José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Julio conocía la psicología de la ciudad. Y sabía que una noticia dada en el Neutral pasaba inmediatamente a oficinas, talleres, fábricas. En aquel comienzo de septiembre todo tomaba grandes proporciones. El recuerdo del verano, la posibilidad entrevista por los obreros de mejorar su suerte y de vivir una vida libre les hacía más insoportables las naves de las fábricas. En la fábrica Soler, inmensa, los capataces de cada sección sentían rebotar en sus rostros las miradas agresivas, especialmente de las mujeres. En las oficinas los codos se pegaban a las mesas con mala voluntad. ¡Cataluña, Cataluña! Cataluña rigiéndose por sí sola cambiaría aquel estado de cosas.
Era un septiembre prematuramente frío. Cada persona ocupaba su lugar. Los afiladores reaparecieron por las calles: «¡Cuchillos, tijeraaaas…!» A uno de ellos, amigo del patrón del Cocodrilo, que tenía fama de haber recorrido media Europa, éste le preguntó: «¿Cómo te las arreglaste para llegar hasta Rusia?», y él contestó: «Siguiendo la rueda…» Los remendones de paraguas, gitanos en su mayor parte, subían por los pisos pregonando: «Arreglo paraguas, arreglo». Y la gente, sin exceptuar Carmen Elgazu, les daba trabajo, pues corría la voz que aquel invierno sería particularmente lluvioso. En el cementerio, las flores de los muertos con uniforme de la guerra de África se marchitaron con el viento, como era su deber: Mosén Alberto pudo liberarse de la cama y subió a leerles otra extraordinaria carta del vicario de Fontilles. El hijo adoptivo del cajero, Paco, entró por primera vez, carpeta bajo el brazo, en la escuela de Bellas Artes, con un traje azul marino que dejó boquiabiertos a los niños del Hospicio, sus antiguos compañeros. Ernesto, el vejete que recogía excrementos en las procesiones, fue hallado inerte en plena calle, y fue llevado primero al Hospital y más tarde al Manicomio, pues al recobrar el conocimiento se puso a cantar interminables motetes de Viernes Santo, sin que nadie pudiera contenerle. Los limpiabotas invadieron de nuevo el Cataluña y los cafés.
Las piedras del barrio antiguo permanecían inmóviles. La Catedral, las capillas del Calvario, los olivares de propietario desconocido. A mediodía se oían las campanas, al anochecer los cerrojos de las iglesias. En la Dehesa apuntaba el amarillo en las hojas, el Oñar recibía rejuvenecidos caudales que animaban la ciudad. De vez en cuando, la tramontana. De vez en cuando, el sol. Los viejos salían a tomarlo en los lugares de siempre: en la Gran Vía, en el Puente de Piedra, en la vía del tren. El número de bicicletas había aumentado, los guardias urbanos sudaban la gota gorda. Los escaparates se iluminaban. Pasaban, uno tras otro, los tres hombres-anuncio que César, con la ayuda de Julio, consiguió colocar… Los soldados se iban a ver a la Andaluza; la esposa y la hija del comandante Martínez de Soria habían asombrado a todas las mujeres de la ciudad, especialmente a las del taller de costura de Pilar, al ponerse un elegantísimo sombrero para ir a misa.
CAPÍTULO XXVI
Los periódicos catalanes se lanzaron a la ofensiva. La Generalidad, en términos solemnes, se dirigió al Gobierno de Madrid exigiendo el reconocimiento inmediato de una serie de privilegios sociales, de orden público, administrativos, que se había abrogado. Y por supuesto, la aceptación de la Ley de Contratos de Cultivo.
La respuesta fue negativa. Y por su parte el Gobierno denunció, por medio de El Debate , que unos misteriosos portugueses habían llegado a Madrid y vendido un arsenal de armas a los socialistas. Armas de procedencia danesa, que en un principio iban destinadas a dar un golpe de Estado en Portugal, golpe que había sido planeado con pleno conocimiento de Azaña, pero que había fracasado antes de empezar. Ahora las armas iban aumentando los depósitos de las Casas del Pueblo y muchas partían vía Asturias.
