José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Era cierto. El subdirector era un erudito en la materia y estaba desesperado porque contadas personas le hacían caso, a pesar de que él estaba convencido de que era la masonería la que dirigía completamente la política universal. Opinaba que la propia caída de la Monarquía española se fraguó en las logias de París. En Gerona tenía un competidor: el portero de la Inspección de Trabajo, si bien éste era un simple aficionado, no había leído a Benoit ni a Ragon, ni sabía nada de símbolos, ni de carbonarismo, y se limitaba a culpar también de todo a los masones.

– Pero… ¿exactamente la masonería…?

– ¿Qué crees? ¿Que es una institución benéfica?

– En Inglaterra…

– ¡Déjate de pamplinas! Hay algunos afiliados de buena fe, ya lo sé. ¡Por el Norte, no aquí! Pero son los iniciados los que cuentan, y la finalidad de éstos es el exterminio del cristianismo.

Ignacio puso cara de decepcionado.

– Todo esto huele a leyenda, ¿no le parece?

– ¡Bueno! Ya hablaremos del asunto, si te interesa.

– ¡Claro que me interesa!

A la salida del Banco, los empleados todavía hacían: ¡Uh, uh…!

CAPÍTULO XVII

Siempre que don Pedro Oriol oía hablar de un accidente preguntaba. «¿Ha habido desgracias personales?» Si le decían que no, consideraba que la importancia de lo ocurrido era escasa.

Fue exactamente esta actitud la que adoptó ante la destrucción de la maquinaria de la imprenta. No pensó sino en la manera de adquirir otra nueva, más moderna, y de instalarse en otro local más conveniente.

«La Voz de Alerta» era otro cantar. No pensaba sino en los agresores. Pedía para el Responsable y los demás culpables el máximo rigor de la Ley, sin descuidar por ello el aspecto práctico de la reinstalación. Pero por de prisa que ésta se llevara a cabo siempre se tardaría un mes en volver a imprimir el periódico. Gerona viviría, pues, un mes lo menos sin El Tradicionalista , sin otro medio de información que El Demócrata y la emisora local, en manos izquierdistas.

Y, sin embargo, parecía algo difícil contentar a «La Voz de Alerta» con su petición del «máximo rigor de la Ley». La Ley exigía, antes que nada, pruebas. Y en realidad no las había. Julio no contaba sino con la declaración de un niño del Hospicio, que habiendo salido de madrugada a buscar pan de hostia a las Monjas Adoratrices, se cruzó en la calle con un grupo anarquista, armado éste de martillos; y luego la confesión del Rubio. El Rubio, en efecto, en cuanto entró en el despacho de Julio, dijo, no se sabía si por miedo o chulería: «Sí, fuimos nosotros».

Pero el Responsable y los demás lo negaban rotundamente y aseguraban que el Rubio estaba loco. Sus coartadas tenían visos de verosimilitud, según los vecinos. Y el propio Rubio ahora había adoptado un aire malicioso, de persona que ha mentido.

Sin pruebas no se podría mantener indefinidamente a los detenidos. «La Voz de Alerta» estaba furioso. «¡Pero no me va usted a decir que no hay huellas digitales en el taller!» Julio abría los brazos. «Sea usted inteligente, se lo ruego. En el taller de El Tradicionalista hay huellas de todo el mundo, empezando por las de usted.»

«La Voz de Alerta» sugería simplemente una bañera. Una bañera de agua helada e introducir dentro, desnudo, al Responsable. Y atarle con cuerdas a los grifos. Luego sentarse allí y esperar. Él mismo se ofrecía para cumplir esta misión.

El jefe de policía y Julio rechazaron tal procedimiento con una mirada muy expresiva.

El dentista no era el único en estar furioso. También lo estaba Víctor. Lo de la imprenta le tenía sin cuidado; pero el taller de encuadernación… Se pasaba el día en la barbería, manejando aparatos fotográficos y diciendo: «Algún día habrá que arreglarles las cuentas a esos hijos de Bakunin».

