José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– ¡Oh! Ésos… peor que la CNT. Se reúnen en una barbería.

– ¡Vaya! Con el retrato de Stalin y demás.

– No sé. No lo he visto nunca.

– Pero… ¿y qué sabe el barbero de comunismo?

– No sé. Ya te digo. -Ignacio se echó a reír-. Ahora recuerdo que la Torre de Babel un día fue allá y se encontró en pleno jaleo. Miraban una revista antigua en que se veían unos oficiales rusos y el barbero decía: «¡Eso es pelo bien cortado y no lo que hacemos aquí!» Y todos los clientes asentían con la cabeza.

José no reaccionó como Ignacio había supuesto. Se detuvo un momento en el centro de la Rambla, precisamente frente al café de los militares, y le dijo:

– Aquí tomáis a los comunistas un poco a broma, ¿no?

Ignacio se detuvo a su vez.

– ¿A broma? Chico, no sé. A mí me parece que si peco por algo es por tomarlo todo demasiado en serio.

José continuó mirándole e insistió:

– ¿Tú conoces algún comunista?

– Pues… no. Creo que no. Conozco uno… que desde luego siempre lee a Marx y cosas por el estilo. Pero no sé si está afiliado o no.

– ¿Y qué tal?

– Es un compañero de trabajo. Del Banco.

– ¡Vamos!

Ignacio añadió:

– Desde luego, allí es el que tiene más personalidad.

José sonrió: -¿Más que el subdirector…?

Ignacio reflexionó.

– Entiéndeme… Según lo que entiendas por personalidad.

La Rambla estaba abarrotada de estudiantes. El sol caía vertical.

Ignacio dijo:

– ¡Toma! Eso significa que es la hora de comer.

José se volvió de repente, se acercó a una muchacha que pasaba sola.

– ¿Te vienes conmigo, chachi?

Había algo que Julio García no podía soportar: la fanfarronería. Dividía los actos en útiles e inútiles. La fanfarronería la consideraba siempre inútil. Sentarse en el coche del tren y desplegar el periódico como si uno estuviera solo, lo consideraba un acto inútil. Ello era tanto más sorprendente cuanto que Matías, que tenía fama de certero, hablando del policía decía siempre: «Sólo tiene un defecto: que es un fanfarrón».

Julio García, durante su infancia, en Madrid, no tuvo hermanos, como Matías, que le acompañaran en sus andanzas. Tuvo que arreglárselas solo. Estuvo mucho tiempo pensando, cada vez que recibía un par de bofetadas injustas: «Ese hombre acaba de ejecutar un acto inútil». Pero un día se dio cuenta de que a fuerza de actos inútiles el prójimo acabaría por aplastarle la nariz. Y entonces decidió pegar el primero.

Sin que ello le reconciliara con la fanfarronería. De ahí que cuando, en el mitin de la CEDA, vio a José con su aire de perdonavidas y supo que no sólo él había sido el primero en armar escándalo sino que había tumbado de un puñetazo a un pobre panadero que había perdido la calma, se dijo: «A ese mocito le doy yo una lección». Y por eso le invitó a tomar café, junto con Ignacio.

Por el físico de José y sus métodos directos dedujo que se trataba de un ser primitivo, del clásico mozalbete de la FAI dispuesto a tirar un petardo en un desfile o a pegar una paliza al primero que defendiera la conveniencia de las Aduanas. Pero Matías, en el Neutral, había dicho: «Te equivocas. José, a su manera, está muy documentado. Se ha leído más de un libro. Me parece que es muy capaz de sostener una controversia».

Julio había exclamado:

– ¿De veras…? Tanto mejor. Lo que yo daría para que fuera un auténtico teórico del anarquismo.

Matías le preguntó:

– ¡Bah! ¿Por qué te interesa tanto este asunto?

– ¿Por qué? Pues porque sí. Porque estamos en el país del anarquismo.

– ¿No crees que hay anarquistas en todas partes?

Julio hizo un gesto de desolación.

– Matías… siento decírtelo, pero anarquistas ya sólo quedan en España, y en algunos países de la América del Sur.

Por su parte Ignacio había advertido a José de que Julio era un hombre bastante complicado, del que nunca se sabía si decía todo lo que pensaba o sólo la mitad.

