santos estaba cansado de vivir solo. Así como el comandante Martínez de Soria tenía dos hijos estudiando en Valladolid, él los tenía estudiando en Madrid. El mayor preparaba oposiciones a Hacienda; el menor acababa de obtener el título de bachiller, con mejores notas aún que Ignacio. Era de la edad de éste y se llamaba Mateo. Don Emilio Santos le dijo a Matías: «Pues sí. He decidido traerme a Mateo para acá. También quiere estudiar abogado. Entonces alquilaremos un piso y por fin podré disfrutar también un poco de la vida de familia».

Don Emilio Santos era un hombre más sentimental de lo que su aspecto elegante podía dar a entender. Carmen Elgazu le quería mucho por su corrección. La blancura de sus pañuelos tenía fama. Era un gran aficionado al refranero español, del que decía que contenía en sí todo el sentido común acumulado por los hombres. Ahora vivía en una pensión humilde, en la que nunca tuvieron un huésped de su categoría. Llevaba reloj de bolsillo con cadena de plata. Pero era hombre sencillo. De sonrisa afable y peinado algo romántico. En realidad gozaba dando buenas noticias. Quería mucho a los Alvear y estaba seguro de que su hijo Mateo sería el gran amigo que a Ignacio le faltaba.

Por último, César había empezado a poner en práctica sus proyectos, los fáciles y los difíciles. Unas cosas le salieron a pedir de boca, otras le salieron mal. En el Museo no hubo contratiempo y mientras leía, sentado al fresco cerca de un ventanal, andaba pensando que Ignacio en San Feliu debía de pasar mucho más calor que él.

Más espectacular fue su entrada en la calle de la Barca. El patrón del Cocodrilo le recibió de tal suerte que quería meterle en el cuerpo un cuarto de litro de anís. César le decía: «¡No, no! En todo caso, si se empeña, déme una gaseosa». El patrón insistía en que ningún barbero que se apreciara tomaba gaseosa.

Al subir a casa del viejo Fermín se encontró con que éste había muerto. Su hija le halló un día sentado en la cama y sonriente, pero muerto. Ahora la mujer andaba liada con un limpiabotas, lo cual sumió a César en gran perplejidad.

En otras casas fue bien recibido. Y se veía que el verle tan crecido y tan hombre les inspiraba mayor confianza aún que en el año anterior. De modo que le mandaron sentar y charlaron con él. Y se lamentaban de la miseria y de las dificultades que pasaban. Varias mujeres parecieron olvidar que lo único que podía ofrecerles era una navaja y una maquinilla. Al verle tan fino suponían que tenía influencia. «A ver si consigue un empleo para el chico.» Le enseñaban avisos de multas que les habían impuesto, por no llevar placa en la bicicleta, por haber tirado basura al río. «¿No podría hacernos perdonar eso en el Ayuntamiento?» César se rascaba la cabeza. «Pues no sé, no sé… Hablaré con mi padre…» «¡Dios mío! -pensaba-. Si Julio quisiera, todo esto se lo arreglaba yo a esta gente.»

Sin embargo, en la mayoría de las visitas que hizo sintió que le recibieron con hostilidad. Algo había ocurrido que a la gente afeitarse o no afeitarse le importaba menos que antes. Debía de ser lo que decía Ignacio: el malestar político. Encontraba a los hombres sentados en el balcón en actitudes rumiantes. Algunos parecían exaltarse al ver un forastero en casa.

– Ah… ¿Viene para el viejo…? -le miraban de arriba abajo-. Oye, fíjate cómo estamos. -Le enseñaban la casa desmantelada-. A ver si hablas con tu organización, y nos echan una mano.

César no sabía qué decir, pues su organización era él solo.

Una de las dos mujeres que le regalaron la bufanda parecía otro ser. Había envejecido increíblemente. En la casa había un hombre que en el año anterior no estaba. Ella le recibió cordialmente, pero él preguntó:

– ¿Quién es ese crío?

– Pues… un chico. Un seminarista que da clases en el barrio. -La mujer añadió-: Haz el favor de respetarle.

– ¿Seminarista…?

El hombre le miró escrutadoramente.

– Oye una cosa -habló por fin, en tono de quien propone un negocio-. Ésta y yo no estamos casados. -Marcó una pausa-. Pero si el obispo quiere pagarnos un traje a cada uno y el viaje de novios, legalizaremos la situación.

Se veía que hablaba en serio. César parpadeó.

– Pues… no sé -dijo-. Yo con el señor obispo no he hablado nunca.

– ¿Cómo que no has hablado nunca con el obispo?

La mujer intervino.

– Anda. Déjale en paz. Ya le hablaré yo luego.

Todo aquello tomaba derroteros inesperados. Porque en algún lugar casi le insultaron. El patrón del Cocodrilo le aconsejó que tuviera paciencia. «Están excitados, ya lo ves. Las cosas andan mal. Se prepara una revolución.»

Revolución… Ya Ignacio se lo había advertido. ¡Ah, el Apocalipsis de San Juan! Todo el mundo hablaba de revolución. Nadie concretaba quiénes la harían ni contra quién, pero todo el mundo empleaba esta palabra, mirando con fijeza el muro de enfrente.

Se refugió en los pequeños, en las clases. Esto fue más fácil. Pronto pudo reunir de nuevo a un grupo de dos docenas, y el zaguán fresco y de ladrillos rojos estaba aún allí. Algunos chicos del año anterior habían desaparecido del barrio. Andaban de aprendices o de Dios sabe qué. Otros le reconocieron en seguida. «¡Tú, tú, dame caramelos!» Uno gritó al verle: «¡Tío César!» El apodo hizo fortuna. Le rodearon, se unieron otros niños que no sabían quién era. «¡Tío César!»

Se reanudaron las clases. ¡Lo habían olvidado todo! Excepto el nieto de Fermín, que dio pruebas de una memoria prodigiosa. Había continuado estudiando todo el invierno. Luego había dos hermanos que el año anterior no daban una y ahora se hubiese dicho que les habían inyectado entendederas. Entre unos y otros, el zaguán volvió a ser una alegre colmena todas las tardes.

Y sin embargo, también en las miradas infantiles se notaba cierto desequilibrio. A César aquellos chicos, ahora que volvía a mirarlos con atención, le daban miedo. Irían creciendo y absorberían todo el veneno que flotaba a ras del barrio. A los dos hermanos, que ahora leían con facilidad, los encontró en una escalera hojeando un folleto que escondieron en la pechera cuando él se les acercó. ¡Y era él quien les había enseñado a leer! Irían creciendo y se pondrían brillantina en el pelo, y aquellas mujeres que rondaban sin pudor por la acera los tentarían. ¿Qué hacer? ¿Cómo ceñir todo el barrio de un golpe, en alguna ilusión que elevara sus vidas, que les diera resignación, que uniera cada persona a su familia, a las paredes de su casa aunque fueran pobres? «A ver si hablas con tu Organización, que nos eche una mano.» ¿Qué hacer?

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