José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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»Por lo demás, ya la Revolución americana había sido obra masónica. Washington y Franklin fueron también Grandes Maestros. Y la inglesa… Todas las revoluciones las preparaban ellos, para imponer su concepción del mundo basada en la Inteligencia sobre la Moral, en la Ciencia y en la Felicidad gracias al Progreso. Donde estallara una revolución, grande o pequeña, allí estaban los masones. ¡La hoja de la guillotina tenía forma de triángulo! Ellos prepararon la caída del Imperio ruso; el culto a Caín había sido muy popular en las Logias. España era para ellos una espina clavada, por la expulsión de los judíos, por la creencia en la Virginidad de María, ¡por tantas cosas! Sobre todo por haber rechazado la Reforma. Ahora veían la ocasión, pues la República obedecía sus órdenes. Y preparaban el levantamiento en Cataluña y la revolución en el resto del país.»

»De acuerdo, de acuerdo, debía de haber masones idealistas, de buena fe. Pero la mayor parte operaban por ansia de poder temporal, por resentimiento contra el Dios Todopoderoso, por odio contra el triunfo de la Iglesia. No podían soportar aquello de Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré, etc … De ahí que su obra llevara una especie de estigma diabólico. Cada paso que daban era una desgracia para la humanidad, a veces sin que ellos lo advirtieran.»

»Por ejemplo, no hacían más que allanar el terreno al comunismo. En fin, conducirían el mundo al desastre, utilizando desde el cine y la prensa, hasta la asfixia de pequeños Bancos como el Arús. El elemento judío influía en ello, pues no perseguía sino el provecho económico, a costa de lo que fuera. No, nada de teorías. Sentencias contra Reyes habían sido decretadas en las Logias, como la de Luis XVI. Caídas de regímenes se habían decretado en las Logias, como la de la Monarquía española. ¿Quería más datos? En la Logia de Gerona se había decretado la destitución del alcalde y en el Hotel Oriente de Barcelona la implantación del separatismo en Cataluña.»

Y para demostrar que no tenían prisa, en Gerona habían elegido como mascota la tortuga… Julio era el personaje clave. Ese doctor Relken del que siempre hablaba era un agitador profesional, con lentes de sabio. Le conoció en París, ya estaba en Barcelona, algún día se lo traería a Gerona. Mimaría mucho a Casal y no cejaría hasta que éste se hiciera cargo del partido socialista y de la UGT… ¿Quién si no Julio había mandado a Madrid al Responsable y al Cojo? Podía cobrarse el haber enterrado su expediente por lo de la imprenta, ¿no era eso? Y el día que se diera cuenta de quién era Cosme Vila… le invitaría a su casa a oír unos discos. Pero con Cosme Vila perdería el tiempo. Los comunistas estaban por encima de los masones, los utilizaban como monigotes. En fin, pedía perdón por tanto detalle erudito, pero… valía la pena. Si algún día quería hacer abortar a una chica, ya sabía: el doctor Rosselló. Si quería construir un rascacielos en Gerona, donde diez mil conciudadanos vivieran como hormigas, ya sabía: los arquitectos Ribas y Massana. Si escribía un sainete pornográfico, ahí estaba el coronel Muñoz: lo representaría en el Albéniz. ¿Quería un nuevo dato…? -El subdirector bajó la voz-. El director, su director, el director del Banco Arús, que estaba en el despacho de al lado… era masón. ¡Faltaba un experto en materia financiera, ¿no era cierto? ¡Y un tesorero…!»

Ignacio se quedó preocupado. Todo aquello tenía visos de realidad. La voz del subdirector, sus ojos de buena persona, no mentían. ¡Veinte años de especialización! Hay que ver las cosas que aquel hombre calvo sabía sobre Masonería. Lo que debía de saber aún. El subdirector acababa de obtener un gran triunfo sobre Ignacio.

