José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El subdirector llamó a Ignacio. Se había pasado la noche oyendo emisoras de onda corta. Le dijo que no se hiciera demasiadas ilusiones sobre el heroísmo de los mineros, que lo que hacían era cometer atrocidades sin cuento. Habían asaltado la fábrica de armas de Trubia y con el material requisado en ella arrasaban cuanto hallaban a su paso. En Oviedo, el edificio de la Universidad ardía por los cuatro costados, con su biblioteca de 300.000 volúmenes, y sacerdotes y monárquicos y mujeres aparecían por las cunetas con los miembros destrozados.

Ignacio se resistía a creer. ¿Quién podía saber lo que ocurría en Asturias? Las radios dirían lo que les viniera en gana. Los mineros eran gente que había oído la voz de la tierra. Naturalmente, defenderían su bandera contra todo aquel que se opusiera a su avance. Pero… en él fondo esto era la ley, y también en Barcelona los militares habían disparado sin piedad.

– Si crees que esto es la ley, entonces no hay más que hablar, chico.

La Torre de Babel iba diciendo:

– Otra vez los militares…

¡Asaltada la fábrica de armas de Trubia! Ignacio pensó en su tío, encargado en ella desde principios de año.

¡Extraña actitud la del director! No mostraba ninguna curiosidad. Continuaba papeleando como si tal cosa. Nadie sabía lo que pensaba. El cajero temía que a su hijo adoptivo le quitaran la beca de Bellas Artes, pues su cuñado Joaquín Santaló estaba detenido. Ignacio se equivocó en lo del odio. Nadie le miró de forma especial. La nota dominante era el descorazonamiento. La derrota los había abrumado a todos; hubiérase dicho que un auténtico cataclismo había destruido la vida de los quince empleados.

A la una en punto salieron; todo el mundo se dispersó. El anterior Ayuntamiento había sido repuesto con todos los honores. Soldados en cada esquina. Pilar podía continuar admirando apuestos oficiales.

César había ido al Museo; ninguna visita. Las sirvientas de mosén Alberto le habían preguntado: «¿Cree usted, César, que los fusilarán?» Carmen Elgazu contó que en la pescadería no pudo comprar nada; nadie había salido al mar.

Matías había trabajado infatigablemente en Telégrafos. Familias que se interesaban por el mutuo paradero, telegramas de pésame, órdenes recibidas de Madrid a Capitanía General de la Región. ¡Por fin había podido comunicar con Bilbao! En Bilbao todos bien: la abuela escribiría una larga carta; en San Sebastián, sin novedad. Sólo faltaban noticias de Trubia.

– ¿Y de Burgos? -preguntó Ignacio.

Matías bajó la cabeza.

– Tu tío está en la cárcel.

Ignacio, por primera vez, pensó en serio en la posibilidad de perder para siempre a David y Olga. Quedó con la cuchara en alto, sin poder comer. Se dijo que, si los condenaban a muerte, de seguro harían lo que sus padres: se suicidarían antes que se ejecutara la sentencia. La idea de los maestros desangrándose, abrazados, en una celda húmeda y oscura tras el Seminario, consiguió quebrar la suerte de frialdad con que asistía a todo aquello.

Inesperadamente llamó a la puerta, sofocadísima, doña Amparo. Los brazaletes le tintineaban en forma alocada. Se había presentado en el Gobierno Militar a protestar contra la detención de Julio y un alférez chulo la había echado escalera abajo. «¿Qué ha hecho Julio? Comisaría era su sitio. ¡Qué prueben a tocarle un pelo y va a salirles caro!»

CAPÍTULO XXVIII

En el interior de la cárcel el espectáculo era deprimente. La capacidad del edificio era de sesenta reclusos. Los doscientos hombres habían invadido celdas y pasillos, mezclándose con los delincuentes comunes, que los recibieron con vivas muestras de satisfacción. No había camastros para todos; la mayoría se hallaban tendidos por el suelo. Hasta el momento todos estaban incomunicados con el exterior; prohibido recibir una sola línea o paquete. En el patio, en tres enormes cacerolas hervía un líquido negro dos veces al día.

