José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Mosén Alberto hacía cuanto podía para apaciguar. Informaba favorablemente. Ello se supo en la cárcel, y a algunos el tabaco que les repartía les pareció menos amargo. Por ejemplo, uno del orfeón, que sabía sacar humo formando anillos, un día le dijo en tono afectuoso: «¡Mosén, mosén! ¡Este anillo se lo dedico al señor obispo!» Pero la mayoría continuaban no comprendiendo las sonrisas del sacerdote, sus sermones, y se negaban a admitir que interviniera en su favor. «¡Propaganda!», decían. Y cada domingo, en el patio, clavaban en sus ojos los ojos del rencor.

El Tribunal se había instalado en la Caja de Reclutas, caserón húmedo de la calle de la Forsa. Pero luego pareció demasiado espectacular que los detenidos tuvieran que hacer el trayecto desde la cárcel y se decidió interrogarlos en el primer piso del edificio, en las oficinas. De este modo todo quedaría en casa.

La cantidad de expedientes -trescientos aproximadamente- había asustado al comandante Martínez de Soria, quien solicitó dividir el Tribunal en dos sesiones. La suya interrogaría a los detenidos de más responsabilidad; la otra, de la que formaba parte el teniente Martín, interrogaría, en la sala contigua, a los simples comparsas del movimiento.

De todos modos, el comandante no quería alterar sus inveteradas costumbres; la práctica de la esgrima y la equitación. Por lo que establecía unos horarios propios de hombre que no tiene prisa. A su esposa le pareció que exageraba. «Piensa que esa gente está inquieta», le dijo. Pero el comandante no dio su sable a torcer. En lo único en que consintió fue en no ir al café de los militares, para ahorrarse explicaciones enojosas.

El desfile de acusados comenzó. Los guardianes de la cárcel recorrían los pasillos con una lista. ¡Fernando Gavaldá! Y el recluso en cuestión se levantaba, los demás miraban y esperaban con impaciencia su regreso.

En seguida se supo que había gran diferencia entre el trato que se recibía en la sección del teniente Martín y en la del comandante Martínez de Soria. El teniente Martín era un incorrecto y apenas si permitía meter baza a los restantes del Tribunal. La mayor parte de los acusados que le tocaron en suerte eran campesinos, muchos de los cuales apenas si comprendían el castellano. Esto puso furioso al teniente. Llegado de Galicia, cultivaba un odio especial contra los catalanes. Con su uniforme se sentía fuerte y poderoso ante los raquíticos acusados en el banquillo. Una monumental fotografía del Comandante Jefe de Estado Mayor, montado en su caballo blanco, presidía obsesionantemente las paredes. Los campesinos se desmoralizaban y optaban por callarse.

En cambio, el comandante Martínez de Soria se mostraba, en la forma, correcto. El Tribunal pronto advirtió que los reclusos obedecían a una consigna común: decir a todo trance que se encontraban en Comisaría por azar, que entraron allí porque al oír los tambores y al ver que la ciudad quedaba a oscuras, no supieron adonde dirigirse. En cuanto a participación directa en el movimiento subversivo, nadie la confesaba, excepción hecha de los componentes de aquel Ayuntamiento que había durado veinticuatro horas escasas.

Y, sin embargo, las diferencias humanas quedaban marcadas. Había detenidos que hacían gala de una gran dignidad y de un perfecto dominio. Demostraban que estarían dispuestos a repetir su gesto cuantas veces fuera necesario o se presentara la ocasión. Otros se mostraban cobardes, con el miedo retratado en el semblante. Murillo desagradó a todo el mundo porque, con sus bigotes cayéndole lacios y su gabardina sucia, hizo de sí mismo una defensa intempestiva.

Lo más duro del interrogatorio sobrevenía siempre al final, cuando de pronto el comandante Martínez de Soria tomaba en su mano derecha una fotografía del comandante Jefe del Estado Mayor muerto, y, mostrándola con calma al acusado, preguntaba: «¿Conoce usted a este hombre?» La respuesta era invariablemente: «No, señor». A la décima negativa que el comandante oyó, se puso nervioso. Pegó un puñetazo en la mesa. «¡Retírese!», gritó. Y aquel «retírese», pronunciado en tono de amenaza, con la cara del jefe enrojecida, fue repetido luego en los pasillos, y dio origen a muchos comentarios.

