José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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– No te asustes, seré muy breve. Sólo desearía que no me interrumpieras. Hablaremos como siempre hemos hablado tú y yo, y como yo entiendo las cosas. Todas las excusas que puedas darme las conozco: que vas allá para conocer el ambiente, para tener experiencia y demás. ¡Bah!, a tu edad se va «para hacer el hombre». Me he informado sobre esa mujer. Sí, comprendo que no es lo corriente. Pero yo quiero advertirte que las de su edad son las más peligrosas… ¿Me comprendes? Pero hay algo más. Tú estás convencido de que no va contigo por dinero, que te quiere. De acuerdo. Pero vas a ver cómo te llevas la gran sorpresa. Cualquier día te enterarás de que le está diciendo lo mismo a cualquier chulo imbécil. Hijo mío…me darás una gran alegría si no vuelves por allí. Eres el mayor y tienes una gran responsabilidad. Además… te esperan cosas más importantes. Yo tengo una gran confianza en ti. Una confianza ciega y eres mi gran orgullo de pobre hombre. A veces, en Telégrafos, pienso que pierdo el tiempo, pero cuando me acuerdo de ti hasta el papel de los telegramas me parece de color de rosa. Y tu madre lo mismo. Si a veces te parece que prefiere a César, te equivocas. Lo que pasa es que, ya sabes… Para ella un hijo cura es lo máximo. Pero te quiere tanto como yo, que ya es decir…
»Por último…créeme, por ahí no aprenderás nada. Al principio parece una gran experiencia y que esas mujeres saben la verdad de todo, pero no lo creas. Cuando los hombres van allí muestran lo peor y de esto ellas no pueden darse cuenta. Y luego… luego verías que siempre es lo mismo.
Antes de levantarse añadió:
– Si no me haces caso, tendré que tomar otra determinación.
Ignacio se afectó. Su padre había hablado con gran dignidad. Se sintió al descubierto, se halló desnudo. Hombre de experiencia su padre. Gran persona, mucho mejor que él.
¿Quién le habría dado la pista? Su madre llevaba varios días mirándole a los ojos… ¡Tomar otra determinación! ¿Por qué aquella amenaza? ¿Y qué sabía su padre de Canela?
«Cualquier día te enterarás de que le está diciendo lo mismo a cualquier chulo imbécil.» Un gran desasosiego le invadió. Comprendió que era grave vivir tranquilamente varias vidas a un tiempo. Sin embargo, Canela no era como las demás. Tenía un gran sentido común. No era cierto que a su lado no se aprendiera nada.
Claro que tal vez todo aquello le distrajera de los libros. Éstos estaban sin abrir. Pero… ¡ocurrían tantas cosas! ¿Qué hacer?
«Eres mi gran orgullo de pobre hombre… Cuando me acuerdo de ti, hasta el papel de los telegramas…»
Los ojos de San Ignacio continuaban fijos en él.
TERCERA PARTE
CAPÍTULO XXVII
El día 29 de septiembre se verificó la concentración de campesinos. Seis mil hombres, capitaneados por el diputado Joaquín Santaló, los Costa y los directores de Estat Català y la UGT, invadieron las calles de la ciudad gritando: «¡Viva Cataluña Libre!» Llovió mucho, la tierra se convirtió en barro, los manifestantes se hundieron en ella afirmando su voluntad de que las raíces de la revolución fueran profundas. «La Voz de Alerta» reseñó el acto titulando la primera página de El Tradicionalista : «Campesinos convertidos en lobos de mar. Concentración agraria pasada por aguas». El Comisario arengó a los campesinos: «Regresad a vuestros hogares. Espero que, llegado el momento, cada uno sabrá cumplir con su deber».
El día 3 de octubre, una Comisión formada por representantes de todos los izquierdistas decretó la huelga general. Gerona entera quedó paralizada. El día 5 fue asaltado el centro de la CEDA y una hoguera redujo a cenizas sus muebles, los retratos de la Presidencia, la jovialidad de don Santiago Estrada y algunas carpetas del subdirector.
En las primeras horas de la mañana del día 6 llegó la esperada consigna de Barcelona. El golpe contra el Gobierno de Madrid era inminente. Los gerundenses sabían lo que tenían que hacer. Cada uno en su puesto.
