José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Pero fue bien acogida, «porque era mona». La encontraban muy mona y muy simpática. Ella se esforzaba en hacerse agradable. Además, Ignacio. El segundo día llevó unas fotografías de Ignacio y aquello alborotó el taller, ante el escándalo de las pudorosas hermanas Campistol. Dos o tres de las chicas conocían a Ignacio de vista, las otras no. «Bueno, Pilar. A ver si me arreglas con tu hermano, ¿eh?» «Chicas, no sé. Porque como estudia Derecho…»

Las conversaciones del taller influyeron sobre Pilar como las conversaciones del Banco habían operado sobre Ignacio. ¡Cuántas cosas aprendió…! Cuando las dos solteronas, las jefas, estaban presentes, todas cosían muy comedidas, y a la caída de la tarde era costumbre rezar el rosario; pero en cuanto las dos daban media vuelta… Se hablaba del cine y de baile. ¡Suerte tuvo Pilar de haber hecho aquellas escapadas, gracias a la Bolsa! Porque si no, no conocería ninguna película y habría hecho el ridículo… A las que tenían novio las interrogaba con un realismo impresionante sobre sus actividades… A Pilar le decían: «Bueno, y vosotras en las monjas, ¿qué? ¡No vas a decir que no ibais a las murallas con los chicos del Instituto!»

El clima, el calor sofocante, los olores de la tienda de hierbas medicinales y la quietud del taller a media tarde sumían a todas en un estado de lasitud especial, campo abonado para pensar en aquellas cosas. A Pilar le llamaban particularmente la atención dos hermanas, morenas y con grandes pendientes, que siempre llevaban la merienda envuelta en El Demócrata , y que hablaban de las clientas del taller como Cosme Vila de los clientes del Banco, y anunciaban que pronto habría «revolución». Al parecer, su hermano y su padre eran «revolucionarios». Pilar no sabía en que partido militaban pero, como si les viera: mono azul, manos ennegrecidas, gorra o boina calada hasta las cejas… También criticaban con frecuencia a los militares llamándoles chulos, especialmente a un tal teniente Martín. Otras chicas decían: «Pues mira lo que te digo. A mí un teniente no tendría que decírmelo dos veces». Pilar mientras rompía el hilo entre los dientes, pensaba por su cuenta que a ella los hombres con uniforme le gustaban mucho.

Dos de las muchachas cantaban en el Orfeón. Las otras formaban parte del grupo sardanístico «La Tramontana», ganador en el último concurso. Pilar tenía mucho cuidado de no herirles la sensibilidad en este aspecto. Su padre el primer día la había advertido severamente: «Nada de discusiones, ¿eh? ¿Cataluña es lo mejor…? Pues es lo mejor».

En cuanto a César, muy fuerte a la sazón gracias a los cuidados de Carmen Elgazu, continuaba yendo a la Barca, al Museo y al taller Bernat.

En el Museo tenía mucho trabajo, pues mosén Alberto estaba enfermo. Al sacerdote le dolía el estómago a menudo; en aquel mes de agosto se sintió mal y tuvo que guardar cama. Y era estando enfermo cuando el hombre demostraba lo que valía: en la cama no cesaba de trabajar. Escribía todo el santo día. Catecismos, artículos; estudiaba pergaminos. Y procuraba no molestar. A las sirvientas les había dado orden de no estar pendientes de él continuamente. Se ocupaba en preparar unas ilustraciones, para enseñar la Historia Sagrada por medio de proyecciones. Con una máquina, que compraría por suscripción, pasaría semanalmente por todos los Colegios y catequesis de la ciudad. «Es preciso modernizar los métodos», decía.

A César le causó gran impresión ver a mosén Alberto en la cama, enfundado en un camisón blanco que le abombaba el pecho. Sacerdote y sotana eran dos ideas inseparables en la mente del seminarista. El aspecto de mosén Alberto en camisón tenía algo femenino, en la redondez de los hombros y en la línea del cuello. Las azules venas del cuello se le marcaban. Por fortuna le salían masas de vello por el escote.

