José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Ana María en todos sus actos y movimientos era mujer. Desde el de sentarse en el suelo con la falda temblorosa rodeándole, hasta la serie ininterrumpida de mentiras que estaba contando en casa para que todo aquello le fuera permitido. Y si por un lado le gustaba andar, andar en silencio y reírse y mirar con picardía, como ocultando un secreto, por otro lado se detenía de repente y acercándose a Ignacio le decía: «¡Puedo confesarte una cosa! Me gustas». Y echaba a correr. Un día añadió: «Sobre todo tu voz. Tienes una voz -te lo digo en serio- que me vuelve algo loca».
Si el viento los azotaba, hablaban de cosas grandes: cuando hallaban un abrigo, en un recodo o tras unas rocas, hablaban de trivialidades, y con frecuencia de recuerdos infantiles. Lo más lejano que Ana María recordaba era un pulpo. Un pulpo, que siendo ella muy niña vio, en la playa, a punto de salir del agua. Se asustó y huyó en busca de su niñera. Ignacio lo más lejano que recordaba era cuando su madre, Carmen Elgazu, los sábados, en Málaga, le sentaba dentro de una palangana, desnudo, con las piernas fuera, y con una esponja le frotaba todo el cuerpo. Ana María gozaba lo suyo imaginando las gotas resbalando por la diminuta columna vertebral de Ignacio.
– ¿Te gustaba, si…?
– Sí, sí. Me gustaba.
Un día Ignacio le preparó una sorpresa. Avisó a las alumnas de la Colonia y le dijo a Ana María: «Hoy vamos a ir por el lado de S'Agaró, bajaremos bordeando el Salvamento de Náufragos». Así lo hicieron y en cuanto las niñas, que estaban a la escucha, los vieron aparecer, se levantaron como un enjambre de pájaros y salieron a su encuentro gritando y saltando. Les rodearon como si fueran dos novios, y una de las alumnas, la mayor, le ofreció a Ana María una muñeca de trapo con dos moños uno a cada lado… Ana María se emocionó y dijo que la guardaría en su corazón. En el momento de despedirse, oyeron que de un matorral brotaban unos rasgueos de guitarra. Era el maestro local, amigo de David y Olga, que se había escondido allí. Luego el sol les dedicó una de las más hermosas agonías del año.
A veces se cruzaban con el grupo de veraneantes pertenecientes a la pandilla de la chica. Eran muchachos vanidosos, que llevaban el jersey anudado al cuello a modo de bufanda, con estudiado desgarbo. Hijos de fabricantes. Miraban a Ignacio con cierta insolente curiosidad, pues les había secuestrado a Ana María. Al chico le ponía nervioso verlos. Ana María le decía: «Déjales. ¿No ves que se aburren?»
Una de las cosas que les gustaba era asistir a las reuniones de los esperantistas, en la plaza de la iglesia… ¡Porque en el pueblo había muchos esperantistas! Era un pueblo de escondidas y escalofriantes imaginaciones, lo cual Julio ya había advertido. Gente que soñaba en sociedades universales. Anarquistas sin saberlo, demasiado sentimentales para ofrecer sus servicios al Responsable.
Ignacio descubrió otra sociedad: «Los amigos de la Atlántida». Un grupo de taponeros que creía en la existencia de la Atlántida, y que consideraba prueba irrefutable de ello el hecho de que todos los años emigraban de las costas de África occidental unas bandadas de pájaros y que al llegar a un punto determinado del océano empezaban a buscar y a dar vueltas sobre sí mismos y chillar con desesperación. Uno de los taponeros le dijo un día a Ana María: «Y si no… ¿cómo Colón habría encontrado habitantes en América?» El hombre escribía un poema inmenso titulado «La Atlántida», y les recitó gratis unas estrofas, que se parecían a las que Jaime recitaba en Telégrafos a Matías Alvear, pero con mucha más sinceridad.
La hora de las confidencias era siempre la misma: el atardecer. Y el lugar siempre el mismo: la barca a la que fueron el primer día. Allí Ana María le rogaba que le contara cosas de su familia.
– Pero cosas ciertas -pedía-. No me inventes nada. A mí siempre me parece más interesante la verdad.
¿Qué tenía aquella mujer que hablaba de esta manera?
