José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Los alumnos se encogieron de hombros.
– Nunca ha bajado nadie al pozo. La Andaluza también lo sabe.
César olvidó por unas horas la necesidad en que se encontraba el barrio de que él trepara a un balcón con la Biblia en la mano. Pero, ¿cómo conseguir que Pilón le abriera la puerta de su casa? Los chicos le dijeron: «El patrón del Cocodrilo. Si él quiere, Pilón te dejará entrar».
Sí, la cosa era auténtica. El patrón se avino a servir de intermediario. Presentía que si se encontraban las catacumbas, su bar cobraría gran importancia. Pondría una flecha en la fachada que dijera: «Catacumbas, a cincuenta metros…»
¡Gran técnico, en efecto, el patrón en el arte de tratar a los gitanos! Tenía un sistema muy simple. Al tiempo de pedirles algo, se sacaba del bolsillo un duro y lo iba mirando y remirando, mientras con la otra mano se echaba la minúscula gorra para atrás.
Así lo hizo en aquella ocasión. El gran gitano de millones de cabellos de azabache le dijo: «Bueno, que venga el crío».
– Vendrá a las seis de la tarde por lo del pozo de arriba, que bien sabes tú que está ahí.
– Que venga. Veremos, veremos…
César dio un salto de alegría. No perdió tiempo. Los chicos le seguían. Le acompañaron a buscar otros dos seminaristas. Necesitaban cuerdas, una lámpara de mano, un martillo. Todo con facilidad. Y se presentaron en la casa.
– Poco ruido -ordenó Pilón.
– Ninguno. No tema. La gran gitana apareció y preguntó:
– ¿Qué es eso?
– Déjate -contestó el gitano. Y se tocó la faja de una manera particular.
Subieron. El pozo estaba allá. Quitaron la madera que lo cubría y ataron a César como para un largo viaje.
Uno de los seminaristas era experto en montañismo y conocía los trucos. Una piedra fue echada al fondo: tardó en retumbar. «¿Estás preparado?» El patrón del Cocodrilo se ofreció para ayudar a sostener la cuerda desde arriba. Y César se introdujo en el negro agujero, con su corazón, su martillo y su linterna, pensando en San Narciso, patrón de la ciudad.
Descendió en tijera, hasta que la luz diurna desapareció. Se halló solo, Dios sabe a qué profundidad. Descendió más aún; el tubo se estrechaba. Y de pronto, resbaló, quedó suspendido. El corazón se le paralizó. Espantosos chillidos y batir de alas resonaron en una especie de gruta sin salida, mientras el haz de luz de su linterna hacía visible un charco de agua del que surgían patas verdosas, tentáculos, ojos fosforescentes, pequeños cuerpos zambulléndose. Un miedo sin palabras le atenazó la garganta. Le pareció hallarse en un lugar sin Dios. Intentó agarrarse a algún sitio y se le cayó el martillo, que sembró el pánico entre los indescriptibles seres de la gruta. Tiró de la cuerda tres veces, con todas sus fuerzas. Y sintió que le izaban con gran fatiga. Pronto se halló en el cono salvador, subiendo, subiendo. El sudor le caía a los abismos. Vio la luz diurna. «¡Eh, eh!», le gritaba arriba el patrón del Cocodrilo, con un dedo ensangrentado.
– ¿Y pues…? -Pilón, en un rincón, fumaba.
El muchacho se repuso y contó la aventura.
– Hay que bajar preparado -concluyó-. Es el lugar exacto. Una de las paredes ha de conducir a la nave.
Por desgracia, al día siguiente llegó de Camallera mosén Alberto. Y cuando César le explicó la expedición que estaban preparando, el sacerdote se pasó la mano por la mejilla, y mostró un semblante divertido. César le dijo:
– Lo primero que hay que hacer es acabar con esos animaluchos.
– Desde luego, desde luego -le contestó el sacerdote-. Cuando yo era estudiante también fue lo que nos dio más miedo. ¿No has visto en aquella piedra de la derecha uno enorme, con escamas que parecen de lagarto?
