José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– Exacto.

– Luego viene el individuo, que no es perfecto, y mata a su madre.

– ¿Y qué pasa con ello? -preguntó José.

– ¿Qué pasa…? Pues… ¡nada! Que si el padre vive… ¡pues se queda viudo!

José añadió que no había que reparar en medios para conseguir la libertad. Destruir todo lo que la sociedad ha creado de ficción y coacción.

Julio, al oír esto, recobró los ánimos.

– Claro, claro -dijo, intentando elevar el tono del adversario-. Ustedes han leído en algún sitio: «¡Hay que tener una mística!» Y la han comprado en la primera esquina.

– Nada se consigue sin fanatismo.

– Sí, es cierto. Pero… a condición de contar con unos dirigentes… que sean fríos.

José afirmó que ellos ya conocían esta regla desde niños. Y citó como ejemplo lo que ocurría en su familia.

– Mi padre -dijo- es un fanático del anarquismo. Todo Madrid le conoce; pues bien, nunca ha tenido cargo en la Federación. En cambio yo, que aunque usted no lo crea, soy hombre frío, soy jefe de grupo en mi barrio.

Julio preguntó, sin inmutarse:

– ¿Cree usted que un hombre frío declara que es jefe de grupo a un policía que acaba de conocer, y de provincia fronteriza por más señas?

– ¡Bah! ¿En qué puede perjudicarme?

– Por ejemplo, podría arrestarle por tenencia ilícita de pistola.

– ¿Cómo sabe usted que llevo pistola? -preguntó José, con calma.

– Porque usted me lo ha dicho.

José se mordió los labios.

– ¡Mira que tal! Le advierto que por mi barrio ya nadie cree en Sherlock Holmes.

– Hacen ustedes muy bien. Yo tampoco.

Ignacio iba poniéndose nervioso. Todo aquello era interesante, pero él hubiera preferido ceñir el tema. Le hubiera gustado oír a Julio exponer sus propias ideas.

– Espero que no van a discutir sobre eso -dijo-. Aquí lo interesante sería confrontar opiniones.

Julio hizo un gesto de asombro.

– ¿Y qué otra cosa estamos haciendo?

Ignacio ladeó la cabeza.

– Perdone… -dijo-, pero hasta aquí sólo hay uno que ha expuesta las suyas: mi primo.

Doña Amparo Campo intervino.

– ¡Uy, hijo! Yo llevo doce años con él y todavía no sé lo que piensa.

José aplastó de nuevo la ceniza en el cenicero.

– Pues yo creo que no tardaría tanto en saberlo -dijo, en tono que no disimulaba el resentimiento.

Julio le miró.

– ¿De veras?

– Sí. -José se dirigió a doña Amparo-. ¿Me permite… que hable con franqueza?

Doña Amparo Campo se sintió halagada. -¡Claro, claro que sí!

José añadió, en tono que le salió inesperadamente duro:

– Usted es el clásico tipo que echa al ruedo a los demás y luego se come la liebre, ¿no es eso?

Julio movió la cabeza.

– No creo que sea eso, la verdad…

– Sí -prosiguió José-. Por ejemplo -reflexionó un momento-, creo que uno de estos días va a haber huelga. Usted no dirá nunca: «¡Tienen razón; lo que cobran los ferroviarios es una vergüenza!» Usted… criticará la manera de hacer la huelga, el día que se ha elegido, y si tiene que tomar el tren y resulta que el tren no funciona, armará la de Dios es Cristo. Ahora bien… se aprovechará del caos… para pedir aumento de sueldo. Doña Amparo Campo no pudo reprimir una carcajada, lo mismo que Ignacio, porque José, al término de la frase, había parodiado con extrema gracia un pase de muleta. Julio, en cambio, sacó otra botella del mueble-bar y se sirvió.

– En fin, si usted cree que soy así, debe de ser cierto… -Marcó una pausa-. Por nada del mundo me atrevería yo a dudar de la inteligencia de un anarquista.

A Ignacio le pareció que en el fondo Julio perdía terreno. José se había echado para atrás y paladeaba de nuevo su coñac.

– De todos modos… -añadió Julio-. ¿Me permite usted que le de un dato?

