José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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En opinión de mosén Francisco, lo que más perjudicaba a mosén Alberto era haber empleado la palabra «resignación» y frases como «los que sufren son los elegidos» o «el hombre puede sacar gran provecho espiritual de los contratiempos».
La reacción de todos los reclusos había sido instantánea. «¡Elegidos, y sin poder ver a nuestras mujeres! ¡Pues ahora que nos fusilen, así podremos sacar más provecho todavía!» Todo aquello era una lástima, pues la cárcel hubiera necesitado ciertamente un viento benéfico llegado del exterior.
Las escenas penosas menudearon. Y su culminación llegó el domingo en que mosén Alberto juzgó oportuno celebrar la misa en el patio. Los detenidos fueron llevados al patio a media mañana. Eran unos trescientos, pues se habían incorporado los de los pueblos. Todos se alinearon, las mujeres a la derecha. Se improvisó un altar, dos guardias civiles hicieron de acólitos.
Después del Evangelio, mosén Alberto se quitó la casulla, y se volvió hacia los asistentes para hacerles una plática. Se había pasado la velada del sábado preparándola. Quería ser breve y conciso. Y empezó diciendo: «Cuando en el Huerto de los Olivos se acercaron a detener a Cristo…»
Se oyó un murmullo. Trescientos detenidos miraron a mosén Alberto. Éste continuó, sin darse cuenta de lo que ocurría. Los hermanos Costa apoyaron todo el peso de sus cuerpos sobre un solo pie. En el fondo del patio, en la última fila, Julio García se tocó un diente y sintió que también las venas de sus muñecas podían alterar su curso normal. Mosén Alberto habló de los sufrimientos de Cristo para redimir a la humanidad pecadora. Describió los interrogatorios a que fue sometido, su condena a muerte, su sed en la Cruz, su soledad. Dijo que aquel día, en el Calvario, empezó una nueva era, era que para los hombres tenía que ser jubilosa.
La atmósfera estaba muy cargada. Y se cargó más aún cuando, terminada la plática y reanudada la misa, los detenidos vieron que cinco de sus compañeros -los cinco del Orfeón Local- salían de la fila, se acercaban al altar y empezaban a cantar motetes religiosos. Mosén Alberto se lo había pedido, la afición pudo en ellos más que otras razones.
No existía consuelo para aquellos reclusos; excepto, tal vez, para David. David era, desde luego, un privilegiado: podía ver a Olga.
A Olga, de pie a la derecha del altar, inmóvil entre las otras cinco mujeres detenidas, mirando al maestro con amor infinito. Llevaba su jersey alto de siempre, pero se desprendía una gran tristeza de su pecho y de sus manos caídas.
¡Un pensamiento había aterrorizado al maestro!: el de que hubieran podido cortar al rape el pelo de su mujer. No había sido así. Allá estaba su cabellera, lisa, pegada a su cráneo tan amado.
El guardia civil acólito tocó el Sanctus; luego el corneta -el gitano de las gallinas- indicó a los asistentes que había llegado el momento de la Consagración.
Todos los reclusos hincaron la rodilla derecha, excepto los dos maestros y un tercero, Dimas, de Salí, para quien Ignacio había dado sangre. Los demás, al suelo, incluyendo a Julio. Julio con una piedrecita trazó triángulos en la arena. Joaquín Santaló pensó en el cañón aplicado al ojo de la cerradura.
Después de la misa, el corneta -el gitano- preguntó a mosén Alberto si al otro domingo podría pasar la bandeja.
CAPÍTULO XXXI
A pesar de la grave advertencia de Matías, Ignacio no había renunciado a ver a Canela. Eligió la hipocresía como norma de conducta, organizó su entrevista en un lugar menos vigilado que en casa de la Andaluza -la buhardilla de sus ex compañeros de bachillerato reunía todas las condiciones- y en su hogar procuraba que su mirada fuera clara y sobre todo no exteriorizaba su fatiga. Para ganarse a Carmen Elgazu, en la mesa se mostraba alegre. Pero Matías no dejaba de observarle, y no las tenía todas consigo.