Mosén Alberto le cortó las alas en lo de las catacumbas. En sus proyectos de catequización del barrio le ordenó que anduviera con cuidado, que algunos de aquellos hombres en un momento de borrachera podían jugarle una mala pasada. En cambio…le ayudó sin reservas en su deseo de entrar de aprendiz en un taller de imaginería. Le dijo:
– Eso está bien pensado.
César lo dejó en sus manos. Y mosén Alberto se ocupó en ello seguidamente. Los dos talleres que había en Gerona los conocía, y dijo que eran lo más opuesto que darse pudiera. Uno estaba enclavado muy cerca de las escalinatas de la Catedral, en la calle de la Forsa. Era un taller muy pequeño que ponía: «Casa fundada en 1720». Esto indicaba lo que el taller era por dentro… tradicional y serio. Más de doscientos años haciendo imágenes. Vestigio de aquella época gerundense que mosén Alberto amaba tanto, la época de los artesanos, agrupados alrededor de los conventos, trabajando casi exclusivamente para éstos. La época en recuerdo de la cual le dijo a Matías Alvear que amaba los Juegos Florales.
Pero en aquel taller, y precisamente por su seriedad las gestiones del sacerdote fracasaron. Trabajaban en él el padre y los dos hijos, y hablarles de alguien ajeno a la familia era hablarles en otro idioma. Nunca lo hubieran consentido.
El otro taller era reciente, se había instalado hacía un par de años en la planta baja de un inmueble del Ensanche, en plena ciudad moderna. Allá la tentativa tuvo éxito. El dueño había puesto aquel negocio como pudo poner otro. Por lo tanto, le importaba poco la procedencia de los obreros. Y como César se ofreció para trabajar durante las vacaciones sin cobrar, pues adelante.
Fue emocionante para César conocer de cerca la parte moderna de Gerona. Aquellos edificios enormes, de ventanas todas iguales, de aceras perfectas, le asustaron. Decían de ellos que eran higiénicos, que daban paso a la luz. ¿A qué luz? César pensaba en la que chocaba, transformándose en mil colores, en los rosetones de la Catedral. En la zona moderna todo le parecía oler a clínica, incluso el taller de paredes encaladas.
Junto al taller había inmensos solares sin edificar, que algún día serían Bancos. Se hablaba de un cine, los garajes florecían. Gerona mordía sobre estas bases la llanura por el oeste.
César entró de aprendiz. Y ya el primer día se enteró de algo que le dejó estupefacto, como siempre le ocurría. Por lo visto, el dueño, al que llamaban simplemente Bernat y al que los propios obreros tuteaban, decía siempre que si había escogido aquella época para fabricar santos era precisamente porque era época anticlerical, lo cual hacía suponer que un día u otro las imágenes serían quemadas. «Y como a los seis meses todo el mundo se habrá arrepentido…»
Fue un argumento que al parecer convenció al director del Banco al que fue a pedir crédito; a César, en cambio, le anonadó. «¿Quién era aquel hombre, Bernat?» Su aspecto era campechano. Uno de los mejores jugadores de bochas de la localidad. Hasta el punto que, cuando sus compañeros de juego le visitaban en la imaginería, al ver tantas figuras rotas por el suelo le preguntaban si utilizaba el taller para entrenarse. Él contestaba:
– ¡Bah! Palmo más o menos poco importa.
César no hubiera supuesto jamás tal lenguaje hablando de atributos religiosos. La idea que se había hecho era la de que trabajaría en una especie de templo. ¡Válgame Dios! Si Bernat tenía esa mentalidad, los tres operarios y los dos restantes aprendices eran peores aún. Su trato cotidiano con santos y vírgenes, unido al hecho de haber visto lo que las imágenes tienen por dentro de yeso y harpillera, habían matado en ellos no sólo el respeto, sino incluso la corrección. Se gastaban bromas inauditas sobre los modelos que tenían en las manos. Era un espectáculo que ponía la carne de gallina. Cada santo, mártir, obispo o confesor tenía un mote alusivo a alguno de sus símbolos, otras veces a la actitud o el gesto. Aquella escalera de blasfemias, acrecentada a medida que las imágenes aumentaban de tamaño, tenía un remate que a César, al oírlo por primera vez, casi le hizo llorar: a un modelo de Cristo en la Cruz, que tenía los brazos muy altos y las manos ligeramente adelantadas, le llamaban «el banderillero».
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