José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– Aunque los grandes responsables del desconcierto son los judíos. Son la manzana de la discordia.

La esposa del profesor salió de la cocina para saludarlos, acompañándolos a la puerta. Debía de estar enferma, pues se movía con dificultad, pero su rostro era noble y dulce.

– Bien, hasta mañana. Primera lección. Confío en ustedes.

CAPÍTULO XXXII

Pilar, en efecto, estaba hecha una mujer, y una mujer espléndida. La sana nutrición y su naturaleza habían hecho de ella una muchacha precoz, exuberante. Casi tan alta como Ignacio, se parecía cada vez más a Carmen Elgazu. En verano se había cortado el pelo; ahora, para Ferias, había compuesto su cabellera a base de ondas o colinas -los ricitos le sentaban muy mal-. También estrenaría un abrigo de entretiempo hecho en el taller, y unos pendientes. Estos pendientes se los había comprado Matías Alvear a un árabe que pasó por Telégrafos cargado de tapices, alfombras y quincalla.

Ignacio continuaba acusándola de no interesarse por nada serio; ella contestaba que elegir un peinado o un abrigo no era ninguna tontería. Cierto que de su casa no le interesaban ni el calendario de corcho ni la ventana que daba al río, y a duras penas la imagen de San Ignacio; pero, en cambio, le interesaban su ropero, el balcón que daba a la Rambla… y un diario íntimo que había empezado:

Día 30 de octubre, ocho de la noche . Él ha venido, pero se ha encerrado en el cuarto de Ignacio, a estudiar. Si pudiera hacer un agujero en el tabique…

De la revolución, no le había impresionado sino el triunfo de los militares y el relato de la huida del caballo blanco; respecto a su significado, nada. Y referente a lo de Asturias, Ignacio había observado que aparte el ¡qué horror! con motivo de la carta del tío de Trubia, se limitó a preguntar naderías, como por ejemplo si era cierto que los moros podían tener tantas mujeres como quisieran.

Últimamente, parecía preocuparse algo más. En el taller de costura una de las chicas «se había puesto» con un alférez ayudante en la oficina del Tribunal Militar de Represión. Aquello había cambiado el rumbo de las conversaciones en el taller. Cada tarde la chica llevaba a sus compañeras las últimas novedades, pues el alférez era el encargado de preparar los expedientes de los detenidos comprendidos entre las letras A y G, expedientes que luego eran revisados por el comandante Martínez de Soria. Parecía imposible que el joven oficial no fuera más discreto. Contó incluso que «gente muy importante» se había interesado por Julio García. Cuando Ignacio le rogó a Pilar: «A ver, pregunta a esa chica por los maestros», Pilar contestó: «¿Los maestros…? ¡Uy, no sabría nada! No estando comprendidos entre las letras A y G, no sabría nada».

Matías opinaba que la noticia sobre Julio, aparte de otros detalles que se iban conociendo, bastaba para descartar definitivamente la idea de que las sentencias serían de muerte. Ya nadie dudaba de este hecho. «Cuando un Tribunal amontona papeles… Lo terrible es un fulminante Consejo sumarísimo.»

La opinión pública era que en Madrid se habían movilizado grandes influencias en favor de los detenidos, lo cual se atribuía a que entre éstos se contaban hombres de verdadera importancia, como, por ejemplo, el mismísimo Azaña, de quien se decía había sido encontrado en Barcelona escondido en una alcantarilla, y al cual se acusaba formalmente de haber acudido a Cataluña para preparar el levantamiento.

Otro síntoma que confirmaba la postura de clemencia adoptada por el Gobierno, se desprendía del trato que se daba a los reclusos. La severidad menguaba. En Barcelona, los presos habían sido trasladados a un barco, el Uruguay , y al parecer gozaban de bastantes comodidades. Tal vez en lugares como Gerona la cosa continuara siendo dura, sobre todo por la absoluta prohibición de recibir visitas.

