José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, no lo veía claro. Le parecía intuir que bajo la mirada de su hijo latía una gran verdad. Sin embargo, la palabra fascismo le venía a la mente. Y la noticia de lo ocurrido en Valladolid. Y tantas otras.
Mateo, al oírle, se puso serio. Y le juró por su honor que todo aquello eran calumnias, que ni un solo tiro había salido de pistolas falangistas que no fuera en legítima defensa, y que, estadística en mano, por cada víctima que ellos habían ocasionado, Falange había tenido diez. Y en cuanto a perseguir a los obreros… ¡Falange era una organización revolucionaria! Mucho más revolucionaria que cualquiera de los Sindicatos, los cuales se limitaban a prometer mejoras económicas. Falange pretendía, primero, convencer a los productores de que no eran proletarios sino de que eran hombres, personas. Segundo, explicarles que lo económico no lo es todo; que, satisfechas las necesidades, hay mil caminos espirituales por los que avanzar. Tercero, hacer que amaran su familia y su trabajo. Cuarto, darles alguna gran ilusión colectiva en la vida. Quinto, hacerles comprender lo que era la Patria, y luego… ¡en fin! Tiempo habría de delimitar todo aquello. Falange no venía a prometer, sino a exigir; no era un programa sino una doctrina y en sus filas no tenían cabida ni los pedantes ni los cobardes. «Individuo, familia, municipio, Patria, Dios.» He aquí los cinco puntos, o, como decía José Antonio, las cinco rosas. O, como figuraba en el emblema que iba a colocar bajo la fotografía del Jefe, las cinco flechas. Falange creía, por encima de todo, en el sacrificio, y era una mística, una concepción total de la vida.
Don Emilio Santos no lo veía claro. Reconocía que aquel lenguaje tenía algo de poético. Sobre todo porque Mateo, al hablar casi se había puesto firme y luego había sacado un pañuelo azul y su chisquero, y se había pasado la mano por la cabellera con la peculiar manera que tenía de hacer aquel ademán en los momentos importantes. Sin embargo, ¡era tan complejo todo aquello! Que unos hombres de veinte a treinta años hubieran elaborado una concepción total de la vida, a primera vista parecía imposible, so pena de milagro. Un español de edad -cincuenta y cinco años- ¡había oído tantos discursos! Claro que era la primera vez que oía hablar de rosas y de flechas, sobre todo concretando su número. No obstante, ¿qué diablos significaba no prometer sino exigir? Tampoco veía claro que ofreciendo sacrificios pudieran tener muchos adeptos.
– Hijo mío, no sé qué decirte. Todo esto me parece algo utópico. Tal vez los jóvenes tengáis razón. ¡Qué sé yo! Sin embargo, desearía advertirte una cosa: si un día descubro que todo esto es una chiquillada, cortaré en seco. No hay nada más triste que el heroísmo gratuito. No quiero que a ti y a tu hermano os peguen un balazo por una tontería, ni que os tomen el pelo. España… es un país muy difícil. Quiero decir que no sé si os bastará con cinco flechas… Y en cuanto a Gerona, no sé, no sé. Pronto verás lo que quiero decir.
Entonces Mateo contestó que no quería herirle, pero que también deseaba aclarar, desde el primer momento, que había entregado la vida entera a aquel asunto, que había prestado juramento, que no bastaría con que su padre juzgara aquello una chiquillada para que él compartiera tal opinión; y que si la escisión se producía, lo cual no era de prever, se vería en la necesidad de desobedecerle.
Don Emilio Santos le miró con fijeza un minuto largo y luego, con lentitud, se dirigió a la puerta, sintiendo sobre sí los estúpidos ojos del pájaro disecado que se erguía en el pedestal.
CAPÍTULO XXXIV
Cada vez que Laura, la hermana de los Costa, subía a las canteras a dar un vistazo, los obreros interrumpían un momento su trabajo y echaban un trago. Luego volvían a martillear.
