José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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En la cárcel, la noticia de que mosén Alberto visitaría a los detenidos causó gran revuelo. El obispo le había elegido porque le creía hábil y porque tenía fama de catalanista. Y sobre todo, por necesidad. El cura adscrito oficialmente a la cárcel era un pobre hombre, ya anciano, que se fatigaba con sólo subir la cuesta que conducía al edificio. Ahora la incorporación de doscientos reclusos y los que continuamente iban llegando de los pueblos exigía una persona con recursos: esta persona era mosén Alberto.

Cuando el hombre se enteró del nombramiento, quería ir a Palacio. ¡Aquello no le gustaba nada! Más tranquilas las inscripciones latinas, en el Museo… La palabra obediencia le detuvo en el umbral; pero comprendió en el acto que la papeleta sería dura. Cuando el Tribunal empezara a actuar… Si las sentencias fueran de muerte…

Muchos de los reclusos le conocían. Le consideraban un vanidoso. Y sobre todo, patético. «Que nos deje en paz.» Para sotanas estaban. A perra gorda, y los reos comunes no consiguieron vender un solo amén.

Sin embargo, tenía tanta influencia… De seguro sería el portavoz en el Tribunal. Mosén Alberto entró en la cárcel con la mejor de las voluntades, intentó sonreír para ganar confianza. Y, sin embargo, todas las venas de las muñecas dieron una sacudida. Mosén Alberto inundó las celdas de tabaco y dijo: «No forzaré a nadie. Cualquier cosa, ya sabéis».

El sacerdote sentía que su vida interior se había modificado. Asistía a una gran prueba personal. Aquello era mucho más directo y complejo que ordenar ilustraciones para enseñar Historia Sagrada. Aquélla era Historia humana, y de su tacto quizá dependieran muchas almas y algunas vidas… Ahora, al levantarse y mientras se afeitaba, tenía presentes los rostros de los detenidos. Muchos de éstos no querían afeitarse hasta que salieran… Ello y el rencor o la ironía con que intentaban superar la situación, les daba un aspecto desagradable. Los había que silbaban todo el día, estaban de buen humor. La aventura les había despertado aptitudes latentes, y además renunciaban a declararse vencidos. Mosén Alberto admiraba esta disposición de ánimo. Sin embargo, de repente los ganaba el abatimiento. El sacerdote tenía la impresión de que los conocía uno por uno, de que para él no constituían una masa anónima. David, Murillo, el arquitecto Ribas, Joaquín Santaló, el arquitecto Massana… Había conseguido que les permitieran escribir cartas y recibirlas, previa censura. Y pensaba conseguir otras cosas aún.

Al notario Noguer le decía: «Algunos dan verdadero miedo». Don Jorge se interesaba por la suerte de tres colonos suyos, «que habían caído en la redada». «Don Jorge, siento decírselo, pero sus tres pupilos son de lo más reacio que hay.» El hijo del terrateniente adoptaba una actitud inquietante, disculpando a los colonos. Varias veces, a escondidas de su padre, le dio a mosén Alberto tabaco para ellos. Pero el sacerdote no quiso aceptarlo sin el consentimiento de don Jorge.

Cuando subía a casa de los Alvear, mosén Alberto se desahogaba un poco. «Dura papeleta, a fe… ¡Doña Carmen, tendría usted que ver aquello…!»

Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, decía: «Se lo merecen. Es gente que hunde a España».

Ramón, el camarero del Neutral, sin Julio y sin dos o tres de los más asiduos clientes, se sentía desamparado. «La cárcel»… murmuraba, mirando afuera, a la Rambla.

CAPÍTULO XXIX

Ignacio:

Sólo unas líneas para saber si no te ha ocurrido nada, pues aquí dicen que en Gerona, las cárceles están llenas. No debería escribirte pues no te dignaste contestar a mi carta de San Feliu; pero ha podido más el buen concepto en que te tengo.

¿Qué tal tu familia? ¿Tienes novia…? ¿Defiendes ya pleitos perdidos? ¿Eres feliz?

Yo, sin novedad (si es que te interesa, saberlo). Me he cambiado el peinado, he empezado el quinto curso de piano… ¿Qué quieres que haga una chica como yo, en medio de estas revoluciones? Creo que cumplo con mi deber siguiendo mi vida… Además, la verdad es que casi no salgo, y que prefiero San Feliu a Barcelona.

Loli me da recuerdos, es mi única amiga. Vive en Muntaner, 182; yo en el 180.