Ignacio se enteraba de todo aquello en el Banco y por los periódicos, como todo el mundo, pero especialmente por una nueva amistad que había contraído: una muchacha de dieciocho años, a la que llamaban Canela, la discípula predilecta de la Andaluza, la gran adquisición de la patrona cara al invierno…
La muchacha, que recibía en su habitación a gente de todos los estamentos sociales de la ciudad, estaba al corriente de todo; pero le decía a Ignacio: «A nosotros, ¡plin! ¿No te parece? Tanto valen los unos como los otros». Y siguiendo su tradicional costumbre, le hacía cosquillas en los costados. Ignacio entonces pegaba un brinco. «¡Canela, no seas loca!» Pero Canela, muerta de risa, continuaba persiguiéndole, desnuda, por la habitación.
Un día, al salir de casa de la Andaluza, Ignacio se encontró con César a boca de jarro, al doblar la esquina de la Barca. El seminarista disimuló. Le dijo:
– ¡Hola! ¡Qué casualidad! ¿Vas hacia casa?
Ignacio, molesto por el encuentro, contestó que sí. Y emprendieron el regreso juntos, sin hablarse. Llegaban del mismo barrio; y, sin embargo…
– Ha refresco.
– Sí.
En el trayecto vieron gran cantidad de forasteros, hombres de edad, bien vestidos, que descendían de unos autobuses y se dirigían a la estación. Eran propietarios, los afiliados al Instituto de San Isidro, que se concentraban para asistir a la Asamblea de Madrid. Don Jorge y don Santiago Estrada presidían la comitiva. El Responsable y el Cojo habían salido un par de días antes…
Más allá, en la Rambla, que estaba abarrotada, se tocaba la Santa Espina. Banderas con las cuatro barras de sangre. Los militares tomaban vermut, «La Voz de Alerta» estaba con ellos, limpiándose los lentes de oro.
Los dos muchachos subieron a casa y Matías Alvear les comunicó, en tono molesto: «En Telégrafos ya vuelven a las andadas. Un mequetrefe que ingresó el mes pasado me ha dicho sin rodeos que le gustaría que me trasladaran por ahí, a Cuenca o Cáceres». Carmen Elgazu abrió El Diario Vasco que Matías acababa de traerle de Correos. Y mientras leía lo que ocurría en el Norte dijo: «Si el traslado ha de llegar, pide Bilbao».
Los periódicos hablaban sin cesar del fascismo, «de los crímenes que cometían los "fascistas" a las órdenes de José Antonio Primo de Rivera, hijo del Dictador». Se decía que en el mismo Barcelona funcionaban unas escuadras de Falange, «que llevaban camisa azul y unas flechas bordadas en el pecho».
La agitación aumentaba y, entretanto, en el Banco Arús, el subdirector se frotaba las manos. Cuanto más hicieran, mayor sería el triunfo de la CEDA. ¿Quién organizaba la ofensiva? Los masones. Ignacio le decía: «A mí me parece que todo eso es popular, es espontáneo». El subdirector, sin mirarle, movía repetidas veces la cabeza.
Ignacio había terminado por tomar en serio al subdirector. Era un monomaníaco de la masonería, pero tal vez ser monomaníaco fuera el único sistema de enterarse en serio de algo. A Ignacio le parecía que espigar aquí y allá, como se hacía en el Bachillerato, no conducía a nada.
La teoría de que la campaña, por múltiple que pareciera tenía una cabeza directora, acaso no fuera del todo inverosímil, reflexionándolo bien. En realidad, repasando la prensa y oyendo las radios se llegaba a la conclusión de que los puntos básicos del malestar eran los mismos en todos los sectores de la opinión, y que muy bien podían haber sido redactados en un despacho, por una sola mano. ¡Era tan fácil conseguir adeptos! Con decirle al de Impagados: «Los propietarios van a Madrid para impedir que en el Banco te aumenten el sueldo», tenía uno la seguridad de contar con una voz más en el coro.
La insistencia del subdirector en que esa sola mano eran los masones, había conseguido preocupar a Ignacio. Éste no olvidaba que por fin fue el subdirector quien tuvo razón al afirmar que Julio protegería al Responsable. ¿No era inaudito que la destrucción de un periódico, en un país de prensa libre, no trajera consecuencias? ¿No era cierto que la elasticidad de Julio desbordaba los moldes de cualquier Partido, que sus fines parecían más ambiciosos que los de Estat Català o Izquierda Republicana?
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