José no contestó, pero él añadió:

– Da la casualidad de que esta huelga -que será exactamente el viernes-, la he aconsejado yo.

Ignacio semicerró los ojos.

– Sí -continuó-. Conocen ustedes al Responsable, ¿no es eso? Es muy amigo mío. Le dije: «Hazlo, es el momento. Los ferroviarios lo merecen». A mí siempre me ha parecido que el oficio de ferroviario es muy duro. Aunque tal vez el que ejerza José todavía lo sea más…

Se calló. Sus palabras habían surtido efecto, sobre todo en Ignacio. Ignacio pensaba: «¿Es cierto todo eso? Y si lo es… ¿por qué diablos se mete en esas cosas?»

Julio añadió, no queriendo dejar ningún cabo suelto:

– Y en cuanto a obtener aumento de sueldo, yo tengo mi criterio: ganarse por méritos un ascenso.

Doña Amparo Campo empezaba a sospechar que tendría que admirar a su marido. Pero José no se había dejado amedrentar.

– Me sorprende que le interesen a usted los ferroviarios -dijo-. ¿Por qué será? ¿Le traen contrabando de Francia?

Julio se indignó. La salida era inesperada.

– Ni por casualidad uno de ustedes razona una vez con lógica -respondió, conteniéndose-. Si yo utilizase a los ferroviarios como contrabandistas, tendría interés en que ganaran poco sueldo, ¿no le parece? ¿Se da cuenta de lo equivocado que está en todo?

José replicó:

– Eso de equivocarse no se ve hasta el final. Es muy bonito contemplar a los demás como si fueran peces en un acuario. Pero no olvide una cosa: somos muchos miles, muchos miles. Con lógica o sin ella, pero muchos miles. En Barcelona, en Madrid, en Andalucía…

Julio le interrumpió:

– En cambio, ¿ve usted…? En Francia prácticamente no hay anarquistas. Ayer se lo contaba al padre de Ignacio, hablando de un viaje que pienso hacer a París. ¿Por qué no son anarquistas los franceses? Porque son gente de método.

– ¡Ah, ya…! Claro… Los franceses son gente de método porque tienen un suelo que da muchas coles. Aquí, para regar los terrenos, tenemos que hacer pipí.

– Lo que interesaría, pues, sería traer agua y no dedicarse al «terrorismo sistemático» como ordena el reglamento de la FAI.

– Con barrenos a lo mejor aparece un peco. Y lo que queremos ante todo es lo dicho, la emancipación del individuo.

Ignacio miró a su primo.

– ¿Otra vez en las nubes? -prosiguió Julio-. ¿Qué es el individuo, y qué significa la palabra emancipación?

José estaba furioso.

– Individuo es el hombre que si no quiere votar, no vota; es el ferroviario que si no quiere trabajar, ahí se las den todas. Emancipación…

Julio se quitó la pipa.

– ¡Ya salió! Lo que el Responsable me dijo hace poco: «En las próximas elecciones CNT-FAI nos abstendremos de votar». ¡Muy bien, hombre, pero que muy bien! Ochocientos mil votos que la República perderá… Esto en el momento en que la CEDA avanza que da gusto verla y en que por vez primera vota la mujer. En un país en que no hay ninguna mujer (ni siquiera la mía…) que no lleve al cuello cuatro o cinco medallas. Total, que si el individuo se emancipa, en estas elecciones ganarán las derechas.

José soltó una carcajada.

– ¡Qué nos importa a nosotros que la República pierda esto o lo otro, que ganen las derechas o las izquierdas! Para nosotros la República ya lo ha perdido todo. Lo perdió en el momento en que continuó haciendo pagar cédula a los ciudadanos, sosteniendo cuarteles… y tantos policías como en tiempos de la Dictadura.

Julio dijo:

– Ustedes son unos insensatos, ahí está, y unos irresponsables. La masa tiene un instinto revolucionario certero, pero ustedes lo desvían de una manera grotesca. Son ustedes niños de teta.

José se sulfuró. Cambio de expresión.

– ¿De veras…? ¿Y usted qué es? -De pronto soltó-: ¿Un pillo redomado?

– Váyase con cuidado, amigo…

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