José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Mateo había llegado a Gerona desorientado. No conocía nada de la ciudad. Se preguntaba por qué su padre había sido destinado allí. «Hay que ver las bromas que gasta la Tabacalera.» Su hermano había sacado plaza en las oposiciones de Hacienda y fue destinado a Cartagena. Tampoco se les había perdido nada en Cartagena. «Hay que ver las bromas que gasta Hacienda.»

Le consolaba reunirse con su padre, saber la alegría que le daría a éste. Pero en Madrid había dejado todos sus amigos, que no eran pocos.

Don Emilio Santos, al recibir a su hijo en la estación, se sintió otro hombre. Le pareció que revivía. Quiso llevarle la maleta. Le avergonzó que Mateo viera la fonda en que él vivía; pero ocho días después, ya tenían piso alquilado, en la plaza de la estación, y una muchacha, Orencia, recomendada por Carmen Elgazu, que los cuidaría.

Don Emilio Santos le habló en seguida de los Alvear. «Son mis amigos y el hijo mayor, Ignacio, estoy seguro de que te va a gustar.» Mateo se encogió de hombros.

– ¿Son catalanes?

– No, no. El padre es de Madrid; su esposa es vasca.

Pero Mateo se mostró escéptico. Sin embargo, la ciudad le impresionó. No la imaginaba tal cual era. Desde Madrid, mirando el mapa, Gerona aparecía en el confín nordeste de la Península, perdida como en un destierro. Cuando vio el río, los puentes, las casas colgando a uno y otro lado, cuando vio los campanarios y subió hacia la Catedral… sintió que algo le daba en el pecho. «¡Qué maravillosa es España! -exclamó-. En todas partes hay bellezas así.» Su padre le describió minuciosamente la provincia, «tan variada como la de Guipúzcoa». «Es un jardín -dijo-. Pero no como los de Aranjuez. Aquí hay montañas, ¿comprendes? Y un gran equilibrio. En fin, hay de todo.»

Mateo se organizó en el piso su despacho, pues se había traído muchos libros. Era muy serio. Ahora por las mañanas ayudaba a su padre en la Tabacalera, por las tardes estudiaba y de noche iba a clase en compañía de Ignacio, con el profesor don José Civil.

Cuando conoció a los Alvear, le gustaron. César le llamó mucho la atención. Dijo de él: «Ese muchacho es auténtico». Ignacio le pareció un poco desorientado. Pilar, físicamente, le gustó desde el primer momento. «Lo único que no me habías dicho era que Pilar fuese de rechupete», le dijo a su padre, bromeando.

Matías le pareció un tipo muy corriente en las tertulias madrileñas. Y Carmen Elgazu, una mujer que sabía preparar perfectamente el café.

Conocía la afición de su padre por los refranes y le trajo uno de Madrid, seguro de que le iba a gustar. «Guerra en Mieres o Almadén, banquero inglés toma barco o tren.»

En la Tabacalera quedó patidifuso al ver las montañas de tabaco que se fumaba la provincia de Gerona. «O es un pueblo de nerviosos, o de filósofos», sentenció. Don Emilio Santos le dijo: «Un poco las dos cosas».

Eligió la barbería de Raimundo, por lo de los toros. Pero su intención era recorrer todas las de la ciudad, sin exceptuar la de los comunistas. Lo mismo que todos los cafés, sin exceptuar el Cataluña y el de los radicales.

La primera clase con el profesor Civil fue importante. Al cortar la primera hoja de los libros de Derecho, a Mateo y a Ignacio les pareció que «rasgaban ante sus ojos el velo de la sabiduría».

– De la sabiduría, no -rectificó el profesor Civil-. Pero sí del sentido común. Esta carrera os ordenará el pensamiento.

La prueba de inteligencia a que el profesor Civil los sometió antes de aceptarlos quedó virtualmente terminada en cuanto vio el aspecto de uno y otro, sus despejadas frentes y sus ojos. Por lo demás, si de Mateo no sabía nada en absoluto, en cambio de Ignacio ya tenía referencias, excelentes de todo punto. Y sabía que su padre, Matías Alvear, era un hombre honrado, de tendencia republicana.

