José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Por otra parte, David y Olga habían tenido una peregrina idea: llevarlos a todos, en comunidad, al cementerio, a visitar la fosa del suicida. Una suerte de acto de desagravio porque el párroco del pueblo se había negado a darle sepultura cristiana. Compusieron un ramo de flores silvestres y lo depositaron sobre el montón de tierra, en un rectángulo adyacente al cementerio común, abandonado y triste, reservado a los no bautizados y a los suicidas. David les hizo allí un pequeño discurso, y una hermana del suicida, que había acudido a rezar un Padrenuestro, se echó a llorar, tan grande fue su agradecimiento.
Los niños recorrieron luego el cementerio y terminaron por reírse ante las caprichosas inscripciones. «¿Dónde está la sala de autopsias? -preguntaban-. A Santi le hubiera gustado presenciar una autopsia.»
Ignacio comprendía que el nerviosismo de los niños tenía un origen idéntico al suyo: el yodo del mar, el sol y la proximidad del regreso a Gerona. Querían exprimir cada instante que pasaba. Les horrorizaba la perspectiva de la Escuela, del nuevo curso, aunque pudieran comprar un acuario.
Ana María le decía que verdaderamente era muy triste tener que separarse. «¿Qué haremos, Ignacio, separados uno del otro? ¿Qué haré yo aquí, con Loli, con esos chicos vanidosos? Cada banco del Paseo me recordará tu persona. Y aunque me maten no miraré esas barcas de la playa. -Luego añadía-: Tendremos que escribirnos, tendremos que escribirnos todos los días.»
Un día Ignacio no pudo más y la besó. La besó con una fuerza inaudita. Ella quedó totalmente desconcertada y apenas si pudo recordar los diecisiete minutos de sermón sobre la castidad.
– Pero…
Miraba a Ignacio y le veía unos ojos un poco encendidos, unos ojos que no eran los suyos habituales. ¿Cómo podía un rostro cambiar de expresión de tal suerte, tan bruscamente?
Ana María se levantó y echó a andar… No, aquello no estaba bien, no era bueno. Ignacio hubiera debido de contenerse. Se había roto algo… Tal vez ella fuera exagerada y aquello resultara lo normal. De acuerdo, de acuerdo… pero que no mirara de aquella manera.
Ignacio comprendió que a Ana María no le daban vértigo los acantilados, pero sí el encuentro con la pasión. ¡Pero es que él era un hombre! También el escote de Olga le ponía nervioso. ¡Cuántas veces se había echado al agua para serenarse!
Al llegar a la Colonia encontró a David dando a los alumnos su segundo curso sobre el islamismo. «El islamismo es mucho más intolerante que el cristianismo en lo que se refiere a la idea de un Dios único. De ahí que dos de los misterios católicos horroricen a los mahometanos: el de la Trinidad y el de la Encarnación.»
Ignacio apenas le oyó. Al día siguiente, al encontrarse con Ana María, le pidió perdón. Ella estaba seria. Él le dijo: «No seas rencorosa, anda». «No, no lo era. Pero, hablando sinceramente, se había asustado.» «¡Bah! También él era, había sido, siempre sincero.» Sincero cuando le había dicho que nunca había encontrado una mujer como ella; y que también a la barca de su pecho le pondría el nombre que era su refugio: Ana María.
De todos modos, ¿por qué ella se había puesto aquel mediodía unos pendientes que brillaban como estrellas? No, no tenían que enfadarse. Todo aquello les ocurría porque estaban nerviosos, porque a las seis de la tarde tenía que marcharse.
Ana María acabó por reírse, con sus verdes ojos. Comprendía a Ignacio. Camisa desabrochada… era natural. Con algo de duro animal humano… era lógico.
Ana María se le acercó y le asió las dos manos y se las estrechó. Él notaba una gran sequedad, una rabia insospechada por el hecho de tener que marcharse. No, no quería que ella fuera a la estación… Odiaba las despedidas. Se escribirían, sí. Él le escribiría en tinta verde, como verdes eran sus ojos. Pero ella tenía que prometerle que seguiría una y mil veces los itinerarios que ellos habían seguido. En todas las rocas encontraría sus nombres, el corazón dibujado y una flecha atravesándolo.
