José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Y lo fue. Sin esperar a terminar la carrera. Lo fue gracias a su inscripción como donador de sangre en el Hospital Provincial, inscripción que efectuó a raíz de su visita al Manicomio en compañía de La Torre de Babel. Todo ocurrió con sencillez abrumadora, como siempre le ocurrían las grandes cosas. Una llamada telefónica al Director, éste tocó el timbre, el botones avisó a Ignacio, Ignacio se presentó, supuso que el Director le felicitaría por lo del bachillerato, y el Director le dijo:

– Chico, te llaman del Hospital. No sabía que te dedicaras a esas obras.

Apenas si lo sabía él. ¡Dar sangre! ¡Qué curioso! Habían esperado a aquel día. Debía de ser alguien que quería sangre de un bachiller… El Director ponía cara de desear que la gente necesitara sangre en horas que no fueran de trabajo, pero le dijo:

– ¿Quieres que avise a tu casa?

– ¡No, no! No diga nada.

No habló con nadie, sólo con La Torre de Babel mientras se cambiaba el chaleco. La Torre de Babel le animó, diciéndole en voz baja:

– No tengas miedo. Verás que es una sensación… dulce.

En efecto, lo fue. Todo con sencillez. Tendido en una cama, con un hombre cadavérico -un tal Dimas, del vecino pueblo de Salten- en otra cama contigua. Pusieron sus venas en comunicación. Sintió que perdía peso, que su fuerza disminuía. Era el lento fluir de lo que a él le sobraba, de lo heredado de Carmen Elgazu, de su salud de hierro, de Matías Alvear. Iba pensando: «Sangre de primera calidad…» Y rezaba.

No sabía si rezaba por él, o por su vecino, por Dimas. ¿Qué tendría él de común, a partir de aquel momento, con aquel hombre? ¿Quién era?

Los asistía el doctor Rosselló. ¡Válgame Dios! El doctor Rosselló. El subdirector le había dicho: «Sí, es un masón de marca mayor». «¿Por qué, si era masón y la masonería era una institución benéfica, no mejoraban las instalaciones del Hospital?» Su cama crujía. Él no se movía en absoluto y, a pesar de ello, crujía. El subdirector repetía siempre: «Lo que quieren es que todo funcione mal para desprestigiar al Gobierno».

De repente cortaron la comunicación entre su cuerpo y el de Dimas. Volvía a ser él, solo e independiente. Pensó: «Yo, Ignacio Alvear, abogado, consultas de 3 a 7». Se levantó, le ayudaron. Se lavó las manos. Se miró al espejo. Sentía vértigo. Oía murmullos a su lado, como si un enjambre de monjas hablara de él.

Al llegar a su casa, Carmen Elgazu le preguntó:

– ¿Qué tienes, hijo mío? ¿Te sientes mal?

– Nada, nada.

Matías dijo:

– Una indigestión de bachiller.

Pilar intervino:

– Mamá, mamá, hazle un plato de crema. -Luego añadió-: Y pon un poco para mí. Yo también he tenido buenas notas.

En el plato de crema se encendieron seis velas, los seis cursos de Bachillerato. Ignacio sentía vértigo. Las miró y le pareció que volvía a hallarse en la procesión. Le pareció que oía campanas y que llevaba capucha. Le pareció que su padre, al servirle, le miraba y levantaba el índice de la mano izquierda. Entonces él contestó, con naturalidad:

– «Neumáticos Michelin.»

Luego llegó el telegrama de César. Y al día siguiente del telegrama, César en persona.

¡Santo Dios! No parecía el mismo. ¡Cuánto tiempo sin verle! Su presencia espiritual, flotando durante todo el invierno por el piso, era más real que la de ahora, que su presencia física, que a todos les había desconcertado.

¿Era César, el hijo, el hermano? Alto, increíblemente alto, más que Matías, más que Ignacio, ojos profundos, más alegres que antes, más reposado en sus movimientos. Tenía mejor aspecto, parecía más fuerte. Ya a nadie se le ocurriría llamarle pájaro.

