José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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¡Sorprendente tipo el vicario! Sus gestiones acostumbraban a verse coronadas por el éxito; tales eran su empuje y su naturalidad. Resuelto el asunto de Laura, del que toda la ciudad hablaba, se sintió con ánimos para hacer otra sugestión más difícil aún. Por desgracia, esta vez su fracaso fue rotundo. No consiguió ningún resultado positivo. Al contrario, un sermón y una llamada al orden. Un rato de angustia y un grave problema de conciencia.
La cosa había ocurrido de una manera lógica. Mosén Francisco recibió la visita de un reo común, profesional de la quincena, que invariablemente, en cuanto salía en libertad, acudía a la sacristía del vicario a pedirle un duro. En aquella ocasión el sacerdote aprovechó para interrogarle sobre lo que ocurría en la cárcel. Invitó al hombre a un trago del vino que tenía para consagrar, se sentó a su lado y le preguntó: «¿Qué tal los presos? ¿Qué tal mosén Alberto?» El reo común contestó: «Mal. Les dice que si saben sufrir sacarán gran provecho». El vicario comprendió. Entonces le dijo a su amigo: «Ahora vete. Tengo algo que hacer». Le despidió, tomó su inmenso sombrero, salió de la parroquia y se lanzó cuesta abajo en dirección al Museo Diocesano. Subió al primer piso del venerable edificio y encontró a mosén Alberto absorto en su despacho.
Apenas si dio tiempo a los saludos de rigor. De pie frente a él, le planteó el problema a boca de jarro. Primero trazó un esquema de la responsabilidad de un sacerdote que tiene a su cuidado trescientos detenidos. Luego habló del estado de ánimo de los mismos, cuando las razones de su encierro son políticas. Inmediatamente añadió que mosén Alberto, al parecer, hablaba a los detenidos en términos aptos para ser comprendidos por gente de vida espiritual muy intensa, pero de ningún modo por hombres sin afeitar, ateos y que se creían inocentes.
En consecuencia, era preciso revisar de arriba abajo la táctica empleada, y desde luego abandonar la restauración de retablos. A su entender, lo que un sacerdote debía hacer era dejarse ver poco por la cárcel, lo menos posible, y, en cambio, actuar sin descanso en el exterior, para que a las familias de los detenidos no les faltara nada. Visitarlas una a una, de la mañana a la noche, y ofrecerles todo lo que uno poseyera e incluso, si hacía falta, lo que poseyeran los demás. Aquello les llegaría al alma mejor que todos los sermones. Cada mujer escribiría a su hombre detenido: «¿Sabes? No te preocupes por mí ni por tus hijos. Estamos bien gracias al cura, a mosén Alberto».
Por exceso de celo o por lo que fuera, había hablado con extrema agitación, tal vez con falta de respeto. Mosén Alberto se levantó y le dijo:
– La suficiencia es grave pecado, reverendo. Le ruego que de por terminada esta conversación.
Mosén Francisco quedó inmóvil, porque en el inesperado tratamiento de usted que le dio mosén Alberto, que le conocía desde pequeño, comprendió hasta qué punto le había herido. Sintió una pena honda y se dijo: «Acaso yo esté ofuscado». Tenía ganas de llorar y de arrodillarse a sus pies. Pero fue un momento. En seguida se le pasó.
Mosén Alberto estaba más yerto que la armadura. Recordaba a Ignacio, que también quiso darle lecciones; ahora el joven vicario. Probablemente, ni uno ni otro habrían conseguido fundar, en la cárcel, un orfeón.
Mosén Francisco, andando de espaldas, se dirigió a la puerta. Inclinó la cabeza y salió. Las dos sirvientas le acompañaron. «¿Quiere un poco de chocolate?» Al bajar la escalera, con el inmenso sombrero se ocultó la cabeza entera.
Entró en la primera iglesia que halló a su paso y rezó… Pidió para sí y para el mundo. La iglesia estaba vacía. Ni un cantero, ni un obrero de un horno de cal, de una fundición… Le cayeron las lágrimas. Un pensamiento le consoló: César estaría de acuerdo con él. Mosén Francisco estaba convencido de que César era un santo.
