José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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¿Por qué pensaba estas cosas, si Ana María había consentido sin esfuerzo en mezclarse con él, empleado de Banca…? Sí, pero ello no cambió las cosas. Ello no impidió que Ana María quedara correctamente, fuera cual fuera su gesto o actitud, sentada con las piernas al aire, corriendo, entrando o saliendo del agua; en tanto que él tenía que medir sin cesar sus movimientos para no ser grosero.

Los ricos, los ricos… Ésta era ahora su obsesión. En el Banco se complacía en pedir a los de Contabilidad las cifras que tenían amontonadas en aquellas Cajas las familias pudientes. Cosme Vila lo sabía. Lo llevaba todo anotado en un carnet. Los de Contabilidad le informaban, a pesar de tenerlo prohibido. Cosme Vila pretendía saber incluso el valor de las joyas que las familias guardaban en las Cajas del Banco. Ello debía de ser imposible. ¿Cómo consiguió abrirlas?

De repente, Ignacio se sintió trabajando, en compañía de personas de su misma clase social. Le gustaba pensar que todos aquellos seres y sus parientes tenían las mismas preocupaciones, y que las exclamaciones por una lata de anchoas habrían sido las mismas en cada uno de aquellos hogares. Un sentimiento de solidaridad se despertaba en él. Entre personas de la misma clase las palabras tenían el mismo significado. Unos y otros estaban seguros de comprender lo que se estaba hablando. En cambio, en San Feliu… cuando uno de aquellos señoritos comentaba: «Esto es la monda…», ¿qué quería decir?

Cada uno de los empleados tenía su historia veraniega que contar. Varios, como La Torre de Babel, habían cambiado la piel… La piel que trabajaba en el Banco era otra. Pero el ser era el mismo. De modo que la piel no era lo esencial.

Pero la gran historia era la de Cosme Vila: Cosme Vila había hecho el viaje de bodas con la hija de los guardabarreras. La llamaba su compañera. Sus palabras recordaban las de David y Olga, pero con más despotismo. David y Olga habían registrado en el Juzgado su unión; Cosme Vila ni eso siquiera. Los suegros consintieron, él y su compañera tomaron el tren y se fueron a Barcelona. Allí, según Cosme Vila, vieron varios espectáculos en el Paralelo, bebieron mucha horchata, que a su compañera la volvía loca, ella durmió mucho, él habló mucho con el camarada Vasiliev, siempre inteligente -en el Partido Comunista- y habían regresado. Ahora vivían los dos juntos y tendrían un hijo. Nada de regalos ni de comprar un comedor y un dormitorio y lámparas. Ningún detalle burgués en todo el piso. Austeridad. Su compañera tenía prohibido pintarse; en cambio, para peinarse podría ir, si quería, a la barbería a que él iba, la de Marx, Lenin y Stalin en las paredes, en la que habían suprimido totalmente la separación de sexos.

– Vente un día por allí y verás -le decía Cosme Vila a Ignacio-. Pero no -añadía-. Tú, aunque te esfuerces, eres un burgués. Tú no comprendes que todo esto terminará un día u otro. A ti si te dicen que en China hay trescientos millones de hambrientos te quedas tan fresco, o en la India, o en África, o en América del Sur. Te parece que confesándote de vez en cuando esto se va a arreglar.

La órbita que describía el pensamiento de Ignacio durante la jornada, sometido a pruebas de aquel tipo, y a su estado de ánimo, era obsesionante. El resultado iba siendo que no escribía a San Feliu, que continuaba sin escribir. Y que César le miraba un poco asustado.

El único contrapeso de Ignacio, que ejercía cierta influencia sobre él, era la imagen de San Ignacio de Loyola que le había regalado su hermano, y que desde la mesilla de noche presidía ahora su cuarto.

Imposible entrar en el cuarto sin tropezar inmediatamente con los ojos del santo.

