José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Ignacio se vistió precipitadamente y salió. Gerona era un mar de alegría y mil olas de color salpicaban las fachadas. Entonces fue cuando empezó a correr el rumor: había estallado un petardo en el Palacio Episcopal.

Lo encendió un hombre solitario, forastero, pobre. No causó ningún daño. Sólo el pánico de aquellos que oyeron la detonación. Le detuvieron y le preguntaron: «¿Por qué lo habéis hecho?» Él contestó: «Dejadme, dejadme, yo quiero estar solo».

Luego volvieron a salir las muchachas hermosas. Todo el mundo olvidó al hombre pobre. Los cafés se llenaron, la niña del cuello de cisne estrenó un precioso sombrero juvenil…

Era el Sábado de Gloria, la Resurrección. Las mujeres habían ido al Sepulcro y lo habían encontrado vacío. La losa levantada, un ángel sentado a la puerta. Luego Cristo penetró en el Cenáculo y dijo a los apóstoles: «Id y predicad el Evangelio por el mundo».

Aquél fue, pues, el primer Seminario. Ignacio pensó que el Cenáculo fue el primer Seminario, el de la Sagrada Familia de los Apóstoles. La noticia era jubilosa. Por eso tañían las campanas. Por eso, mil novecientos treinta y cuatro años después Carmen Elgazu había abierto la ventana de su cuarto y la niña del cuello de cisne había estrenado un precioso sombrero juvenil.

¿Qué dirían ante todo aquello el Responsable, sus hijas, el Cojo, el Grandullón? Continuarían conspirando, porque aquello no resolvía el hambre de justicia de sus vidas. Allí estaba como muestra el hombre pobre que quería estar solo. ¿Qué diría Julio? Nunca a base de inyecciones se conseguirían Sábados de Gloria… ni se resucitaría a nadie. ¿Qué dirían David y Olga? David y Olga estarían contentos porque ya se había terminado aquella Semana de sombras negras.

Ignacio recorrió la ciudad, durante la mañana del sábado, como ebrio. Emborrachándose de colores, de muchachas hermosas. ¡Incluso las de la Academia Cervantes, que vio en grupo en la Plaza de la Independencia, tenían algo de belleza resucitada! Y es que además de todo aquello estaban en el corazón de la primavera. Los árboles de la Rambla en la procesión le habían parecido maderos para crucificar. Pero ahora se los veía verdes y ufanos, riéndose con los niños, ¡y con el primer vendedor de mantecados! Iba a costar mucho esfuerzo volver a la realidad. Porque las campanas continuaban tocando. La que con más frenesí tañía, con más júbilo, era la de las monjas Veladoras, la más lejana, la del minúsculo din-din . Carmen Elgazu creía que las monjas Veladoras eran las personas que mejor sabían que nunca, jamás nadie podría resucitarse a sí mismo, si no era Dios.

CAPÍTULO XIV

La teoría de David y Olga era que si se hubieran levantado todas las capuchas de la procesión y contado los obreros que había debajo de ellas, la cifra hubiera dado mucho que pensar al señor obispo y a los redactores de El Tradicionalista , que consideraban el acto como una demostración inequívoca del fervor religioso de la ciudad. El Demócrata insistía en el tono supersticioso de todo aquello. Víctor, siempre medio artista y aficionado a la fotografía, había sacado unos clisés, prodigiosamente detallados a pesar de la nocturnidad. Víctor, en la barbería comunista donde continuaba reuniéndose el Partido, guardaba en una carpeta todos aquellos documentos. En uno de los clisés se veía, encorvado, el viejo Ernesto recogiendo excrementos, y al comandante Martínez de Soria contemplándole desde lo alto de su caballo.

En cuanto a Ignacio, consiguió volver a la realidad, lo cual le fue más fácil de lo que imaginaba; lo consiguió con sólo entrar en el Banco el martes por la mañana y encontrarse con un montón de Impagados. Según los empleados, la multitud acudió a contemplar la procesión por mimetismo, porque un espectáculo es siempre un espectáculo. Pero después todos querían justificarse. La Torre de Babel decía: «Yo salí un momento porque quería ver al director del Orfeón dirigiendo el coro de monaguillos». En cuanto a Padrosa, aseguró que pronto se cansó del desfile y que se fue a su casa a estudiar el trombón.