El Comisario no fue de los más dignos. Al ser preguntado por qué pretendía separar Cataluña del resto de España, contestó que no sabía nada, que no sabía nada. Le habían dicho que todo el mundo estaba de acuerdo. Precisamente a él Madrid y Sevilla y Valencia le gustaban mucho. En cambio, en cuanto se halló frente a la fotografía del comandante Jefe de Estado Mayor contestó: «Sí, le reconozco. Y lamento lo ocurrido».

– ¡Retírese! -Los guardias civiles casi le dieron un empujón.

Los Costa dijeron: «Estamos dispuestos a pagar una multa». El comandante perdió la serenidad. Les hizo un discurso. Les dijo eran jefes de un Partido cuya acción antiespañola era constante. Sus canteras, sus hornos de cal, su fundición estaban al servicio de la propaganda antiespañola. Que favorecieran el fútbol, la piscina y las colonias veraniegas, al Ejército y a la Patria les importaba muy poco. Pero, cuando dos hombres eran populares y ricos, sus actos ejercían una gran influencia en una capital de provincia… En Gerona hubieran podido beneficiar a todo el mundo; no hacían sino halagar instintos populacheros. ¿Es que el Gobierno de Madrid no había llegado al poder por vía legal, gracias a las elecciones? Todo aquello era sabotear los mismísimos principios de la República. ¿Por qué querían separar Cataluña del resto de España…?

Ante la fotografía del comandante de Estado Mayor contestaron:

– Sí, sabemos quién es, y sentimos lo ocurrido.

– ¿Quién disparó por el ojo de la cerradura?

– Eso… No lo sabríamos decir.

Los acusados se contaban unos a otros el interrogatorio. Y, sin embargo, todos esperaban el colofón, la declaración de Julio García. ¡Julio García había tejido los hilos de todo aquello! Si cargaba sobre sí con la responsabilidad, él y el arquitecto Ribas, todos los demás estaban salvados; si no, la condena sería colectiva probablemente.

Cuando el guardián apareció en el pasillo y llamó: ¡Julio García!, el policía se levantó, tomó el sombrero, que tenía sobre el colchón, y echó a andar. En la puerta le esperaban los dos guardias civiles de turno.

Al cruzar el umbral de las oficinas y encontrarse ante el Tribunal solemnemente formado tras la gran mesa de escritorio, con un crucifijo presidiendo en la pared, oyó la voz del comandante Martínez de Soria que le ordenaba:

– Haga usted el favor de quitarse de los labios la boquilla.

El acusado obedeció.

Un capitán del Cuerpo Jurídico, situado a la derecha, actuaba de fiscal y dio lectura a la acusación. Julio le escuchó con sumo interés. En cuanto el fiscal hubo terminado, el comandante Martínez de Soria tomó la palabra y repitió las acusaciones en términos menos jurídicos.

¿Por qué no siendo catalán había tomado las riendas de aquel asunto? ¿A santo de qué las expropiaciones de la provincia le interesaban tanto? ¿A qué fue a París tiempo hacía, quién era un tal doctor Relken, por qué una carta de Praga, que iba dirigida a él, y otra de Madrid empezaban diciendo: Distinguido hermano Julio García? ¿Qué había sido del expediente instruido contra los anarquistas con motivo de la destrucción de la imprenta del Hospicio? ¿Por qué presentó al Comisario, el 15 de mayo un lista de las personas derechistas a las que era oportuno retirar la licencia de armas? ¿Por qué diablos subía con frecuencia a echar un vistazo al Polvorín de las Pedreras? ¿Reconocía su letra en aquel documento, y en aquel otro, y en aquel otro? ¿Comprendía o no comprendía que muchos oficiales y soldados habían muerto en aquella revolución totalmente ilegal? ¿Reconocía que él había redactado los folletos lanzados desde las azoteas, invitando a la ciudad a la rebelión?

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