Los hermanos Costa eran los amos de la situación. Conservaban su buen humor, e intentaban elevar la moral de unos y otros. A ratos lo conseguían. «¡Pobres hornos de cal, pobres canteras!» Ambos, vestidos de azul marino, esperaban con ansia el momento de poder afeitarse. En seguida habían organizado una lista de los más necesitados, de los que no podrían esperar ninguna ayuda ni comida de fuera y les dijeron: «No os preocupéis, corre de nuestra cuenta». Comentando la situación decían: «¡Qué le vamos a hacer, en Barcelona falló! Otra vez será». Confiaba en que su hermana, Laura, «por ser tan religiosa, podría salvar algo del naufragio».

Había detenidos de todas clases, de todos los oficios. Gente desconocida: el repartidor del café Debray, el herrero de un pueblo vecino… Varios tenores del orfeón local, un empleado de la Cruz Roja. Ningún anarquista. Comunista, sólo Murillo, con sus bigotes de foca y una gabardina sucia. De la calle de la Barca había cinco hombres, ninguno de los cuales era catalán. Cuando los hermanos Costa los interrogaron respondieron: «Cataluña nos dio pan, pues aquí estamos».

Sin saber por qué, con frecuencia todas las miradas se dirigían a Julio García. Todos parecían esperar que Julio sabría algo más que ellos, algo sobre la suerte que les esperaba. Julio conservaba una calma admirable, dando lentas vueltas por el patio. Hablaba poco, a veces se le hubiera tomado por mudo. Pasaba el tiempo mirándose el reloj, masticando su boquilla. Cuando alguien se dirigía a él, levantaba los hombros. «Ellos son los amos.»

Olga había sido destinada al otro lado del edificio, con otras mujeres recluidas por delitos comunes: tres gitanas y una prostituta que gritaba: «¡Quiero vino, quiero vino!», y que se tocaba el vientre como aquella loca del Manicomio. De modo que David había quedado como cercenado por la mitad. Y se había convertido en el único confidente de Julio. En cambio, los hermanos Costa le parecían algo fanfarrones.

David no podía mirar su reloj, porque se lo había prestado a Olga. No fumaba, en los muros no veía nada interesante. Su única distracción era tocarse los dientes. Los dientes y mirarse las venas de las muñecas. Las contemplaba sin cesar, abultadas, dando de pronto fantásticas sacudidas. Era el camino azul de la sangre; ¡qué misterio! Sangre también partida por la mitad, puesto que no sabía nada de Olga. Cada vez que una vena le saltaba, David temía que le hubiera ocurrido algo a su mujer.

Todo el mundo disimulaba por los pasillos, por los rincones. En dos días, las barbas habían crecido increíblemente. Los cuatro ejemplares de La Hoja del Lunes fueron devorados. ¡Los mineros estaban tan lejos! Traidor el Comisario de Defensa de la Generalidad… Honor a los muertos de Barcelona. ¡El caballo blanco! Aquélla era la obsesión. El caballo blanco del comandante les daba miedo. La muerte de un jefe bien valdría doscientas miserables vidas separatistas.

El diputado Joaquín Santaló, cuñado del cajero del Banco Arús, se llevaba las manos al cuello… porque quien había disparado había sido él. Por el ojo de la cerradura fue el visor. Comprendió que la línea era recta, recta al corazón del Comandante. Sustituyó el ojo por el cañón de la pistola. Julio le dijo: «¿Qué haces?» Él ya había apretado el gatillo. Inmediatamente oyeron los aullidos de los oficiales, los cascos del caballo blanco. Entre ciento noventa y nueve, ¿no habría uno solo que llevara en el pecho la palabra DELATOR? No sabía por qué, pero David le daba miedo…

Julio le dijo al maestro:

– Me pregunto qué estará haciendo mi mujer…

David contestó:

– Y yo me pregunto que estará haciendo la mía…

La mayor parte de los detenidos no se quitaban un nombre de la cabeza: «La Voz de Alerta». ¡Qué escalofrío pensar en él…! El empleado de la Cruz Roja dijo: «Si alguno se salva, será por don Pedro Oriol». Los reos comunes -ladrones de gallinas, de bicicletas-, comentaban entre sí: «¡Siempre los hay peores!» Y jugaban a las cartas. Uno de ellos era gitano y se ofrecía para decir la buenaventura. Eran los únicos que conocían la casa, cómo hacer funcionar el retrete, dónde se hallaba un poco de agua, cuando oscurecía completamente. Uno de los guardias preguntó: «¿Quién sabe tocar silencio y diana?» Nadie. Silencio. Cada uno pensaba: «Mi pecho será diana dentro de poco».

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