José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Don Santiago Estrada era un poco el revés de la medalla. Alto y elegante, uno de los personajes decorativos de la ciudad. Todo lo hacía con la sonrisa en los labios. Dirigía la CEDA como jugaba al tenis. Por eso había elegido un partido político joven. Por eso en la procesión se exhibió llevando un pendón alto y dorado, mientras el notario Noguer se escondía bajo un catafalco. Tenía una mujer hermosa, y sus hijos rebosaban ingenio. Su coche no traqueteaba como el de don Pedro Oriol. De un optimismo desconcertante, ni los petardos en el Palacio Episcopal ni los tranvías le imprimían la menor huella. Antes de las elecciones estaba seguro de ganar, y ganó. Ahora estaba seguro de que la CEDA conduciría a España a buen puerto.

Su elegancia era reconocida por todas las mujeres, incluso por las hijas del Responsable. Tenía una dentadura maravillosa, que «La Voz de Alerta», bromeando, le había propuesto comprar para guardarla en una urna como modelo. Pelo brillante, ojos algo aniñados, piel en la que se notaba la diaria fricción de colonia. Consideraba sus propiedades como un regalo que agradecer a su buena estrella y como un medio que le permitía dedicarse a la política y al tenis, que constituían su pasión. Consideraba que don Jorge era demasiado unilateral y que el notario Noguer carecía de sentido del humor. En el fondo se encontraba a gusto entre señoras. El comandante Martínez de Soria le tenía por frívolo; en cambio, el subdirector del Banco Arús le adoraba. Siempre decía de él: «Es un hombre al que todo le sale bien».

El Demócrata , en la sección «Dime con quién vas y te diré quién eres» escribió un día: «A don Jorge el miedo a la palabra revolución le ha impelido a tener siete hijos, al notario Noguer le ha incapacitado para tener ninguno; don Santiago Estrada no cree en ella». Julio García comentó: «Aquí el que demuestra más instinto es don Jorge. Y no sería extraño que un día el notario Noguer y don Santiago Estrada tuvieran que pedir ayuda a los siete hijos de don Jorge para defender sus propiedades».

Estas diferencias, añadidas a las que separaban entre sí a «La Voz de Alerta» y don Pedro Oriol, monárquicos -el dentista se mantenía fiel a Alfonso XIII; el comerciante en maderas era carlista- imposibilitaban que la acusación de El Demócrata fuera cierta, que todos los dirigentes derechistas tuvieran idéntica responsabilidad.

En realidad, si en Gerona las reivindicaciones obreras se habían visto paralizadas; si la subvención al Hospital, al Manicomio y al Hospicio no había sido aumentada, a pesar de haber aumentado los gastos de estos establecimientos; si en el campo faltaban abonos y la industria pesquera no recibía el apoyo necesario, en opinión de Matías ello se debía, en parte, a la desunión de la propia gente, a la cobardía de algunos en el momento de plantar cara, a las envidias y, desde luego, a la frivolidad de don Santiago Estrada. Porque la CEDA era el único partido en situación de privilegio para arrancar de Madrid soluciones globales. La responsabilidad de don Jorge, del notario Noguer, del alcalde y demás autoridades, era, a su entender, más limitada.

En cambio los Costa, en Izquierda Republicana, los radicales en el café en que jugaban al «chapó» y los socialistas hacían tabla rasa y repetían sin cesar: «Habrá que ir a una huelga general». Lo único que los contenía era la evidencia de que el Gobierno de la Generalidad había empezado a tomar posiciones y a enfrentarse enérgicamente con el Gobierno de Madrid. «Vamos a ver, vamos a ver. No nos precipitemos.»