Ignacio la besó en la frente y dio media vuelta. Y se alejó. Ésta fue la despedida. Ana María quedóse sentada en la barca con los ojos húmedos. Pasó el pescador. «¿Qué, ya te lo ha contado todo?»
Ignacio subió a la Colonia. Comió, se despidió de todo el mundo y bajó a la playa con la maleta. Y se desnudó, para tomar el último baño. Se emborrachó de mar. Toda la tarde la pasó en el agua. Estaba moreno, casi negro. Su madre se asustaría al verle. Y César aún más, tan pálido él, tras las gafas de montura de plata.
El barco japonés había conseguido salir del puerto. Ningún vestigio en el agua. El agua del mar hacía tabla rasa siempre. Visitó por última vez, sumergiéndose, el vivero de moluscos, con millones de incrustaciones en las cuerdas, en todas partes. El fondo del mar era fino, de arena fina. Cogió un puñado y lo asomó a la superficie. Se lo llevaría y lo dejaría secar. Difícil que alcanzara el grado de sequedad de su espíritu. Olga le había dicho: «¡Cómo has cambiado en quince días! Estás hecho un tigre. A ver, estréchame la mano… ¡Uy, uy, déjame…!»
En el momento de vestirse vio llegar, sudoroso, a David.
– ¿Sabes que eres un tunante? Nunca nos habías dicho que diste sangre en el Hospital. Ha venido un hombre diciendo que era un hermano de un tal Dimas… Ha traído esto para ti.
CAPÍTULO XXIV
Cuando Carmen Elgazu vio la lata de anchoas que le llevaba Ignacio, lanzó gritos de admiración. «¡Vaya regalo, chico! -La sopesó-. ¡Más de un kilo! ¡Y con lo que conocen el oficio en San Feliu…!»
– Tenemos para todo el invierno.
– ¿Qué, la abrimos?
Matías echó una bocanada de humo.
– Voto a favor.
– Yo también.
– Yo también.
– Pues manos a la obra.
Ignacio replicó:
– ¡Esperad! Hay otras cosas.
Abrió la maleta. ¡Anzuelos de todos tamaños y formas, un rollito de hilo de pesca, especial, recomendado por el patrón de la barca «Ana María»!
Matías entornó los ojos, que era la manera que tenía de hacerles sonreír, y se acercó a la maleta.
– ¿A ver, a ver…? ¡Caray, chico, ésas son palabras mayores!
Pilar permanecía a la expectativa. Camisas, jabón, pañuelos, más anzuelos…
– ¿Y lo mío…?
Ignacio se mordió los labios. La miró con picardía, para disimular, como dando a entender que habría sorpresa. Por último dijo:
– Pues mira… No creas que me he olvidado. -Cerró la maleta-. Pero pensé: ¡Mejor que me diga ella misma lo que quiere!
La chica tuvo una gran decepción. Encogió los hombros en forma enternecedora.
– Nada, nada, no te preocupes.
Carmen Elgazu intervino:
– Le hubiera hecho ilusión algo de San Feliu, ¿comprendes?
Matías contemporizó, sin dejar de analizar el hilo.
– ¡Ale, nada de lamentos! Que Pilar diga lo que quiera e Ignacio sale ahora mismo a comprarlo.
– Nada, lo mismo da.
– ¡No seas terca!
Entonces la chica pareció dejarse vencer. Se mordió el índice.
– ¿De veras me lo compras?
– ¡Claro que sí, mujer!
– Pues mira. -Reflexionó un momento-. ¿Cuánto quieres gastar…?
– ¡Ah! Eso… -Ignacio sonrió y sacó el monedero, mostrando su delgadez.
– Entonces… unas sandalias verdes. ¿Llegas…?
– ¿Cuánto valen?
– Unas que me gustan, doce cincuenta.
– De acuerdo.
César intervino, mirando a Ignacio:
– Antes de salir, entra en la habitación.
Ignacio le miró, con curiosidad.
– Lo que hay encima de la cama es de toda la familia. Lo de la mesilla de noche, de Pilar y mío.
Ignacio se rascó la nariz. No sabía si iba en serio. Carmen Elgazu le guiñó el ojo y entonces, dando súbitamente media vuelta, en dos zancadas alcanzó la habitación, seguido de todos. Sobre la cama, todos los libros de texto de primer curso de abogado. Nuevos, flamantes, con las tapas sólidas.
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