José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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César sentía una pena profunda. Condenas a muerte… Entre los detenidos se hallaban Murillo, del taller Bernat, varios cabezas de familia de la calle de la Barca…

El muchacho había asistido al oleaje de la multitud con una especie de estupor. Aquel contagio popular le dio pena porque entendió que era sincero. Aquellas gentes amaban a Cataluña y querían organizar a su modo su destino; ello les llevaba a odiar, sin darse cuenta, a España. ¿Cómo condenar un odio que el amor inspira? Claro, España habría recibido la herida. En realidad, lo delgado como un hilo era simplemente el corazón humano, cuando se lanzaba a la calle sin un fin sobrenatural. ¿Quién ganaría el pan, ahora, para aquellas familias de la calle de la Barca? ¿Quién pintaría las llagas de Cristo en el taller Bernat? A grandes zancadas se dirigió a la Catedral y entró en ella entre bayonetas.

Pilar también había sido testigo de los acontecimientos, con estupor. Aquello no le gustaba. ¿Por qué la gente siempre quería más, más…? Fue a misa del brazo de su madre, pero nada tenía color de domingo en la ciudad. Y sin embargo, a la salida, bajo el sol, recordó los tambores, las antorchas y se dijo que en el fondo los oficiales que ocupaban las calles eran unos valientes… Allí estaban impecables, serenos, afeitados… «¡Derecha, mar!» Con una estrella, o dos, o tres.

Fue una mañana violenta, la tarde se extendió interminable. «Tenemos hambre, queremos tabaco.» A última hora apareció una edición especial de El Tradicionalista . La mordacidad de «La Voz de Alerta» chorreaba en cada línea, contenida aquí y allá por don Pedro Oriol. Varios ejemplares fueron llevados a la cárcel.

El periódico traía algunos detalles. La Generalidad se había rendido oficialmente a las seis y cinco minutos de la mañana. En toda Cataluña la cosa no había durado ni siquiera veinticuatro horas. En opinión de Matías, que no se apartaba de la radio galena, el infantilismo de los amotinados había sido, en Barcelona, algo indescriptible. Todo fue llevado con los pies y destinado al fracaso antes de empezar. Ocupación de edificios sin asegurarse la adhesión de las piezas maestras del orden público. Pero, sobre todo, sin ponerse previamente de acuerdo ni siquiera sobre los móviles de la Revolución. Porque, la independencia de Cataluña fue el móvil de la Generalidad, en tanto que las organizaciones obreras, realmente perseguían algo más: la revolución proletaria y social. Las discrepancias entorpecieron los movimientos desde el primer instante. Y la CNT, como siempre, a última hora viró en redondo -en Gerona el Responsable había desaparecido- y se había opuesto a la huelga general. Y la actuación del mismísimo Comisario de Defensa de Barcelona había sido confusa, como si estuviera de acuerdo con el propio general Batet. ¿Qué diablos ocurría con los demócratas que no se ponían de acuerdo ni siquiera cuando se jugaban la cara?

En cambio, en Asturias la cosa revestía otros caracteres, cuya gravedad no se podía negar. Veinte mil mineros se habían adueñado de la región, conducidos más inteligentemente, al parecer, que los separatistas catalanes. Si bien su suerte estaba echada: el Gobierno había mandado varias columnas desde Madrid, suficientemente equipadas para «acabar con ellos» pronto. El resto de España tranquilo, excepto leves incidentes en Madrid.

«¡Veinte mil hombres y acabar con ellos!» César no pudo dormir pensando en lo que aquello significaba.

Extraño atardecer de domingo de otoño, con una fantástica puesta de sol presidida por los Pirineos. En los cuarteles, la capilla ardiente ante el cadáver del Comandante de Estado Mayor.

«¡Que nadie salga de casa!» Matías sentía una tristeza tan grande como la que sentía César. Y temía por sus hermanos de Burgos y Madrid. Su empleo quedaba asegurado, pero ¡a qué precio! El director de la Tabacalera pasó la velada con ellos. Primero lamentó lo de Cataluña porque entendía que el pueblo catalán tenía grandes virtudes. «Lástima que no se sientan nuestros hermanos.» Luego, algo oiría por la radio galena, pues la soltó y, cosa inesperada en él, lanzó una terrible diatriba contra las Casas del Pueblo y, sobre todo, contra los sistemas revolucionarios que empleaban los mineros de Asturias. «Son auténticos salvajes», sentenció. Ignacio intervino con decisión: «¡Qué fácil es condenar! Cuando un minero sale del fondo de la tierra gritando, es que tiene razón; la tierra no engaña».

