José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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A Ignacio, el sistema de declararse en huelga le parecía un hallazgo comparable al de la elección provincial de diputados, entre otras razones porque la paralización de la industria que ello traía consigo, demostraba irrefutablemente que quienes llevaban el peso de la producción eran los obreros. ¡Si en el Banco el día en que el botones estaba enfermo todo el mundo andaba de coronilla!
Matías Alvear, aunque en Telégrafos no hubieran hecho huelga jamás («nosotros somos como los seminaristas -decía-, tenemos mucha paciencia»), era partidario del derecho de huelga. «Es una de las bases de la democracia.» Carmen Elgazu cada vez que se cerraban las puertas de las fábricas, decía que aquello perjudicaba a las gentes como ellos, a la pacífica clase media.
En la mañana del viernes, Ignacio se levantó más temprano que José. Ardía en deseos de ver el aspecto de las calles. Salió y, como siempre, entró un momento en el Banco y allí la Torre de Babel le dijo, simplemente:
– Hoy habrá tortas.
– ¿Por qué?
– La Liga Catalana ha organizado sardanas en la Rambla, a las doce.
– ¡No es posible!
– Ya lo verás.
Don Jorge, presidente honorífico; el notario Noguer, vicepresidente… Ignacio consideró aquello de mal gusto. ¡Santo Dios! Pensó en el Responsable y en su séquito. ¿Qué pasaría? En los «limpias» había adivinado que aquello no iba a ser como en otras ocasiones. Había un punto de violencia en el ambiente; bien claro lo demostraba el aire de los limpiabotas. El subdirector dijo: «No creo que la Liga Catalana se atreva a hacer eso».
En cambio, Ignacio supuso en seguida que se atreverían. La gente de la Liga Catalana le parecía impermeable a todo lo que fuera popular. Eran abogados, agentes de Bolsa, accionistas de Sociedades Anónimas, catedráticos a la antigua, la élite , en fin, económica e intelectual de la ciudad. El padre de la muchacha de cuello de cisne era de la Liga Catalana… Julio había dicho un día: «Se niegan a admitir que el rumor de las masas sea profundo».
Ignacio salió del Banco y regresó a la Rambla. Los huelguistas habían empezado a hacer acto de presencia. Se veían muchos en el Puente de Piedra, tomando el sol. Sentados en las barandillas, esperaban la llegada de la prensa de Barcelona. Charlaban animadamente; algunos grupos se movían con agitación. Los más vestían su habitual indumentaria de trabajo; pero varios se habían endomingado absurdamente, se habían puesto zapatos relucientes, o una gorra nueva.
Las mujeres pasaban algo asustadas con sus cestos de compras, un poco más de prisa que de ordinario. Los transportistas hacían sonar en mitad del puente la bocina como diciendo: «¡Paso libre, allá vosotros; nosotros lo que queremos es trabajar!» Los pequeños comerciantes sudaban la gota gorda, pues en la huelga anterior hubo considerable rotura de cristales. Pasaban las monjas veladoras, que se retiraban. Dos gitanas merodeaban por entre los grupos, ofreciéndose para leer la buenaventura.
A las diez y media en punto, el mercado de legumbres y carne empezó a despejarse. Acudieron los barrenderos. Llegaron los periódicos. Algunos ponían: «¡El proletariado gerundense en huelga!» Aquello enardeció los ánimos. El personal de las tres grandes empresas se había concentrado allí, así como todos los empleados menores del tren.
Ignacio se había detenido en la acera del bar Cataluña, junto con unos futbolistas. Y de repente, vieron asomar un entierro por la plaza del Ayuntamiento, viniendo de la iglesia del Carmen. El monaguillo en vanguardia, con la cruz en alto. Detrás del monaguillo seis sacerdotes cantando, perfectamente alineados. Luego los caballos engalanados, dos cocheros con sombrero de copa; y detrás del féretro, solo, el hijo del muerto, al que seguía una larga comitiva, comitiva algo desordenada hacia el final.