Mosén Alberto le decía a César que era preciso estar alerta, que se acercaban grandes acontecimientos. «En cuanto todo el mundo haya regresado de veraneo…» Lo que más le dolía era no poder celebrar misa. «No sabes lo que significa para un sacerdote no poder celebrar misa.» Podía afeitarse, pero no podía celebrar misa. Estaba en la cama. Iban a verle el notario Noguer, que ya había regresado, otros sacerdotes y gente de su pueblo, de Torroellas. Los sábados siempre iban a verle algunos «payeses» llevándole recados de su madre. César conoció allí un vicario joven, mosén Francisco, el sustituto en la parroquia de San Félix del que se fue a Fontilles a cuidar leprosos. Mosén Francisco se parecía a su antecesor. Enorme y ancho sombrero, que parecía sostenérsele sobre las aletas de las orejas, bajo y cuadrado, grandes zancadas, de una gran vitalidad. Era un apasionado. Ponía el alma en cada palabra. A César le conocía de haberle visto por la calle de la Barca. «Magnífico -le dijo-. Ya sé que haces muy buena labor.» Cuando salía del cuarto, su sotana parecía ondear: tanto deseaba estar en varios sitios a la vez.

A César quien le preocupaba era Ignacio. En cuanto éste regresó de San Feliu, le notó cuál era su estado de ánimo. «¿Dios mío, y los rezos, y los ejemplos, y el ángel blanco esperando sobre el tejado del Collell?»

César le veía estirado en la cama con los pies separados, y luego tomarse de un sorbo la leche; más tarde ejecutar en forma distraída y por rutina esas mil acciones diarias dentro del hogar, que él juzgaba entrañables: acercar la silla a la mesa, pasar al lado de la madre, abrir la ventana, arrancar la hoja del calendario. «¿En qué pensaba Ignacio, qué cosa había más importante que lo inmediato, que el contacto con las personas con que uno convive, con los objetos?»

César era discreto, procuraba pasar inadvertido. No hablarle ni de la Carta Católica de Santiago el Menor ni siquiera de lo que andaba leyendo: páginas escogidas de Santa Teresa de Ávila, de San Juan de la Cruz, de Fray Luis de Granada. Ignacio le había cortado el pasó el primer día. Le dijo que hacía falta un estado de ánimo muy particular para leer los místicos españoles. «Vete quince días a San Feliu o una tarde a la Piscina, comprenderás lo que quiero decir.»

César había hablado de Ignacio con mosén Francisco, el nuevo vicario de San Félix; porque con mosén Alberto no podía contar… Y mosén Francisco le había dicho: «Chico, los veranos son terribles. En el verano yo no sé cómo contener las imaginaciones. Cuando tengas un confesionario a tu cargo, te darás cuenta». «¡Dios mío! -pensaba César-, ¿por qué no nevará, por qué no llegará una ola de frío de los Pirineos o de los Alpes?»

El seminarista comulgaba todos los días en favor de su hermano. «Señor, borrad del pensamiento de Ignacio todo lo que no os sea agradable, devolvedle aquella alegría de Navidad, de fin de Año… Pensad que ya es bachiller, que tendrá una gran responsabilidad…»

Mosén Francisco le dijo un día: «A mí me parece, César, que eres demasiado serio. Que te falta alegría para que tu apostolado sea eficaz…»

¡Válgame Dios, alegría…! Era cierto… El método le dio resultado en todas partes, incluso en el taller Bernat, excepto por lo que se refería al decorador Murillo. Era un muchacho serio, el bigote de foca, que siempre despedía hiel. Se veía que odiaba su oficio, que despreciaba las imágenes que pintaba. Fue quien le gritó un día a César: «¡A ver, tráeme esa Putísima!» Aunque Bernat dijo luego que aquel juego de letras no era de Murillo, sino de Casal, el tipógrafo de El Demócrata , que un día lo había impreso en las Hojas Dominicales de la parroquia.

Ocurría eso, que había gente que oponía resistencia. Murillo, los peones ferroviarios, Ignacio.

– Anda, no seas tonto. No soy tan malo como te figuras -le decía a veces Ignacio. Pero en otras ocasiones no conseguía dominarse y soltaba un ex abrupto.

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