José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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– ¡Eh, tú! -le gritaron a César-. ¡Trae aquel banderillero para acá! Hay que pintarle la sangre.
Al seminarista se le heló la suya en las venas. Miró al dueño, y Bernat imprecó:
– ¡Anda! ¿No oyes? ¿Eres tonto, o qué?
Enfrente había un garaje, más allá pondrían un cine. César asió la imagen de Cristo. Pesaba horrores, pero consiguió desplazarla. Entonces el operario, Murillo de nombre, que ya le esperaba con un pincel mojado en rojo, se puso a silbar y empezó a rellenar las cinco llagas.
Aquélla había sido la equivocación de César: suponer que entraría y ¡zas! empezaría a fabricar imágenes, una copia tras otra. En seguida se dio cuenta de que aquello era un verdadero oficio y que se necesitaba mucho tiempo antes de poner las manos en algo de una manera personal. Había escultor, vaciador, decorador, carpintero. Bernat sabía un poco de cada cosa, pero sobre todo llevaba las cuentas, se cuidaba del embalaje, que era esencial en el negocio, de las compras, recibía a los viajantes, a los compradores.
– Así… ¿cuántas Cármenes queréis?
– Media docena de la talla B.
A César le destinaron a los trabajos subalternos: barrer, preparar la cola, la gelatina, arrancarla luego, llevar bloques de un lado para otro, tirar de carretón. Le dijeron que al cabo de unas semanas podría empezar a frotar los moldes con papel de lija. Él hubiera preferido colocarse en el otro taller, en el fundado en 1720. Sobre todo… porque su máxima ilusión hubiera sido regalar a su hermano, por su santo, un San Ignacio de Loyola elaborado por sus propios dedos. Y tal vez allá se lo hubieran permitido, por lo menos intentarlo, dándole los consejos necesarios.
Cuando Carmen Elgazu se enteró de las condiciones en que todo aquello se desarrollaba, quiso hablar inmediatamente con mosén Alberto, para que dieran orden en la diócesis de que nadie comprara imágenes a Bernat. Mosén Alberto le contestó: «Por desgracia, en casi todas partes ocurre lo mismo. Además, ¿qué se le va a hacer? Por eso luego se las bendice».
CAPÍTULO XXIII
Ignacio, por fin, desistió de ir al baile del Casino, aunque se lo había prometido a Ana María. Imposible resolver lo del smoking .
Al día siguiente volvió a dejar la ropa al cuidado de un chico, volvió a internarse en el mar y a cortar en diagonal hacia la zona de pago. Se había propuesto inventar en el camino la excusa que había de dar a Ana María por no haber asistido al baile. Pero pronto se dio cuenta de lo difícil que es pensar mientras se nada. El agua parecía que le entraba por una oreja y le salía por la otra -como en las casas de Gerona cuando había inundación- barriendo todo orden posible en el pensamiento.
Al llegar a la playa, Ana María no estaba aún. «Claro, claro -pensó-. El baile habrá terminado a las cuatro de la madrugada…» Se divirtió como pudo. El balón azul del comandante Martínez de Soria flotaba entre las cabezas; pero sin Ana María se le hacía odioso. David y Olga le habían dicho que el comandante daba lecciones de esgrima en el Casino.
Por fin la muchacha llegó, llevando el albornoz enrollado, colgado a la espalda. Ignacio prefirió esperar a que saliera en traje de baño. Él en slip y ella vestida, se hubiera sentido inferior.
Se ocultó en el agua y a poco vio a Ana María aparecer en la puerta de su caseta alquilada, con un maillot verde, más ceñido aún que el anterior. Se le acercó sin perder tiempo. Pero era tan grande su emoción que el pecho le latía y no sabía qué le iba a decir. En cuanto ella le vio se detuvo, y quedó mirándole con ojos de infinito reproche. Ignacio llegó a su lado. En el fondo, el silencio creado les satisfacía, tenía algo de complicidad.
– Perdona, Ana María…
– No tengo nada que perdonarte. No tenías ninguna obligación.
– La verdad es que… lo que no tenía era smoking .