Canela obsesionaba a Ignacio. La muchacha tenía algo inocente en el fondo de los ojos. No blasfemaba como muchas otras y bebía muy poco. Llevaba seis o siete medallas, cuando oía un vals mandaba callar a todo el mundo; y, sobre todo, su amor era alegre. Los calificativos que en la intimidad le daba a Ignacio ruborizaban al muchacho. La Torre de Babel le decía: «Esa chica es una alhaja. Es el tipo de mujer que, casada, vale más que las demás». Ignacio estaba desesperado porque no sabía cómo compaginar el horario. ¿Canela o el profesor de Derecho? Imposible faltar a clase. Sólo podría verla jueves y domingo, antes de cenar.
Una de las muchachas que trabajaban con Pilar en el taller de costura había descubierto casualmente el ir y venir de la buhardilla y había dicho a la chica: «¡Caramba, Pilar, tu hermanito no pierde el tiempo…!» Todas se rieron. Pilar quedó muy intrigada. Todo cuanto se refiriera a Ignacio le interesaba mucho más que lo que se refiriera a César. Estaba muy orgullosa de su hermano, y le gustaba que se hablara de él en el taller. Por ello siempre tenía a sus compañeras al corriente de las novedades.
– Ahora ha empezado abogado, con un amigo nuestro que se llama Mateo, que acaba de llegar de Madrid.
– ¡Claro, claro! Si ya te dijo ésa que no pierde el tiempo…
– Si vierais, su cuarto está lleno de asignaturas.
– ¿Y a qué horas estudia?
– De noche.
– ¿En la cama…?
– Sí. Y vaya preguntita…
Una de las muchachas inquirió, enhebrando la aguja:
– ¿Quién es ese Mateo?
Entonces fue Pilar la que jugó a intrigar a sus compañeras. Adoptó un aire de misterio y enarcó las cejas. Sus sonrosadas mejillas se colorearon más aún, y con sus húmedos labios mojaba la punta del hilo.
– Si os lo dijera, sabríais tanto como yo.
– ¿De Madrid? ¡Uf, no nos interesa!
– Bueno, ya me interesa a mí.
– Anda, dinos quién es.
– Decidme lo que pasa en esa buhardilla.
– ¡Bah, igual lo sabremos!
– Pero no este año…
– Será el otro.
– ¡Ja, ja!
En el taller se hablaba poco de la cárcel. Interesaban más la Feria, las sardanas, que pronto volverían a estar permitidas.
También se hablaba de las mujeres de los detenidos, y de otras que habían pasado al primer plano de la actualidad: por ejemplo, la esposa y la hija del comandante Martínez de Soria.
A la hija del comandante, Marta, le eran seguidos todos los pasos, porque ella y Pilar eran las dos muchachas no gerundenses, forasteras, que más competencia hacían a las bellezas de la ciudad.
Marta gustaba mucho a todas, aunque a veces la criticaban, «porque se las daba de original con su flequillo». Ahora se habían enterado de que en el baile que se celebraría en el Casino por las Ferias sería presentada en sociedad, con un modelo de traje de noche que ellas tenían en un figurín parisiense en el taller. Se lo estaban cortando otras modistas, las más acreditadas de Gerona.
– Claro, ¿cómo no? La política rinde mucho…
– Hay que aprovechar y casarla.
Pilar salió en su defensa.
– Hablad lo que queráis, pero se nota de dónde es.
– ¿Algo especial?
– De Valladolid.
– ¿Y qué pasa allí?
– Mirad la muestra.
– Mucho presumir…
– ¿Presumir…? La que monte a caballo como ella que levante un dedo.
– Levántalo tú.
– Yo no la critico.
Mateo tenía un año más que Ignacio. Idéntica estatura. De su persona destacaban la frente y la cabellera. Tenía una cabellera abundante, oscura, que le aureolaba la cabeza. Era la cabellera que hubiera deseado el subdirector. La frente despedía un halo de energía. Cuando se daba una seca palmada en ella, uno estaba seguro de que acudiría a su piel el pensamiento exacto. Era la frente que hubiera deseado Ignacio. Mateo tenía unos ojos lentos; mentón algo agresivo, parecido al de don Jorge. Vestía con cierta indolencia, pero limpio. Zapato negro, nunca brillante. Invariablemente usaba pañuelo azul. Aquel detalle chocaba. Cuando se pasaba por la frente el pañuelo azul, su cabellera se oscurecía. También usaba mechero de pedernal. El color amarillo de la mecha era la única nota clara de su figura. Gesticulaba con una precisión que a su padre, don Emilio Santos, le recordaba la de su difunta esposa.
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