Mientras tanto, afuera, en el ambiente ciudadano, el triunfo correspondía, de momento, al Responsable y el Cojo. La Asamblea de propietarios en la capital de España se había celebrado. La CNT de Madrid se había lanzado a la calle en señal de protesta. Hubo muertos, heridos; nadie conocido. Pero el Responsable y el Cojo regresaron triunfalmente contando que un tipo gordo, de Lérida, que en plena Puerta del Sol había encendido un puro con un billete de veinticinco pesetas… ya no encendería ninguno más. ¡Hurra! Blasco, el Grandullón, los dos yogas les dieron la mano. Y todos juntos fueron a la Piscina, donde ya no había nadie, de la que el mal tiempo había barrido los cuerpos desnudos. ¡Gran triunfo! Ellos eran vegetarianos, fuertes, soportaban el frío.

Don Jorge y don Santiago Estrada habían regresado. «Han matado a un propietario de Lérida, un gran conocedor de la Agricultura. Y otros… Esto es una calamidad. Madrid está en manos del populacho. Largo Caballero sigue las órdenes del Komintern. Verdaderamente, se puede esperar cualquier cosa.» Mientras tanto David y Olga habían abierto, en el salón anexo a la Biblioteca Municipal, la exposición de trabajos manuales que los alumnos habían ejecutado en San Feliu. Las muñecas y los paisajes de corcho eran una nota de paz en el ambiente.

La violencia con que don Jorge, don Santiago Estrada y los demás propietarios fueron recibidos, sobrepasaba todos los cálculos. El «caiga quien caiga» de Julio se estaba convirtiendo en realidad. Se celebró una reunión de todos los dirigentes izquierdistas y se mandó un mensaje a la Generalidad, pidiendo permiso para destituir a los asistentes a la Asamblea de Madrid, de todos los cargos públicos que ocuparan en la provincia. El diputado de Izquierda Republicana, Joaquín Santaló, cuñado del cajero, recorrió los pueblos para demostrar a los campesinos que no estaban solos, y exhortándoles a organizar en Gerona, sin pérdida de tiempo, una concentración que fuera la contrarréplica a la de Madrid. «Todos vosotros, campesinos de Gerona, tenéis que acudir a la ciudad, con vuestras manos callosas y vuestras alpargatas, a demostrar vuestra voluntad de defenderos y de defender vuestras familias.»

La agitación entre los campesinos y la actividad que éstos demostraban tuvieron una repercusión inmediata sobre la atmósfera reinante en las fábricas. En la fábrica Soler, en la de Industrias Químicas, en la fundición de los Costa, en los talleres los obreros decían: «Los campesinos nos dan el ejemplo. Tenemos que hacer algo. Huelga, lo que sea». Y pedían que El Demócrata publicara la lista de los industriales que pagaban salarios de miseria.

Hacia el atardecer, la Rambla era un hormiguero. Ya no eran las pacíficas parejas que Ignacio viera al salir del Seminario. Todo el mundo se concentraba allí, comentando los acontecimientos. La Torre de Babel destacaba siempre un palmo más que los demás. En el bar Cataluña los limpiabotas ponían en marcha la radio y el dueño había instalado un altavoz. Desde la Generalidad se enumeraban los atentados contra Cataluña. Y cuando el clima subía como una ola, y se veía al Cojo pasar corriendo, o a los arquitectos Ribas y Massana entrar y asomarse al balcón de Estat Català, entonces, de repente, el cielo se cubría de octavillas. Los tejados y las azoteas lanzaban centenares de octavillas que iban cayendo lentamente. Anónimas, sin firma, en colores rojo y amarillo, las cuatro barras de sangre. Algunas de estas octavillas se posaban en el balcón de los Alvear y Matías las leía. Reconocía en el estilo la mano de Julio. Ignacio negaba, decía que no. Canela le había asegurado a Ignacio que Julio siempre nadaba y guardaba la ropa, que actuaría sin dejar pruebas de ello.

Los atletas en el Ter hinchaban los pulmones, los timbres de las bicicletas sonaban, César recibió una nota del Collell, de su profesor de latín, anunciándole que no se moviera de Gerona hasta nuevo aviso, doña Amparo Campo estaba indignada porque, con todo aquello «La Voz de Alerta» tenía coche y Julio no.

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