Nada más. Adiós, Ignacio. Tu novia de vacaciones.

ana maría.

Posdata: Anda, escribe, hombre, que yo no soy separatista.

César se marchó al Collell. Llegó una postal urgente diciendo que, vuelta la normalidad, las clases se reanudaban. ¿Quién llevaría el cesto al decorador? ¿Quién velaría para que la Andaluza y el patrón del Cocodrilo fueran constantes? ¿Quién diría a Canela: «Deja en paz a mi hermano…»?

Las separadas y rojas orejas de César se fueron al Collell, auscultando el otoño que había invadido la provincia. Rumores de hojas caídas, de arroyos que crecían. El lago de Bañolas en paz, sin revoluciones.

César tuvo el tiempo justo para ser presentado al hijo del Director de la Tabacalera, Mateo, que acababa de llegar de Madrid.

Le pareció un muchacho extrañamente seguro de sí mismo, que hablaba poco y con aplomo, como si nada pudiera sorprenderle. Algo mayor que Ignacio, de la misma estatura. Explicó muchas cosas sobre la revolución en la capital de España, en el Sur, y en todas partes. Tenía el arte de elegir lo preciso para dar una visión de conjunto. La verdad es que Pilar se llenó de admiración oyéndole. El Director de la Tabacalera le miraba con orgullo de padre, que conmovía. César observó que llevaba camisa azul, y oyó muy bien cuando preguntaba a Ignacio: «¿De verdad crees en el Socialismo?» Ignacio le había contestado: «Aún no se ha hecho la prueba».

En realidad, al decir eso Ignacio pensaba en lo que ocurría en Asturias. ¡Qué extraordinaria batalla, qué curioso que las mujeres se entretuvieran cambiando de peinado… mientras los mineros hacían frente a un Ejército cien veces más fuerte! Las primeras columnas de que había hablado El Tradicionalista , organizadas por el Gobierno de Madrid, fueron diezmadas por los mineros, que combatían con verdadero fanatismo. Sin embargo, ¿qué hacer? El Gobierno había llamado a las fuerzas de Marruecos… Y éstas habían dado la vuelta a la situación en un santiamén.

Mateo traía noticias frescas sobre el particular. Según él, la operación militar fue planeada con extraordinaria pericia y las fuerzas marroquíes -de Regulares y La Legión al mando del teniente coronel Yagüe- habían hecho gala de una preparación de primera línea. Los mineros habían sido ya cercados en Oviedo, la capital.

Ignacio seguía atento a cuanto ocurría. Ya no podía acusársele de espectador. Se diría que las interminables horas que Carmen Elgazu pasaba en la cocina cuidando de la familia y de los detenidos, el amor y entereza de ánimo con que cumplía esta misión, le habían reconciliado con ciertos valores.

Una cosa se resistía a creer: lo relativo al salvajismo de los mineros, ya anunciado por el subdirector. Mateo insistía en que había llegado a extremos inconcebibles, pero Ignacio continuaba atribuyéndolo a propaganda.

Y sin embargo ¿hasta cuándo persistiría en su actitud? El Debate daba toda clase de detalles. Contaba horrendos asesinatos de mujeres, de frailes, de sacerdotes, citando nombres, circunstancias, hora y lugar. Con las consabidas fotografías… Una sobre todo, en primera página - El Tradicionalista la reprodujo, ¡cómo se les iba a olvidar!- era algo pavoroso y conmovió a España entera, sin exceptuar a Ignacio: en ella se veía a un cura abierto en canal y colgando en una carnicería de Oviedo, con un letrero que ponía: «Se vende carne de cerdo».

Ignacio se quedó aterrado. Y su desconcierto aumentó más aún cuando por fin se recibió la carta de Bilbao. ¡Válgame Dios! Al parecer cuanto informaba El Debate era la pura realidad. A la carta de la abuela seguía una posdata del tío de Trubia, quien por fin había podido refugiarse en Bilbao. El hermano de Carmen Elgazu explicaba que los mineros, al asaltar la fábrica, quisieron disparar contra él, simplemente porque era capataz, lo cual no llevaron a cabo gracias a que dos obreros que le estaban agradecidos tomaron su defensa. Sin embargo, estos obreros no pudieron impedir que, de pronto, un tipo extranjero, yugoslavo o algo así, que parecía tener mando, se adelantara hacia él y con un hacha le cortara cuatro dedos de la mano izquierda.

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