Por el número de sacerdotes y coronas y por la calidad de la madera del ataúd, resultaba evidente que se trataba del entierro de alguien de categoría; sin embargo, los huelguistas abrieron sus líneas y todos se quitaron la gorra o la boina. Varios, al pasar el féretro, levantaron el puño.
Pero al hijo del muerto, muchacho de la edad de Ignacio, le acribillaron a miradas amarillas; aunque por fortuna él no lo advirtió.
– Hasta entre «fiambres» hay clases -barbotó alguien-. Si pagas, más curas y más cocheros.
– Pero una vez en el hoyo, se acabó -contestó otro-. Cuando llueve, llueve.
– A mí que no me vengan con coronas.
– Yo sí, yo querré una del Sindicato.
Pasado el entierro apareció, acercándose por la orilla del río, el Responsable. Le escoltaban sus dos hijas y un sobrino suyo, cojo, muy joven, que siempre llevaba un pañuelo rojo en el cuello. Eran las once de la mañana.
Ignacio le vio andar con su paso menudo, decidido, la misma gorra del día del mitin, los mismos ojos de acero. Tenía algo de pequeño general vestido de paisano y recordó que se decía de él que había aprendido a hipnotizar.
Ignacio no pudo resistir la tentación de acercarse al grupo que se formó en torno de aquél. El contacto directo entre el jefe y los suyos le pareció un detalle honrado. Ignacio odiaba con toda su alma «los organizadores de revoluciones desde un despacho».
Tan ensimismado estaba, que no se dio cuenta de que una de las dos hijas del Responsable le había clavado una banderita en la solapa, hasta que la chica hizo tintinear por tercera vez ante él una bolsa llena de calderilla.
– ¡Ah, perdón! -se registró los bolsillos hasta dar con unas monedas.
El Responsable decía: «Tenemos que esperar». Y su sobrino, el cojo, muy joven, pero mucho más alto que él, con eternas costras en los labios, se reía frotándose las nalgas con las manos.
Momentos después Ignacio sintió que le tocaban en el hombro: era José, que llegaba con cara de sueño. José, después de cenar, había salido solo, sin dar explicaciones, y regresado muy tarde.
– ¿Qué pasa?, ¿cómo está eso? -preguntó.
Ignacio le dijo:
– No sé. El Responsable acaba de llegar.
José echó una mirada de conjunto, con aire experimentado. Movió de arriba abajo la cabeza. Se le veía con ganas de actuar. Ignacio pensó en la absoluta inutilidad de aquella discusión con Julio. Nadie convencería a José. En cuanto veía costras en los labios de alguien, también empezaba a frotarse las nalgas.
Quedó perplejo al ver que, sin preámbulos, José se abría paso entre los grupos.
– ¡José…!
José no le oyó. En pocos segundos se plantó audazmente frente al Responsable.
– ¡Salud, camaradas! -dijo. Ignacio le había seguido y pronto estuvo a su lado.
El Responsable, al ver a José, permaneció inmóvil. El primo de Ignacio le sostuvo la mirada y le ofreció la mano.
El Responsable dudaba. Miró a su gente, como consultándola. Pero muy pocos conocían a José, aunque todos estaban pendientes de la escena y algunos murmuraban su nombre.
Por fin el Responsable tomó una decisión.
– Salud -dijo, y estrechó la mano a José, dando con aquel ademán por liquidado el asunto del mitin. Y acto seguido se la estrechó a Ignacio.
José no perdió tiempo en explicaciones.
– Parece que esto marcha -dijo.
– Sí. La gente ha respondido.
– Salarios de paria, ¿no es eso?
El Responsable tomó un pitillo que llevaba entre la gorra y la oreja. El Cojo se lo encendió.
– Hay ferroviarios padres de familia que cobran jornales de seis pesetas.
– ¿Y las mujeres?
El Responsable lanzó por la nariz dos larguísimas columnas de humo, que bifurcaron hacia su pies, clavados en el suelo.
– ¿Mujeres…? En la fábrica Soler, en la sección de embalaje, las hay que cobran dos cincuenta y tres pesetas. Trabajando de pie las ocho horas; incluso estando embarazadas.
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