La muchacha empequeñeció sus verdes ojos. Se tocó los moños. Loli estaba allí y soltó una carcajada.
Ignacio se sentía en ridículo, pero Ana María salvó la situación. Con naturalidad le asió de la mano y se lo llevó aparte.
– Deja a ésa, es una tonta.
Y luego explicó que había sido una lástima, pues ella, para bailar con él, se había puesto un vestido largo, de color de cielo mediterráneo… Y una flor en el pelo.
Luego añadió que se había pasado la velada entera mirando a la puerta, como una tonta… Que a medianoche incluso bebió champaña, «para olvidar».
Ignacio sentía tal odio hacia Loli, que ello le impedía saborear la exquisitez de aquellas palabras. En otras circunstancias se hubiera desmayado de felicidad.
– Déjala, déjala. Es una nueva rica.
Ignacio se quedó mirando a la arena.
Ana María dijo de pronto:
– Anda. Vamos a bañarnos. Dejemos eso. -Se levantó, se puso aquel gorro que le minimizaba la cabeza y echando a correr entró en el agua como un delfín.
Ignacio la siguió. Y al encontrarse en el fondo del mar se sintió otro. Al rozar la arena y mirar hacia arriba y ver las piernas de Ana María pataleando como si estuviera en el aire tuvo ganas de asirle un pie, de tirar de él y ahogarse los dos juntos, o darle un beso de agua que no se terminara nunca.
Surgió inesperadamente a la superficie, frente por frente a la muchacha y entonces fue ella la que desapareció. Y así anduvieron jugando, inundándose de espuma, de sol. También los ojos de Ana María tenían color de cielo mediterráneo.
Era la alegría del mar, de verano, de su juventud desbordante. Era el encuentro con el alma gemela que despertaba las posibilidades latentes de la vida.
Las horas pasaban volando y llegó el momento de separarse. Ignacio desapareció hacia la zona de los pobres después de haber quedado con la muchacha en que se encontrarían «en la barca de siempre», hacia el atardecer.
Y así lo hicieron. Aquel día, y el siguiente y todos los atardeceres. Era un momento inolvidable para Ignacio. Se decía a sí mismo que en San Feliu se había concentrado todo lo que el mundo podía dar de sí. Nada hermoso faltaba ni en la bahía ni en su corazón. Con asir el dedo meñique de Ana María le bastaba para ser feliz.
En realidad, se preguntaban pocas cosas uno a otro. Andaban juntos y les bastaba. Se reían por cualquier tontería. Al tropezarse con alguien de Gerona, Ignacio le decía: «Ése es de Gerona». Y si se encontraban un conocido de Ana María decía ésta: «Es un amigo de casa».
Pero con frecuencia buscaban, sin darse cuenta, la soledad. «A mí llévame al aire libre. Y si puede ser, subir a una montaña.»
Era maravillosa la capacidad de Ana María para trepar por las rocas y luego enfrentarse con los grandes espacios sin sentir vértigo. Podía asomarse a un acantilado y ver la caída vertical de la piedra y la lengua de mar al fondo sin sentir vértigo. Podía subirse a la ermita de Sant Elm, desde la que se divisaba un panorama inmenso de agua, desde Francia hasta la costa barcelonesa, con un horizonte lejanísimo, sin sentir vértigo. Ignacio la admiraba. Era una criatura serena. Dondequiera que se encontrase, ella era el centro de sí misma. Hubiérase dicho que los rodetes, uno a cada lado, le defendían las sienes, se las apretaban impidiendo la dispersión.
Recorrían todos los alrededores del pueblo. Y tan pronto descubrían, en lo hondo, playas pequeñas y escondidas como se encaramaban cada uno a un árbol y desde arriba, ocultándose entre el follaje, se llamaban y se hacían señas. A veces se encontraban por la mañana y asistían a la llegada de las barcas de pesca, con los peces plateados y rojos coleando; otras veces, después de cenar, Ana María se zafaba de sus padres y de su grupo de amigos y se iban al rompeolas, que les gustaba porque les daba un poco de miedo.
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