La imagen, maravillosa de expresión, cuyo modelo César consiguió gracias a un viajante de una fábrica de Olot que pasó por el taller Bernat, llegó a constituir para Ignacio una auténtica pesadilla. Porque los ojos no se limitaban a mirarle cuando entraba en la habitación, sino que luego le seguían implacablemente dondequiera que se hallara de ella; le miraban incluso en la oscuridad… Era aquél un fenómeno óptico conocido, ¡pero hubiera podido producirse en otros lugares! Resultaba algo incómodo pensar en los maillots azul y amarillo de las hijas del Responsable, teniendo los ojos de San Ignacio fijos en los propios ojos.

A gusto Ignacio hubiera colocado la imagen cara a la pared. Porque, además, le ocurría una cosa absurda: la historia del santo, que César le había relatado con entusiasmo le puso más nervioso aún: «noble, militar, fundador de los jesuitas». Compañía de Jesús , el General de la Orden: en todas partes dejó huella militar. Salvando las distancias, aquello recordaba las clases de esgrima del comandante Martínez de Soria… Sin olvidar que, según opinión unánime, eran los jesuitas los que llevaban actualmente la política en España y a causa de ello se hablaba de revolución.

Pero… imposible tocar la imagen. Porque César la adoraba y estaba enamorado del Santo.

– Fíjate, Ignacio -le decía-. Fue él quien escribió los Ejercicios Espirituales . Y, además, basó toda su labor en dos virtudes: obediencia y acción. ¡Y por si esto fuera poco, era de la provincia de Guipúzcoa!

Este último argumento impresionaba a Ignacio. Porque sabía que Carmen Elgazu le dio a él su nombre en cumplimiento de una promesa: «Si el primer hijo era varón, se llamaría Ignacio en honor del santo de Loyola», del santo vasco por excelencia.

Matías Alvear había pasado sus vacaciones en Gerona, pescando en el Ter. Habían coincidido con las de Ignacio. Por dos veces se había llevado a su mujer, a César y Pilar y habían cenado todos juntos en la orilla del río, sentados en el suelo. Carmen Elgazu había lanzado mil exclamaciones admirativas ante el paisaje: los verdes de los árboles y de la hierba, el agua que bajaba tumultuosa, los indescriptibles colores del cielo por el lado de Rocacorba y alrededor de la Catedral.

Sólo le habían molestado un poco los mosquitos, la ausencia de Ignacio y la proximidad de los atletas, que deambulaban por allí prácticamente desnudos y con pañuelos de cuatro nudos en la cabeza. A Carmen Elgazu le horrorizaba que Pilar viera todo aquello, además de que no podía soportar los pañuelos de cuatro nudos en la cabeza. Decía que daban aspecto de diablo o de esos malvados que corrían por los bosques.

– ¡Los sátiros! -precisó Matías, sonriendo.

– Eso. Eso debe de ser.

A Pilar los pañuelos le importaban muy poco. Gozaba lo suyo en aquellas salidas campestres. Aunque hubiera querido llevar con ella un par de sus nuevas amigas del corte… Porque, ya tenía nuevas amigas, mayores que Nuri, María y Asunción. A Nuri, María y Asunción no las había visto desde fin de curso, pues éstas también se habían despedido de las monjas y además habían salido de veraneo en seguida; pero lo cierto era que apenas si las echaba de menos. Casi se sorprendía de lo poco que las echaba de menos. Al encontrar en el taller chicas mayores que ella había descubierto mundos nuevos. En el fondo le interesaban más las cosas que ahora oía… No, no, su madre a veces se equivocaba. A varias de las chicas del taller les gustaban los hombres con pañuelos de cuatro nudos en la cabeza.

Pilar había sido bien acogida en el taller de costura, que dirigían dos solteronas beatas -las Campistol-, que siempre decían que no se habían casado porque los hombres les daban miedo. El taller estaba situado encima de un herbolario, próximo a la subida de San Félix. Por eso las chicas empleaban con frecuencia un léxico medicinal. «Anda, chica, que te den un poco de tila.» A Pilar, de cuya educación monjil a veces se reían, le habían asignado tazas de tila media docena de veces lo menos.

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