Cuando vio el pañuelo azul de Mateo se tocó las gafas de un solo cristal con ademán clásico de hombre que anda un poco encorvado. Cuando vio el mechero de pedernal dijo: «Caramba, son objetos más bien de montaña, ¿no?»

Mateo comentó:

– No comprendo que un chisme tan práctico llame tanto la atención.

El profesor Civil vivía solo con su esposa. Tenía dos hijos casados, uno arquitecto y el otro delineante. Le había costado mucho levantar los dos edificios. Ahora gozaba de la recompensa. Con cuatro lecciones podían vivir, pues sus hijos les ayudaban en lo que les hacía falta. Y tenían nietos rubios, que todos los días llamaban a la puerta… Por desgracia, a veces llamaban a la puerta a mitad de la lección.

El profesor Civil ofrecía ventajas como profesor: era minucioso, ordenado y no se echaba para atrás en el sillón, acariciándose la barbilla. Era un hombre complicado de pensamiento, pero de vida modesta. Bajito y feo, andaba algo encorvado no por el peso de las culpas sino por el del Derecho Romano, que se conocía al dedillo. Tenía un solo vicio: levantar con frecuencia la tapa del piano y pulsar una tecla, que acostumbraba a ser el sol. Intelectualmente tenía varias obsesiones: los judíos, creer que la técnica haría infeliz al hombre. Se había negado rotundamente a tener teléfono y radio; y no consintió en que su mujer comprara una plancha eléctrica hasta que se convenció de que el artefacto no hacía el menor ruido. También opinaba que si la ciencia continuaba avanzando sin que paralelamente avanzara en humildad el espíritu del hombre, sería la destrucción.

Una hora de charla le bastó para formarse una idea de Ignacio y Mateo. Charlaron de temas muy diversos. Al día siguiente, empezarían las clases.

Les habló de la revolución. Les formuló muchas preguntas en torno a los conceptos de justicia y caridad. A Ignacio aquello pareció fatigarle; en cambio, Mateo dio la impresión de encontrarse a sus anchas. El profesor Civil estaba de acuerdo con Mateo en que las raíces de aquel movimiento eran profundas.

– Es lógico -intervino Mateo-. Todo lo que ocurre en España es profundo.

El profesor Civil hizo un mohín que denotaba escepticismo.

– Éste es nuestro defecto -cortó-; el énfasis. En realidad, España es un pueblo cansado, ni mejor ni peor que los demás.

Mateo se estrechó el nudo de la corbata y dijo que ningún pueblo en el mundo contaba con las reservas de energía con que contaba el pueblo español.

– En realidad, quedamos agotados después de nuestro esfuerzo en América, pero eso pasó. Ahora ha sonado de nuevo nuestra hora y sólo nos falta recobrar nuestra conciencia de Imperio.

El profesor Civil repuso:

– En Gerona hay un abogado que pierde todos los pleitos de poca monta -desahucios, multas, etc.-, no por falta de competencia, sino porque siempre dice que sólo le interesan los pleitos importantes. Excuso decirle la miseria que pasan en su casa.

Mateo replicó:

– Por fortuna, España no es un bufete de abogado. Profesor -añadió riéndose-, me parece que usted y yo vamos a discutir bastante.

El profesor Civil no insistió. Tiempo habría de cotejar los conceptos de cada uno. Se estaba formando una idea de sus alumnos; aunque estaba seguro de que Ignacio era más charlatán de lo que había demostrado.

Les preguntó si tenían novia. Mateo contestó que no. Ignacio contestó: a medias. Los dos moños de Ana María habían acudido a su mente.

Se levantaron. En el pasillo había un gigantesco grabado que representaba el Mediterráneo, desde España hasta Turquía, con los nombres en latín. El profesor les dijo que algo le hacía lamentar doblemente la decadencia de España: el hecho de que España fuera nación latina.

– Porque el pensamiento latino es, en efecto, el único que puede conducir espiritualmente el mundo. Pero ya lo ven ustedes, estamos en la cola… Luego, señalando Palestina en el mapa, añadió:

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