José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Carmen Elgazu se había llevado las manos a la cabeza horrorizada, y lo mismo Pilar. Ignacio quedó mudo. «¿Qué diablos hacía aquel yugoslavo entre mineros de Asturias? Y el fuego destrozando la Biblioteca de 300.000 volúmenes y hundiendo la nave de la Catedral. ¡Y el cementerio destruido!»

Su combate fue de pronto más terrible aún porque los acontecimientos se sucedían vertiginosamente, con aportaciones que volvían a inclinar la balanza sentimental. Estos acontecimientos eran precisos: los mineros acababan de capitular, diezmados por los moros y legionarios al mando del general López Ochoa. Y entonces comenzó a conocerse el reverso de la medalla.

Este reverso de la medalla llegó a oídos de Ignacio gracias a Matías, su padre, siempre ecuánime e intentando ver las cosas con equilibrio y perspectiva. También en el Banco se supieron detalles, por una carta que el Director recibió de un apoderado de un Banco de Gijón. Al parecer, la arenga hecha a las fuerzas marroquíes antes del asalto consistió en contarles la ferocidad de los defensores de Oviedo, y en darles libertad de acción y de botín…

¡Qué más podían desear! Entraron a sangre y fuego. Los legionarios fueron controlados en parte por la oficialidad; pero los regulares

Sólo Franco, con su prestigio, impidió que la acción de estas tropas igualara en ferocidad la de los mineros; pero fue lo suficiente para que Matías le dijera a Ignacio: «Hijo mío, ya ves qué extraño es todo esto, qué doloroso. De qué cosas es capaz el hombre».

¿Y el socialismo, doctrina de David y Olga, motivo de la capciosa pregunta de Mateo, doctrina motriz de la revolución…?

El Director de la Tabacalera, que desde la llegada de su hijo se había vuelto sorprendentemente locuaz y teorizante, creía saber que en Asturias los socialistas habían sido absorbidos inmediatamente por cabecillas anarquistas y comunistas, lo cual estimaba lógico, pues opinaba que en un país extremista como España el socialismo, en el mejor de los casos, no podía servir sino de trampolín.

Mosén Alberto rubricó la declaración del Director de la Tabacalera.

– ¡Qué se va a hacer! -dijo-. Los españoles somos así, unos místicos. En caso de enfermedad, preferimos un rato de conversación, amistosa a un invento mecánico que levante por sí la cabecera del lecho.

Aquélla pareció ser, también, la teoría de Mateo, quien tuvo una intervención que a Matías le pareció original. Dijo que, precisamente por las razones que exponía mosén Alberto, era un error creer que los mineros se habían levantado en armas para pedir dos pesetas más de jornal. Las causas eran más profundas; eran espirituales, aun cuando los propios mineros no se dieran cuenta. Por ello el Gobierno no había conseguido nada definitivo mandando los moros a Oviedo, y los que cantaban victoria, como El Debate , eran unos ingenuos. Era preciso estudiar los motivos humanos del descontento de los mineros y de España entera. Y remediar las causas originales si no se quería volver a empezar unos meses o unos años más tarde.

Ignacio le dijo a mosén Alberto:

– No comprendo cómo usted, con las teorías que tiene, deseaba que en Cataluña tuviera éxito la revolución. También aquí el catalanismo hubiera servido de trampolín.

El sacerdote negó con la cabeza.

– Cataluña es distinta -le contestó-. Aquí la gente es menos extremista, porque es más culta y tiene un nivel de vida más elevado.

– Sí, sí. Hábleme de la cultura de los rabassaires y de la de las mujeres con que mi madre se encuentra en la pescadería.

– No son tan brutos como crees. Es cuestión de lenguaje. Desgraciadamente, aquí se blasfema mucho. Pero lo que importa es la minoría. Aquí hay una considerable minoría, aunque no lo quieras admitir. En Cataluña hay gran cantidad de personas con sentido común y muchas familias sólidas. En Barcelona y en todas partes hay gentes aptas para gobernar y sostener las riendas.