En todo caso, el Responsable había conseguido romper el hielo y la indiferencia. Para bien o para mal, era preciso contar con ellos. Y si algunos consideraban su acto tan estúpido como el de interrumpir las sardanas cuando la huelga, muchos se reían viendo los traqueteos de «La Voz de Alerta» y otros iban teniendo la sensación de que en el fondo los anarquistas constituían la única fuerza predispuesta al combate. ¿Cómo se las arreglarán los curas sin El Tradicionalista , y las viejas beatas, y los militares? En algunos cafés se hablaba de suscripción para llevar comida a los detenidos. «Vamos a esperar un poco. A ver en qué para eso.» Otros proponían preocuparse de encontrar un abogado para que defendiera al Responsable. Pero la sola idea les parecía grotesca. «¡Bah! Se bastan para defenderse.» Había algo en la imagen de aquellos anarquistas que desbordaba las posibilidades normales de lo jurídico.

El motivo por el que Víctor le tenía la guerra declarada al Responsable era la envidia. Le molestaba que la CNT-FAI diera que hablar, mientras la célula comunista, a pesar de haberse ensanchado considerablemente, fuera aún embrionaria.

Algunos camaradas le decían: «Anda, anda, no te quejes, que estás ganando mucho terreno».

Y era verdad. La barbería donde se reunían iba pareciendo un hormiguero. Hasta tal punto que el patrón, un buen día, había dicho: «Vamos a hacer una cosa. Convirtamos todo el piso en local. Entrad, entrad». Y había abierto la puerta que comunicaba con el pasillo, el comedor, la cocina. «Total, mientras me quede un rincón para dormir…»

Abierta aquella puerta todos se sintieron más importantes. En un santiamén la vivienda quedó convertida en laboratorio ideológico. Retratos de Marx, Lenin y Stalin brotaron en las paredes. En la cocina, diminuta, se instaló un mueble que hizo las veces de biblioteca.

Simultáneamente, una corriente de austeridad se había apoderado de todos. En la barbería se suprimió todo cuanto fue juzgado lujoso o no estrictamente necesario. Nada de masajes ni agua de colonia. Los sillones giratorios fueron vendidos en subasta. Sillas escuetas, y una escupidera en un rincón. Los espejos se conservaban porque los militantes acudían allí con sus mujeres.

Víctor había asistido a todo aquello pasándose lentamente la mano por su cabeza plateada. Muchas veces se sentía orgulloso de lo que estaba creando y se decía: «¡Bah, el Responsable va a quedarse atrás! Si tarda en salir del calabozo, se llevará una sorpresa». Por lo demás, él era un hombre extraño. Sus ideas le habían penetrado a través de la soledad. Vivían en la calle de la Barca, en una habitación que había alquilado -¡veinticinco años hacía ya!- a una vieja gruñona. La tristeza de esta habitación, el eterno mal humor de la vieja, el contacto con los niños del Hospicio en el taller y la mugre del barrio le habían llevado insensiblemente a creer que la sociedad en que vivía estaba en trance de descomposición. Esto y la audiencia que se le concedió el primer día que había entrado en aquella barbería decidieron su destino. El comunismo le parecía una solución como sociedad nueva, joven, «Nada de viejas gruñonas, nada de mugre. Todo nuevo y joven.» El ejemplo lo tenía en la fotografía. En las revistas soviéticas, así como en el cine, el arte fotográfico ruso le parecía de un realismo impresionante. Con igual técnica que los alemanes, pero con más pasión. «Naturalmente, es gente nueva, joven. Lo mismo que ocurre con la fotografía ocurre allá con todo.» La destrucción de la imprenta y el taller tuvo en la barbería gran repercusión, porque el contacto más íntimo con Víctor descubrió al barbero y al grupo de fanáticos que en el fondo Víctor era un hombre débil. Y que si alguien había no joven allí, era precisamente el propio Víctor. Y por lo demás, sus manías artísticas empezaban a desconcertarlos. Que retratara a Ernesto recogiendo excrementos en la procesión, de acuerdo. Pero ¿a qué fotografiar el campanario de la Catedral, y decir luego, mostrando una ampliación: «¿Qué os parece? Se ve que la luna resbala por la fachada»? ¿Es que los obreros y campesinos rusos permitirían que la luna le diera masaje a una catedral? Por lo visto la palabra «joven» era mágica. Porque la teoría de inyectar juventud a las organizaciones sociales -adoptada ya por la CEDA- no era exclusiva, en el campo izquierdista, de los comunistas. Lo mismo ocurría en la UGT, ya desde mucho tiempo antes. Ahora El Demócrata acababa de publicar, ¡por fin!, dos artículos firmados por el tipógrafo del propio periódico, Antonio Casal, de quien ya se había hablado cuando las elecciones. David y Olga le conocían y siempre le habían dicho a Ignacio que Casal era un joven de gran calidad.

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