Carmen Elgazu miró a su hijo con la intensidad que le era característica cuando alguien de los suyos desenfocaba alguna verdad que ella juzgaba fundamental.

– No seas descarado, hijo. Don Emilio tiene mucha razón hablando de los mineros como habla. En Bilbao los llaman «dinamiteros», por algo será. ¿Qué sabes lo que han hecho? Yo lo que puedo decirte es que los sé capaces de todo. ¡Sobre todo de matar curas! Esto que no falte. ¡Que te crees tú que la tierra no engaña! La tierra engaña muchas veces, lo que no engaña es la Ley de Dios. Escucha la radio. ¡Cuántas desgracias! A las madres ya nadie les devuelve los hijos. Lo que les haría falta a los mineros sería que mucha gente rezara por ellos y no esos gobiernos que les prometen lo que no les pueden dar. ¡No es fácil condenar, ya lo sabemos! Pero si todo el mundo escuchara a la Iglesia, no habría revoluciones. Ahora, ya lo ves. Las cárceles llenas, muchas lágrimas, terreno abonado para el pecado. A veces me da miedo oírte, Ignacio. Algo hay en tu voz que no marcha como es debido.

Las órdenes que habían para la jornada del lunes eran tajantes: todo el mundo al trabajo, comercios abiertos, todo normal. Ignacio salió de su casa y se dirigió al Banco algo inquieto, pensando en el estado de ánimo en que hallaría a los empleados. Desde que llegó de vacaciones no habían hecho más que hablar de que pronto todo cambiaría, de que por fin los catalanes serían catalanes, de que tirarían el lastre al Oñar, etc… En lo sucesivo, él, por culpa de su acento madrileño y porque de sobra conocían sus ideas, sería el blanco del odio y del resentimiento. Ignoraba si alguno de ellos se encontraba en la cárcel. Tal vez Cosme Vila… También pensó: «¡Menuda papeleta se le presenta al subdirector!»

Las calles estaban silenciosas. Todo el mundo esperaba noticias del resto de España. Nada más empujar la puerta del Banco comprendió que su suposición era fundada. El silencio era impresionante. Se oía el rasgueo de las plumillas, la escoba del botones barriendo, el choque de los duros que el pagador iba amontonando, colilla en los labios.

Ignacio tomó asiento sin decir nada, y echó una ojeada. Allá estaban todos. No faltaba uno solo, ni siquiera Cosme Vila… Ninguno de ellos se había jugado el pellejo. Todos formaban parte de esa masa amorfa que sólo es capaz de matar a los muertos. Todos se habrían encerrado en su casa cuando la ciudad quedó a oscuras y se oyeron los tambores.

El subdirector estaba serio; disimulaba su satisfacción. En el fondo, debía de considerar que había sido demasiado fácil. Sin embargo, el local de la CEDA estaba destruido, sus carpetas fueron a parar al río. Pero tiempo habría de recuperarlo todo: en los partidos catalanistas no faltaban muebles.

Sin hablarse, todo el mundo estaba pendiente de una cosa: de la llegada del periódico de Barcelona. El botones salió con el encargo de comprar una Hoja del Lunes para cada uno; pero a los diez minutos regresó con un solo ejemplar. Al parecer, en la Rambla la llegada del periódico había originado un verdadero motín. Cientos de manos lo reclamaron. Los vendedores sólo satisfacían a aquellos que no regateaban el precio: el botones dio el dinero de todos para obtener un ejemplar.

Veinte cabezas rodearon el periódico. Las noticias eran precisas: las cárceles de Cataluña llenas, docenas de muertos. Los mineros de Asturias continuaban dueños de la región, unos héroes… Si en las demás regiones les hubieran secundado, en aquellos momentos el socialismo estaría implantado en toda España.

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