Ignacio le decía que tenía un padre de cabellos ya canosos, un as en el dominó, que ahora estaba disgustado porque se le había roto la radio y que probablemente en aquellos momentos se encontraba sentado en un café llamado el Neutral, o en una barbería de un tal Raimundo pensando en cualquiera de sus tres hijos.
La madre… era otro cantar… Un poco trágica. ¡Si los viera andar solos por aquellos acantilados! Si viera a Ana María con aquel maillot verde… Pero era una mujer magnífica. Se encontraría en el fondo del mar rodeada de peces agresivos y pensaría: «¡Dios mío, que la camisa de Ignacio está sin planchar!»
César… era un santo. Precisamente se lo había dicho a los maestros: era un santo. Afeitaba y tal. ¡Tenía unas orejas…! Trabajaba en un taller de imágenes. Había sobornado a uno de los operarios para que le fabricara una imagen de San Ignacio de Loyola. «Él cree que no lo sé; pero mi padre me lo ha escrito.»
En fin, sería cura y casaría a la gente…
– ¿De veras…?
– Desde luego. Y supongo que a mí me hará un precio especial. O mejor, me dará una bendición especial.
– ¿Y Pilar…?
– ¡Ah…! Mi hermana… Me gustaría que conociera a una chica como tú. Es un poco… Pero tiene mucha gracia, desde luego. Ha empezado corte. Y se gana para sus gastos jugando a la Bolsa.
– ¿A la Bolsa…?
– ¡Sí, sí! Ya te he dicho que tiene mucha gracia.
Ana María se sentaba, con las manos en sus piernas entrelazadas por las tirillas de la alpargata.
– ¿Y tú, Ignacio…? ¿Cómo eres en realidad?
Ignacio no lo sabía. Eran tan maravillosos aquellos días -y pasaban tan de prisa- que había perdido la conciencia de sí mismo. De noche, en la Colonia, dormía como un bendito, y se despertaba soñando que también buscaba algo, como los pájaros de la Atlántida. Debía de ser un sentimental. Eso es, un sentimental… Pero ¿cómo sabe uno cómo es cuando es feliz? ¡Por Dios, que no le preguntara detalles! Por desgracia la realidad volvería pronto. De momento allí estaba la barca, la bahía, el agua y el faro. Y Ana María, sentada en la arena con la falda desplegada, temblorosa a su alrededor. «Lo único qué puedo decirte es que quiero ser un hombre.»
– ¿Y tus padres…? ¿Por qué no me hablas de los tuyos?
Los padres de Ana María… eran un poco absurdos. «Ya ves lo que son las cosas. Mi padre… tiene tres smokings , pero todavía no ha conseguido llevar uno con naturalidad.» Su madre, por lo que contó de ella, era exactamente lo que sería doña Amparo Campo de haberse realizado sus ambiciones.
– A mí me gustaría, de verdad, tener un padre que pudiera disgustarse porque se le ha roto la radio de galena.
Era una alegría ascendente, que debía una gran parte de su intensidad a la naturaleza que los circundaba. El pensar que aquellas rocas rojizas llevaban siglos allí, contemplando el mismo mar, bajo el mismo cielo azul, los emborrachaba. Pisoteaban fuerte la tierra y se reían de la impotencia de sus pies. ¡Qué duro aquello, qué granítico y eterno! ¡Qué débiles parecían las piernecillas humanas!
– ¿Y el alma…? Tú crees en la existencia del alma, ¿verdad, Ana María?
¡Cómo! ¿Cómo no creer en ella? ¿Qué sería de los pobres cuerpos sin el alma? Pobres ojos, pobres ojos… Pobres labios, ahora rojos y llenos de vida. Pobre frente, ahora noble… Todo se secaría. Todo se iría secando como el pequeño riachuelo que había delante de la iglesia. Sin el alma Ignacio no tendría la voz que tenía, ni ella al abrir por las noches la ventana del cuarto sentiría aquellas oleadas de ternura invadirle el pecho. Suponiendo que sin el alma se pudiera vivir, los cuerpos andarían por el mundo encorvados, decrépitos y horribles. Tal vez se arrastrarían por el suelo, y los hombres y las mujeres se vieran obligados a hablar y comer y trabajar en esta postura. Sin el alma nadie hubiera concebido jamás la vela de un balandro.
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