Desde arriba, Laura contemplaba la ciudad a sus pies, con los campanarios presidiendo. El río la partía en dos. A su izquierda, en la falda de la montaña, el cementerio. La piedra de los panteones había salido de las canteras lo mismo que la piedra de los puentes, de los arcos, de las iglesias. Aquello le producía una emoción vivísima, desconocida. Antes que sus hermanos entraran en la cárcel, se limitaba a enterarse por un papel que recibía del Banco, de los beneficios que le correspondían. Ahora se daba cuenta de hasta qué punto el contacto directo humanizaba las relaciones.
Personalmente, había llegado a una conclusión: el trabajo de aquellos hombres era duro. Los barrenos mordían la montaña, a veces mordían la carne. Los inmensos bloques debían de ser transportados y luego los canteros les daban forma. Formas cuadradas, rectangulares, distintos tamaños. El incesante martilleo parecía una canción en la montaña. Era el ritmo del trabajo, del vivir. Pero a Laura acababa penetrándole en la cabeza.
Lo mismo le ocurría en los hornos de cal. Los hombres hundidos en pantanos de materia pegajosa, con inmensas palas en las manos, cargando sacos, respirando Dios sabe qué. Lo mismo ocurría en la fundición. Las gafas negras le daban miedo. Y las chispas. Hierros por todas partes, las calderas, el carbón, la temperatura insoportable. Todos negros de la cabeza a los pies.
En los hornos de cal, la piel blanca, negra en la fundición. Pagando, sus hermanos teñían a los hombres del color que les venía en gana. Al los canteros, el polvillo de la montaña los teñía ligeramente de amarillo, que se posaba sobre todo en sus viseras y en sus pestañas, sobre los ojos. Un cantero sentado tenía algo de oriental. Al levantarse, se escupían en las manos, y quitándose la gorra, la sacudían. Los obreros de la cal habían perdido la voz. Los de la fundición, al quitarse las gafas, miraban el mundo como si llegaran de otro, del fondo del mar, o del fondo del fuego.
Ante tal espectáculo, Laura decidió aumentarles a todos el jornal. El notario Noguer le aconsejaba que esperase; la muchacha dijo: «Inmediatamente». Esto ocasionó que algunos de los obreros se felicitaran, de que los Costa estuvieran en la cárcel. Otros dijeron: «¡Imaginaos lo que debían de ganar, que a la mujer le ha dado vergüenza!»
La muchacha se entusiasmaba de tal modo oyendo aquellas cosas, que en seguida habló de crear una guardería para los hijos de los obreros y obreras a su cargo… De ello a una clínica de maternidad había un paso…
Laura obraba de tal suerte de acuerdo con un plan perfectamente trazado, y no por ella misma, sino por un superior. Por alguien que estaba cansado de que en la ciudad se hicieran las cosas a medias: un vicario joven, de mandíbulas enérgicas… Sí, mosén Francisco, amigo de César y vicario de San Félix, enamorado de Gerona, hijo de ella, fundador de una escuela de aprendices, conocedor del latín y hombre de tres horas de rezo diarias, tenía ideas nuevas y audaces sobre el apostolado. Al advertir que los derechistas se pavoneaban por su triunfo del 6 de octubre y creyendo que sus hermanos los sacerdotes no hacían nada eficaz, había dicho a Laura: «Demuestre que se puede ser católico y generoso. Más aún: que siempre será más generoso un buen católico que un buen librepensador. Demuestre que puede usted hacer mil veces más que sus hermanos».
El resultado había sido magnífico, pues los obreros saludaban a Laura con devoción. Laura estaba muy contenta. Le parecía que su vida tenía un sentido, que todos los obreros eran hijos suyos. «La Voz de Alerta» decía: «Ahora será esa mujer la que organizará una revolución». Mosén Alberto estaba orgulloso de su obra.
En la cárcel, los Costa se enteraron de lo que ocurría. Sonrieron. Curiosa la reacción de su hermana. Siempre la habían considerado flacucha, sin gran temperamento. Y resultaba que a la primera ocasión daba la gran sorpresa. Los hermanos Costa confesaron que uno no tiene nunca bastante experiencia de la vida. Sin embargo, temían que exagerara. Los Costa eran partidarios de la justicia con los obreros, pero entendían que, según como, sería el cuento de nunca acabar.
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