– Especialmente en cuestiones políticas, siempre habla en términos vagos. Está muy enterado, ¿sabes? Quiero decir que los hechos, los conoce al dedillo. Cuando las cosas se ponen oscuras es cuando él tiene que dar su opinión. «Claro, claro, quién sabe…» «Sí, la República es siempre algo.» ¿Te das cuenta?

José se había quedado inmóvil, mirando a Ignacio.

– ¿Qué periódicos lee?

– Chico, yo creo que los lee todos.

José dijo, bruscamente:

– ¡Vamos, vamos a conocer a esa fiera! -Y al saber que le daría un excelente coñac, en el camino entró en un estanco y se compró un cigarro habano.

A Carmen Elgazu aquella visita no le había hecho ninguna gracia. «Ignacio entre dos fuegos», pensó. Una vez más le había advertido que a todas las teorías que oyera les hiciera poco caso. «Ya sabes que sólo hay una verdad, hijo: ser bueno. Y tú lo eres.»

Les abrió la criada y los hizo pasar a la sala de estar, en la que Julio se hallaba esperando. Al verlos, se levantó en seguida y por su actitud creó un clima de confianza.

– ¡Caramba! A eso se le llama puntualidad.

Estrechó la mano de José y al mismo tiempo el antebrazo de Ignacio.

– ¡Sentaos, sentaos! Encantado de teneros aquí. En seguida viene mi mujer y tomaremos una copa. ¿Usted qué prefiere, José? -Viendo que José se mordía los labios para reflexionar, Julio apretó un botón de un mueble que tenía al lado y en el acto apareció, rutilante, toda una licorería.

Aquel mueble-bar encantó a José. Por su colorido y exuberancia. Y en cuanto entró doña Amparo Campo, con bata verde y encarnada, pensó que se parecía mucho al mueble-bar.

– Señora… -José parecía enteramente un caballero. El cigarro habano le daba un aspecto sorprendentemente burgués.

Las frases de trámite duraron poco. En cuanto todo el mundo estuvo servido, Julio dijo:

– José, no crea que esté usted aquí por lo del mitin… Les dije que vinieran para charlar un rato, simplemente.

– ¡Ya, ya! Ya lo supongo.

Julio se tomó el café de un sorbo. Luego, reincorporándose, prosiguió:

– De todos modos, me va a permitir una pregunta. Por lo que vi -esbozó una sonrisa- los de la CEDA no son santos de su devoción, ¿verdad?

– ¿De mi devoción? -A José la presencia del coñac le había producido un efecto saludable. Había enrojecido un poco, y se veía que se hallaba a sus anchas-. ¿Qué le parece, madame? -añadió, dirigiéndose a doña Amparo Campo-. ¿Tengo yo cara de ser devoto de la CEDA?

Doña Amparo Campo contestó:

– No sé, no sé. ¿Por qué no?

– ¡Vaya!

Julio continuó:

– No. Desde luego, no tiene usted cara de la CEDA. -Luego añadió-: ¿Socialista…? -Al ver que José miraba con fijeza, cortando el cono truncado de la ceniza en el cenicero añadió-: Desde luego, si le molesta hablar de eso, no he dicho nada.

El primo de Ignacio levantó los hombros.

– ¿Por qué? Por mí, encantado. -Marcó una pausa-. Yo soy de la FAI.

Julio enarcó las cejas en expresión de sorpresa.

– ¡Hombre, estupendo!

– ¿Por qué estupendo? -preguntó José.

– ¡Qué sé yo! Siempre me han gustado los anarquistas.

– ¡Ah, sí…! ¿Por qué?

– Pues… ¡Cómo se lo explicaré! Ya lo sabe mi mujer. A mí… todo lo romántico me gusta.

– ¡Vaya! -José se envolvió en humo-. Conque ¿le parecemos unos románticos?

– ¿Y a usted no?

Julio se echó para atrás en el sillón y dijo, como si la polémica hubiera llegado ya a un punto de madurez lógica:

– ¡Parten ustedes de un principio magistral: que el individuo es perfecto, y que por lo tanto puede dársele libertad absoluta!

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