Matías fue quien recibió el despacho para el Comisario que confirmaba el aviso telefónico; y lo cursó, consciente de lo que aquello significaba.
El Comisario de la Generalidad, al recibirlo, extendió en el acto la orden de destitución del Ayuntamiento y de ocupación del edificio. Y simultáneamente la emisora anunció a los ciudadanos que el momento había llegado, y que debían abandonar sus casas y concentrarse todos en la Plaza Municipal y calles adyacentes.
Familias cogidas de la mano se dirigieron hacia el lugar señalado, y en el camino iban enlazando unas con otras formando la gran cadena.
El momento era histórico. Solemnes coches iban y venían con misterio, ocultando tras los visillos las cabezas rectoras del movimiento.
La masa movilizada era impresionante. Distaba mucho de ser la ciudad entera, pero era suficiente para imponer la opinión y para enardecer a los tímidos. Las filas se iban apretando y todo el mundo, formado ante el edificio del Ayuntamiento, esperaba las órdenes definitivas. Por fin una gigantesca bandera catalana apareció en el balcón. Sus vivos colores flamearon ocupando la fachada. Y un hombre vestido de negro, el nuevo alcalde -el Jefe de Estat Català, arquitecto Ribas-, con voz emocionada y rotunda, levantando los brazos, proclamó en Gerona el Estado Catalán dentro de la República Federal Española.
¡Cataluña independiente! El grito recorrió la plaza y las calles abarrotadas. Los altavoces proclamaban la noticia de que Cataluña entera había respondido al llamamiento. ¡Cataluña independiente! Un pueblo alcanzaba su meta; las gargantas no podían expresar lo que las almas sentían.
Banderas con las cuatro barras de sangre florecían en las manos, en las ventanas. Y el himno antiguo y venerado tronaba por doquier, una y otra vez.
¿Dónde estaban los representantes del Gobierno de Madrid? Se decía que el alcalde había huido, que el comandante Martínez de Soria había desaparecido del Cuartel. «La Voz de Alarma» se encontraba en el pueblo de su criada Dolores. Estado Catalán dentro de la República Federal Española.
Ignacio, desde el balcón, asistía al ir y venir de la multitud, asombrado de que todo ocurriera de tan sencilla manera… Por dos veces vio pasar a David y Olga, descompuestos de emoción, llevando cada uno una bandera. Le habían hecho un gesto como diciendo: «Ya lo ves…» Y habían doblado la bocacalle que conducía a Comisaría, donde se decía que estaban reunidas las nuevas autoridades.
Las radios continuaban informando. En la provincia de Barcelona centenares de rabassaires se dirigían a la capital por carretera y caminos para ayudar a las fuerzas de la Generalidad. Al parecer, el Gobierno de Madrid no sabía qué hacer. ¡Por lo visto no habían creído que la cosa fuera tan seria! En Asturias los mineros, perfectamente equipados, habían formado un verdadero ejército, que en aquellos momentos se dirigía también hacia Oviedo.
Matías, en Telégrafos, no cesaba de pasarse el lápiz de una a otra oreja y de comunicar con su hermano de Burgos. El patrón del Cocodrilo mandó un recado a César: «Si pasa algo, ven aquí…» El seminarista se colgó los auriculares de la galena. En cuanto a Ignacio, el espectáculo de Gerona, sin una sola voz que gritara «¡Españoles!», le sacaba de quicio. ¿Dónde estaba don Santiago Estrada, su optimismo y el desfile de sus juventudes? Las rejas del café de los militares parecían haberse encogido.
Las horas transcurrían vertiginosamente. Pasaban camiones y de los pueblos llegaban mensajeros que transmitían de un lado para otro la buena nueva. Camallera, nuestro; San Feliu nuestro, Figueras nuestro, Puigcerdá nuestro… Los hermanos Costa, escoltados por sus canteros recorrían la ciudad. En cambio, el Responsable y sus monaguillos no se veían por ninguna parte. En el Hospicio, un hombre vendado apareció en el tejado y, acercándose al campanario, clavó en él una bandera. En el Manicomio, los locos se paseaban, agitados sin saber por qué. El camarero Ramón, en el Neutral, se estrechaba sin cesar el lazo del cuello, consciente del momento que vivía.
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