Los Costa eran bien vistos a pesar de su posición social, de ser dueños de las canteras, de la fundición más importante de la ciudad y de unos hornos de cal que acababan de adquirir. Hermanos gemelos, eran demócratas por naturaleza. Se hacían perdonar los enormes puros que fumaban porque repartían otros igualmente enormes a todo el mundo. Macizos, siempre perfumados y con la punta del pañuelo saliéndoles del bolsillo, por sus maneras, por preferir temperamentalmente hablar con futbolistas que con personas distinguidas, daban la impresión de que deseaban que los demás vivieran como ellos vivían. En el fondo simbolizaban el triunfo posible. Tenían autoridad moral para decir: «Sí, señor. Seguidnos y un día vosotros también poseeréis canteras, fundiciones y hornos de cal». Y si había alegría popular -fiestas de barrio, excursiones, Peña Ciclista y fútbol-, era gracias a sus cheques. Los empleados del Banco Arús, especialmente Padrosa y el cajero, les decían a Ignacio y al subdirector: «A ver, a ver cuando don Jorge o don Santiago Estrada pagan una orquesta para que se diviertan los chóferes o las criadas».

Del Banco, sólo Cosme Vila consideraba a los Costa unos burgueses más peligrosos que los demás. Decía que hacían lo mismo que el sacristán del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que contentaba a los chicos ingenuos dándoles un poco de regaliz. Pero el barbero de Ignacio, con su cicatriz en el labio, barbotaba: «¡Bah! Eso es buscar tres pies al gato. Si todo el mundo fuera como ellos, mis dependientes tendrían una casa suya y un huerto».

Todo aquello era complejo y la mentalidad general estaba un poco desconcertada. Se salvaban las inteligencias rectilíneas, obsesionadas: por ejemplo, el Responsable, el Cojo, el Grandullón.

Ellos no habían variado un ápice porque los verdes fueran más intensos o porque hubiera cantado el Orfeón Catalán. Para ellos el principal enemigo, el que era preciso aniquilar inmediatamente, continuaba siendo el mismo: El Tradicionalista . Por eso una noche más estrellada que las demás decidieron llevar a la práctica su proyecto, y armados de martillos y otros extraños instrumentos de golpear, irrumpieron en la imprenta del Hospicio por la pequeña puerta indicada por el Rubio, la que daba a la calle del Pavo, y destruyeron la linotipia, la gran rotativa, arrasaron los caracteres de letras, los mordieron, los pisotearon, inundaron hasta deshacerlas las balas de papel. Y luego, pensando en Víctor -jefe comunista, enemigo de los anarquistas, más odioso que los accionistas del periódico- destrozaron todos los utensilios del taller de encuadernación, y el material allí preparado.

Fue un acto decisivo, llevado a cabo por pocos hombres, con eficacia absoluta. El taller daba la impresión de que había pasado por él un huracán.

La conmoción fue considerable en la ciudad. Cuando el botones llevó la noticia al Banco Arús, a media mañana, todos los empleados dejaron la pluma sobre la mesa y se interrogaron entre sí. Aquél era el primer incidente serio en Gerona, la primera protesta activa.

Ignacio se puso en pie. El Director palideció, porque pocos días antes había llevado al taller de encuadernación las Obras Completas de Pérez Galdós, para que Víctor las encuadernara en pasta española.

Ignacio hasta la hora de la salida se mordió las uñas. ¡De modo que el Responsable se había decidido, a pesar de todo! Le pareció grotesco. Aquello no iba a beneficiar a nadie, y en cambio perjudicaría a muchos.

Todos en comitiva se dirigieron hacia el Hospicio en cuanto terminaron el trabajo. Era difícil acercarse a la puerta, pues, a pesar de los guardias de asalto, la aglomeración era enorme. Sin embargo, se veían dentro hilos eléctricos cortados, astillas. La calle estaba llena de letras de plomo de todos los tamaños. Varios pequeñuelos jugaban con ellas a formar su nombre. Uno buscaba la G por entre los zapatos de los curiosos.

Lo comentarios eran de todas clases. Ignacio quería entrar. ¿Cómo lograrlo? El Jefe de Policía en persona andaba por allí. De repente, salió del local «La Voz de Alerta». Se le veía furioso, desencajado. Sus finos labios le temblaban y su raya a la derecha prolongaba su cráneo. Llevaba entre las manos algo que brillaba: era la cajita de los panes de oro que se empleaban para el dorado en la encuadernación.

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