– Pues no lo han demostrado. El Gobierno de la Generalidad fue el primero en excitar los ánimos, y en el momento de la verdad se deja absorber con la misma facilidad que los socialistas en Asturias. Además, me parece que aquí los revolucionarios han sido unos cobardes.

CAPÍTULO XXX

Más de veinte alumnos, de los treinta y cinco de la Escuela Laica, se habían ofrecido para llevar el cesto a David y Olga. Organizaron turnos, de modo que Carmen Elgazu entregaba cada día la comida a un chaval distinto, lo cual le permitió examinarlos uno por uno y sacar sus personales conclusiones, que resultaron netamente desfavorables para los métodos pedagógicos de los maestros. Especialmente le desagradó Santi, de quien sospechó que en camino de la cárcel aligeraba el peso del cesto.

El día 15 de octubre hubo acontecimientos importantes. Por un lado se anunció que las Ferias y Fiestas se celebrarían como siempre el 29 del mes, festividad de San Narciso, y que durarían una semana; por otra parte se constituyó oficialmente el Tribunal Militar de Represión, el cual empezaría a actuar inmediatamente.

¡Ferias y fiestas! La vida no se detenía. Ni siquiera las familias de los presos podrían pasarse las noches llorando. Era necesario trabajar, vivir.

Aquellas familias formaban una especie de cadena en contacto continuo. La esposa del arquitecto Ribas se pasaba el día visitando a la esposa del arquitecto Massana; doña Amparo Campo hacía mil gestiones a la vez, la esposa del cajero se preocupaba de su hermano, Joaquín Santaló. Eran las mujeres las que llevaban el peso de la ausencia. Las que carecían de reservas económicas tenían que espabilarse, lavando ropa, aceptando cualquier labor.

La hermana de los Costa, beata llena de escrúpulos, demostró una energía inesperada defendiendo los negocios de sus hermanos. Visitó a los directores de Banco, a los que presentó documentos que la acreditaban como poseedora de un tercio de las acciones. ¡Visitó incluso a «La Voz de Alerta», advirtiéndole que si El Tradicionalista continuaba desorbitando las cosas y atacando el honor de sus hermanos, sabría defenderse!

Pilar volvió al taller de costura. Las jefazas -hermanas Campistol- al término del Rosario añadían ahora un padrenuestro «para que la paz se restableciera en España». Las componentes del grupo sardanístico «La Tramontana» no sabían cuándo podrían actuar de nuevo.

En el Banco, Ignacio se dio cuenta una vez más de que los empleados, por lo menos durante las horas de trabajo, eran crueles. Se habían cansado de compadecer y lamentarse. Habían reanudado sus conversaciones habituales; sus pequeñas preocupaciones volvieron a absorberlos. El de Impagados refiriéndose a los comerciantes detenidos decía: «Esta vez sí que se han caído».

En el Cataluña sucedía lo propio. La pasión del juego había sepultado el resto. El julepe dominaba en las mesas. Ningún futbolista entre los presos; todo marchaba viento en popa… Los limpiabotas, anarquistas, no habían tomado parte en la revolución, y ahora adoptaban aire de ladinos y sagaces. Los taxistas habían olvidado por completo a su compañero muerto y el taxi de éste tuvo en seguida comprador.

Blasco era el único que parecía consciente. Se había trasladado al café de los militares, renqueando un poco, pues a veces tenía reuma. Su intención era enterarse de lo que pudiera mientras sacaba brillo a las polainas… Coincidiendo con los informes de las modistillas en el taller de Pilar, el oficial que consideraban «enemigo número uno» era un tal teniente Martín.

El frío había llegado, y tal vez fuera eso lo que diera a la ciudad un aspecto de tristeza. Las estufas atraían a la gente hacia los interiores. Las tertulias se prolongaban en los cafés, en las barberías. El barbero de Ignacio había perdido la mitad de la clientela. Raimundo estaba furioso porque, descartados los Costa, nadie se atrevía a correr los riesgos de una novillada por la Feria.

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