En el plano de la ciudad, las medidas adoptadas habían sido draconianas. Cierre total de los partidos izquierdistas, desde Izquierda Republicana hasta Estat Català, e incautación de su mobiliario. Sólo funcionaban los sindicatos. El subdirector, en la CEDA, rehacía ahora su fichero masónico gracias a una «Underwood» propiedad del Partido Socialista. Prohibidos los estacionamientos, los grupos, declaración de tenencias de armas, etc… Al llegar las fiestas, los propietarios de las barracas decían: «Si se prohíben los grupos, ¿qué vamos a hacer?» Algunas atracciones, como las Grutas del Miedo, fueron permitidas; en cambio, se negó el permiso a las barracas de tiro. A una mujer que domaba serpientes y que daba gritos para llamar la atención del público, la gente empezó a llamarla «La Voz de Alerta», y aquello constituyó su fortuna.

Doña Amparo Campo había recibido una misteriosa nota que decía: «Esté tranquila». Entonces la mujer, en vez de callar, alardeó en todas partes. Ignacio dijo de ella que, en lugar de imitar la prudencia de la tortuga, imitaba el mal flamenco de algunos de los discos de la colección de Julio.

Las fiestas fueron pobrísimas en el aspecto popular. El cuerpo incorrupto de San Narciso, patrón de la ciudad, fue escasamente visitado. La provincia carecía de ánimos para acudir a Gerona, pues cada pueblo tenía por lo menos un detenido. Los coches eléctricos dispusieron de espacio para maniobrar. Sólo la mujer de las Grutas del Miedo hizo su agosto. Ni siquiera la orquesta del Ateneo Popular consiguió atraer la masa, a pesar de que los músicos se habían puesto un gorro de papel en la cabeza. La misma Andaluza dijo al patrón del Cocodrilo: «O no hay humor, o no hay hombres».

En las clases elevadas, la sopa era distinta. El baile del Casino, organizado por los militares, fue apoteósico. Desde los mejores tiempos de la Monarquía no se recordaba cosa igual. Las autoridades lo presidieron. Los farolillos venecianos representaban lunas sonrientes. El propio don Pedro Oriol asistió, muy digno en su vestido de smoking . «La Voz de Alerta» descorchaba champaña a troche y moche. ¡El director del Banco Arús apareció ocupando una mesa con su familia y bailando con las mujeres de los amigos de Liga Catalana! Dos hombres, sin embargo, destacaban por encima del resto: el comandante Martínez de Soria y su teniente ayudante, Martín.

El comandante se había puesto un clavel en la solapa, el teniente era un apuesto galán, atlético y engomado; entre las muchachas, Marta hizo, en efecto, su entrada en sociedad. Su vestido se parecía al que Ana María estrenó en San Feliu, en el Casino de los Señores…

Al día siguiente hubo un brusco cambio de decoración. El Tribunal Militar anunció que iban a empezar los interrogatorios. ¡Válgame Dios! Toda la ciudad se dispuso a vivir al minuto los acontecimientos.

Matías dijo en seguida: «Son unos arbitrarios». Más que por lo de Gerona, cuyos resultados definitivos tardarían en conocerse, lo decía por lo que se iba sabiendo de otros Tribunales de España. La tónica era evidente: quien tenía padrinos se salvaba; quien no los tenía, lo pasaba mal. En Barcelona anunciaron la conmutación de la pena de muerte de los cabecillas directores del movimiento como Pérez Farras, en tanto que en Asturias simples mineros, anónimos y desconocidos, aparecían en las listas de ejecutados.

En Gerona, el comandante Martínez de Soria dio una gran sorpresa a sus detractores. En seguida dejó entrever que era contrario a extremar el rigor. En el café de los militares dijo: «Es curioso lo que cuesta enfrentarse con un acusado». A la hora de la verdad influían más en él las palabras de don Pedro Oriol que las sugestiones de «La Voz de Alerta».

Sin embargo, tenía a la gente en un puño. Era quisquilloso, no acababa nunca. Los interrogatorios eran larguísimos y casi siempre humillaba a los del banquillo. Ordenó que los juicios se celebraran a puerta cerrada, lo cual produjo entre la masa una gran decepción. A Olga la mantuvo cuatro horas de pie, preguntándole, preguntándole… A David le dijo: «¿Está usted seguro de que hará de sus treinta alumnos ciudadanos de provecho?» Aquel tipo de pregunta era inadmisible. Los acusados, al llegar a la cárcel, se deshacían en comentarios: «Que deje en paz nuestra vida privada».

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