A Ignacio le ocurría algo singular: también sentía cierto despecho. Se veía obligado a disimular, para no ser piedra de escándalo y porque el subdirector se expansionaba con él como con la única persona capaz de admirar el pendón de la Adoración nocturna que había llevado todo el rato. Pero le penetró cierto despecho. Y cuando Cosme Vila sacó uno de sus bocadillos del escritorio y le preguntó: «¿Qué tal, qué tal la capucha? ¿Ya tienes el cielo asegurado, no?», contestó con violencia porque entendió que era su deber; pero, en el fondo, al evocar su imagen se sentía un poco absurdo.

Por fortuna, a Ignacio le había entrado el sarampión de las experiencias. Todo cuanto le ocurría lo convertía en su interior en una experiencia. Sólo su innato sentido del ridículo le impedía declararse a sí mismo: «¿Qué más da? Lo importante es que estoy viviendo intensamente».

Un hecho quedaba claro: la ciudad se iba dividiendo en dos bandos. El Tradicionalista , mosén Alberto, las Cofradías, don Santiago Estrada con su pendón -pendón del Instituto de San Isidro, instituto que defendía los intereses de los propietarios de la provincia-, el propio don Pedro Oriol y, en general, los vencedores en las elecciones habían desencadenado aquella ofensiva de antorchas; El Demócrata , David y Olga, Izquierda Republicana, el barbero de Ignacio, la UGT, los del Banco, los anarquistas, Víctor y el viejo Ernesto se decían ahora, cuarenta y ocho horas después del Sábado de Gloria, «que si no reaccionaban se los iban a merendar».

Menos mal que los Juegos Florales estaban cerca -el fallo se iba a hacer público de un momento a otro- y que el buen tiempo iba a permitir bailar sardanas sin respiro. Menos mal que las derechas no podían presentar junto a las procesiones un balance de realizaciones prácticas referentes a los mil problemas sociales planteados. Por el contrario, cuarenta y ocho horas después del repique de campanas, el número de obreros en paro frente al Bar Cataluña señalaba un cincuenta por ciento de aumento con relación a la primavera anterior.

Ignacio vio a estos obreros al salir del Banco, camino de su casa. Ahora le impresionaría mucho el Cataluña. En primer lugar, ya no vería en él, nunca más a su amigo Oriol; en segundo lugar, ahí estaba Blasco todo el día. En cuanto éste le viera entrar le diría: «¡Cuidado con hacer de soplón, mamarracho!» Tal vez le preguntara por la mandíbula.

Por cierto, ¿en qué había parado el proyecto de la imprenta?

Matías era el más ecuánime. «Digan lo que digan, el espectáculo en Gerona es de aúpa.» En el Neutral no escatimó elogios. «De aúpa, ésa es la verdad.» Don Emilio Santos no podía opinar, porque anduvo oculto todo el rato bajo el paso. Julio García comentó: «No se puede negar que la Iglesia Católica sabe organizar estas cosas». Matías prefería la austeridad de aquella procesión a lo que ocurría en la de Sevilla, donde, según él, debido a la excesiva duración y al temperamento la gente tenía que salir de la fila a comer y beber. Y algunos terminaban completamente borrachos.

Y, sin embargo, acaso las dos personas que más habían gozado -más, incluso, que Carmen Elgazu- fueron las dos sirvientas de mosén Alberto. Cuando vieron a éste en medio de la Procesión, con aquella especie de báculo de plata dirigiéndolo todo, dando órdenes aquí y allá, impecable toda su indumentaria, con los zapatos que le relucían a la luz de los cirios, no cupieron en sí de satisfacción. Para ellas, sin darse cuenta, mejor que manifestación de luto, la ceremonia significó el triunfo de mosén Alberto.

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