La familia le rodeó, como siempre. ¡Hijo! Tuvo que contar, que contar. También había obtenido buenas notas. La familia se sentía completa con él. Presidió la mesa. Se habló, largo rato, mientras afuera, en el río, el día iba cayendo. Llegó un momento en que casi estaban a oscuras en el comedor y no se habían dado cuenta. La montura de plata de los lentes de César iluminaba la estancia. Y sus ojos. Y los ojos de Carmen Elgazu, y las manos de ésta asiendo de vez en cuando las de César, por encima de la mesa. Y las sienes y el bigote de Matías Alvear.

– ¡Ya vuelvo a estar aquí! Gerona… Y ya tengo cuatro cursos… Ahora, todo el verano…

– ¿Qué tal el viaje? ¿En un camión de alfalfa ?

– No, este año no.

Era eso. Se hablaba por años.

– ¿Y qué tal la navaja…?

– ¿La navaja…? ¡Uy! Un éxito. La gente que he afeitado…

– No me irás a decir que has afeitado a las monjas -dijo Matías.

– ¡Jesús! -exclamó Pilar.

César los miraba a todos. Sí, en ese año estaba más presente. Los reconocía con mayor precisión. A sus padres los encontraba un poco envejecidos. A Ignacio, no. Era el mismo, un poco más pálido. En cambio, Pilar… El cambio de Pilar le impresionó mucho. «¡Pero si estás hecha una mujer!»

– Fue en San Feliu, gracias a aquellos baños…

– ¡Anda, dejad los baños! -cortó Carmen Elgazu, riendo-. Que volveríais a hablarme de las calabazas.

César recorrió el piso. Miró afuera, al río. Entró en el cuarto de Pilar.

– ¿Ahí fue donde pusiste el belén…?

– Sí. Ahí.

– Y esa revista, ¿qué es…?

– Nada. Me la dio Nuri. Es de cine.

– ¿De cine…?

– Sí. «Rey de Reyes».

César abrió la puerta de la alcoba de sus padres, sin entrar. Luego entró en su habitación, en la de Ignacio. El armario, con dos anaqueles preparados para su ropa interior. Su silla. Su cama intacta. ¡Con algo reclinado en la almohada! Una pluma estilográfica, idéntica a la de Ignacio.

Pilar le dijo:

– Ya sé dónde te la pondrás cuando lleves sotana. -Y se señaló el centro del pecho, entre botón y botón de vestido-. Como mosén Alberto, sujeta con el clip.

La llegada de César no alteró el ritmo de la ciudad; porque el verano estaba ahí, y con él la tregua. La gente se dispersaba en playas y montañas. Julio, en el Neutral, le decía a Ramón, el camarero:

– ¿Y tú dónde te vas? ¿A Estambul, a Vladivostok…?

Pero en cambio alteró el ritmo de la casa. Pilar le decía: «¿Sabes…? Ya me he despedido de las monjas. El mes próximo empiezo el corte». Carmen Elgazu la interrumpía: «Bien, Pilar. Pero no grites tanto, que César no es sordo».

Matías se sentía feliz. Presentía grandes caminatas, junto con César, al río, a pescar como en el verano anterior. Ahora ya le reconocía de nuevo. César ya volvía a formar parte de él. En Telégrafos había dicho: «Tengo al obispo aquí». Matías no decía de alguien o de algo «que lo tenía aquí» hasta que lo sentía moverse en el centro exacto de su pecho.

Quería saber si llevaba cilicio… Varias veces, al pasar le había puesto como por casualidad la mano en la cintura. Pero no lo sabía seguro. César no había expresado dolor ninguno. Sin embargo, era capaz de disimular hasta tal extremo.

Mosén Alberto, que desde la discusión con Ignacio había espaciado las visitas a la familia, volvió. Y le tiró de las orejas a César diciéndole: «Bien, chico. Encontrarás novedades en el Museo».

César le preguntó:

– ¿Podré ir al cementerio?

Mosén Alberto le contestó:

– Mientras no exageres, podrás ir a todas partes.

Julio también subió al piso a saludarle.

– ¡Caramba, chico! Has crecido, te estás elevando. ¿Qué, qué tal las pelotas de tenis? -Le dijo que había comprado varios discos de música religiosa, que le invitaba a oírlos.

César quedó asombrado. No sabía por qué, pero suponía que sólo era registrada en discos la música profana.

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