CAPÍTULO XXXV
Un hecho llamaba la atención de Ignacio y de Mateo: el profesor Civil no tenía radio, su mujer era muy callada, y a pesar de ello estaba al corriente de todos los acontecimientos del mundo y de Gerona… por pequeños que fueran. Por ejemplo, de la labor del Tribunal Militar de Represión no se le escapaba detalle. Sabía incluso que un alférez cuidaba de los expedientes entre las letras A y G, y otro de los comprendidos entre la H y la Z. Sabía también que el comandante Martínez de Soria había dicho a Julio: «A las cuarenta y ocho horas, la ley será cumplida».
Por aquellos días era forzoso comentar la labor de este Tribunal, pues al profesor le interesaba mucho la interpretación jurídica que los jueces darían a los hechos. El profesor Civil opinaba que, por lo común, y salvo excepciones como la de Napoleón, los militares eran pésimos jueces, que confundían al hombre, dual y complejo, con un ser automático.
Con respecto a los responsables de la revolución, el profesor Civil opinaba que, contrariamente a los rumores que circulaban, el castigo que se les impondría sería sin duda severo, por una razón: los revolucionarios se habían levantado contra un Gobierno legítimamente constituido, y ello era grave falta, perfectamente prevista por el Código.
– En este sentido son culpables -sentenció-. Los separatistas y los socialistas debían de haber esperado las próximas elecciones. Esto hubiera sido lo sensato, lo noble y, sobre todo, lo democrático.
Mateo aceptó la versión del profesor, pero con una reserva. Dijo que en política y en el arte de conducir los pueblos, no era el Código el que debía imponer su texto, frío, sino el destino histórico para el que la Patria estuviera llamada.
– En Cataluña, por ejemplo -dijo-, lo delictivo no radicó en que el intento separatista se hubiera producido ilegalmente -responsabilidad jurídica-, sino en que el intento fuera separatista -responsabilidad patriótica-. Lo grave es el contenido de la revolución -concluyó Mateo-, no si se produce dentro o fuera de la ley.
El profesor Civil contestó que éste era un excelente sistema para justificar toda clase de levantamientos.
– Según su teoría, si la doctrina es válida, queda justificado implantarla por la fuerza, ¿no es eso?
– Desde luego. Es ley eterna.
El profesor Civil pareció escandalizarse.
– Pero… ¡Lo que es válido para unos es delictivo para otros!
– ¿Y eso qué importa? -contestó Mateo, sacándose el pañuelo azul-. Yo no concedo idéntica capacidad política y de criterio a todo el mundo. Es la farsa de las urnas la que ha establecido esta igualdad. Yo creo que existen minorías u hombres con sentido profético y es a éstos a los que hay que escuchar. Si estos hombres creen que una doctrina es válida, de hecho pasa a serlo.
– Pero… ¿cómo saber, en cada caso, si la minoría o los hombres que se han pronunciado contra la ley son precisamente esos seres superiores a que usted alude?
– Hay signos infalibles que lo demuestran -afirmó Mateo-. Su personalidad, su sinceridad, el alcance entrañable de su doctrina. Cuando usted oiga a Companys diciendo en pleno 6 de octubre: «¡Catalanes, el Gobierno de la Generalidad hace lo que tiene que hacer y hará lo que sea necesario según las circunstancias de cada momento!», puede apostar a que ese hombre carece de autenticidad y del mínimo de seguridad en sí mismo exigible un Jefe; en cambio, cuando usted oiga a un diputado de treinta años que en el Parlamento se levanta contra unos y otros y grita: «¡Señores, yo creo que el hombre es portador de valores eternos!», en ese momento casi, casi, puede usted pedir una ficha de inscripción.
Ignacio quedó estupefacto. ¡Ficha de inscripción! En aquel instante lo comprendió todo. Comprendió que Mateo aludía a José Antonio Primo de Rivera. La luz se hizo en su cerebro, recordándole que Cosme Vila había dicho que los fascistas en Barcelona llevaban camisa azul. ¡Camisa azul! ¡Pañuelo azul! «Levantarse contra unos y otros, es válido imponer una doctrina por la fuerza.» La cosa estaba clara. Mateo era de Falange.
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