José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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El muchacho se quedó mirándolos, sin saber qué decir. Luego se acercó a la mesilla de noche: una imagen pequeña, de unos veinte centímetros de alto, representaba a San Ignacio de Loyola.
Se pasó la mano por la cabeza. Se volvió hacia su familia.
– Estudiar y rezar… ¿no es eso? -Hubo un silencio-. Anda, Pilar -añadió-. Vamos por las sandalias.
Además de la familia, otras varias personas habían esperado con impaciencia el regreso de Ignacio.
En primer lugar don Emilio Santos, para decirle que era un hecho que su hijo, Mateo, llegaría a Gerona en octubre, para ayudarle en la Tabacalera y estudiar Derecho.
En segundo lugar, el cajero del Banco Arús. La noticia de los hijos de los huelguistas de Zaragoza repartidos entre familias barcelonesas les había sugerido algo a él y a su mujer, que vivían solos: adoptar un chico del Hospicio. Lo habían consultado con su cuñado el diputado de Izquierda Republicana Joaquín Santaló, y éste aprobó la idea y facilitó todos los trámites. Fueron al Hospicio y eligieron un muchacho de once años al que llamaban Paco, que les había gustado porque todo el mundo aseguraba de él que sería un gran dibujante. Ahora iría a Bellas Artes. Ignacio le conocería. Era conmovedor ver cómo se esforzaba, sin conseguirlo aún, en integrarse en su nuevo hogar. Cuando lo lograra sería completamente feliz, lo mismo que lo eran ya el cajero y su mujer.
Luego… le esperaba doña Amparo Campo. Se había pasado todo el verano prácticamente sola, con Julio andando de acá para allá con carpetas bajo el brazo. Por fin no habían destituido al Comisario, de modo que la excusa que le dio Julio para no salir de veraneo debió de ser inventada. «Ésta, Ignacio, no se la perdono. Menos mal que tengo amigos como tú, que venís a verme de vez en cuando.»
– ¿Amigos…?
– Sí. Ahora vienen con frecuencia el doctor Rosselló, el del Hospital. Y el arquitecto Ribas. Personas muy educadas.
Además de aquellas personas… esperaba a Ignacio el Banco. Llegó de San Feliu el domingo por la noche, el lunes tuvo que reintegrarse al Banco. ¡Santo Dios! ¡Qué cambio de decoración! ¡Qué extraño resultaba todo aquello: las caras, la cara del subdirector, la de La Torre de Babel, el de Impagados, Cosme Vila! Los ventiladores, los cobradores preparando sus hombros para llevar sacos de plata.
Apenas si reconoció su sillón crujiente, su mesa de trabajo, llena de papeles. ¡Cuántas manchas de tinta en su mesa! Nunca se había dado cuenta.
De pronto creía hallarse aún en el mar, y movía los brazos sobre el inmenso escritorio. El de Impagados se reía. «Sí, chico. Lo bueno pasa pronto.»
Ignacio echaba tanto de menos el bañarse, que decidió irse a la piscina por las tardes, aprovechando que haría jornada intensiva hasta el 15 de septiembre, gracias a la UGT. Y allí se encontró con las hijas del Responsable, que le miraron irónicamente. Con el Cojo, con el Grandullón. Blasco estaba en San Feliu, seguía todas las fiestas Mayores. El Rubio, al que llamaban «chivato», ahora no iba con ellos. El Responsable no se bañaba nunca. Ignacio hizo caso omiso de aquellas miradas. Y puesto que su madre le tenía prohibido que fuera a la piscina, él dijo en su casa que se bañaba en el Ter.
¡Con qué facilidad mentía entonces Ignacio! Había regresado de San Feliu completamente desorientado. Las horas iban sepultando en su memoria todos los buenos ejemplos que hubiera podido recibir; no recordaba sino imágenes que más bien turbaban su espíritu: el escote de Olga, los alumnos de la Colonia fumando en la cama, los veraneantes abriéndose paso entre los esperantistas.
No sabía por qué, pero el rencor por haber tenido que irse de San Feliu cuando tantos señoritos permanecían allí hasta quién sabe cuándo, le quemaba cada vez más. Ni siquiera había dado un vistazo amistoso a los campanarios de San Félix y la Catedral. En la mesa se mostraba irritable. Sin saber por qué, había elegido una víctima: Pilar. La hacía rabiar. Pero la chica no se quedaba atrás. Se vengaba pellizcándole y diciéndole que los moños, uno a cada lado, eran un peinado completamente ridículo y pasado de moda.
Ignacio sólo dominaba sus nervios en los momentos en que conseguía pensar muy intensamente en su familia: en su padre, Matías, yendo a pescar en el Ter con el nuevo material que él le había regalado; en Carmen Elgazu, hecha unas pascuas con la lata de anchoas; en Pilar con las sandalias verdes, y en César, todo el santo día fuera de casa; pero el Banco y su rutina le sulfuraban. Por eso en la piscina se encontraba a sus anchas, porque también allí podía echarse al agua y ver escotes estimulantes. A veces pensaba que tenía que evitar a toda costa volver a encontrarse a solas con doña Amparo Campo.
Notaba un relajamiento de toda su persona. En la cama se tendía cuan largo era, con las piernas separadas, alegando que por las noches había bochorno. Su risa era intermitente, sus gestos excesivos. Los libros de texto los había amontonado en un rincón. Iba al bar Cataluña y nada de lo que decían los futbolistas o los taxistas -nueva colectividad que había invadido el café- le lastimaba los oídos.
En la barbería, al entrar, el dependiente malagueño se le acercó y le dio una palmada en la espalda. Le extrañó aquella familiaridad. Pensó: «¡Qué poco respeto inspiro!»
Tan pronto intentaba borrar totalmente de su memoria el recuerdo de Ana María como se detenía en un banco de la Dehesa y evocaba su imagen, y los días pasados juntos en todos sus pormenores. No le había escrito. Todavía no le había escrito. Había algo que le gustaba en la situación que su silencio crearía.
El calor tenía a la gente pegada al suelo, con el cerebro embotado. Todo el mundo caminaba con lentitud. La ciudad estaba prácticamente indefensa. El Oñar olía mal. Las cloacas eran su principal alimento.
Poco a poco, varias siluetas se adueñaban de sus pensamientos: las de los coches de los veraneantes en San Feliu. Los veía rodando majestuosamente descapotados, llevando en su interior hombres vestidos de blanco, con extrañas viseras, y bellezas morenas, con gafas de sol. Eran ricos, eran los ricos que gastaban en un día, en el Casino, lo que costaban todos sus libros. Entraban en las tiendas riéndose, ridiculizando un poco al dueño o a la dependencia, pagaban y salían mirando irónicamente la mercancía, como dando a entender que la habían comprado porque sí y que por menos de nada la romperían allí mismo. A veces, para improvisar, regateaban. Regateaban un céntimo y aseguraban que en la esquina se encontraba más barato. Los dignos esfuerzos de la dependencia para convencerlos de que estaban equivocados, los envanecían. Finalmente, las mujeres les tocaban el brazo con muestras de cansancio. «Anda, no seáis tontos. No vale la pena.»
Vivían completamente separados de la gente del pueblo. Había familias que llevaban años veraneando en San Feliu y no conocían a nadie del pueblo. Ignacio se preguntaba si era por eso por lo que había esperantistas, y si aquel taponero se habría suicidado de haber encontrado comprensión y calor humano en un par de fabricantes.
David y Olga, que ya habían regresado, le aseguraban que las lamentaciones no servían para nada, y que sólo el socialismo era capaz de arreglar aquel estado de cosas, pues suministraría a los humildes medios de defensa. Sin embargo… ¿qué significaba la palabra socialismo? ¡Había socialismo de tantas clases…! ¿Significaba derribar la valla de la zona de pago? Entonces Ana María no se bañaría allí… y tampoco el comandante Martínez de Soria. Buscarían una de aquellas playas diminutas y escondidas que veían desde la ermita de Sant Elm. También los echarían de allí… de acuerdo. Entonces se construirían una piscina particular; y si un día el agua corriente empezara a verter obreros a la piscina se encerrarían en la cocina y se bañarían en una palangana, como él hacía cuando tenía tres años. En ningún caso se conseguiría la fusión. Nadie se mezclaría, ante el contento de don Jorge y sus teorías.
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