José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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La gente estaba acostumbrada a interrupciones de aquel tipo en los mítines. Sin embargo, lo de José tuvo, al parecer, una gracia especial, pues al día siguiente mucha gente hablaba de ello. El Demócrata hizo varios comentarios jocosos, ridiculizando al orador. El Tradicionalista juzgó un éxito que el único obstructor hubiera resultado «un forastero menor de edad». José exclamó: «¡Aquí envejecería yo en menos de un mes!»

Matías Alvear e Ignacio tenían idéntico temor: que Carmen Elgazu se enterara de lo ocurrido. Era preciso no aludir para nada a ello. Durante la cena hablaron de la familia de Burgos, de la de Bilbao, y luego se repitió la escena del rosario, aunque esta vez José se quedó dormido como un tronco nada más meterse en cama.

Pero a la mañana siguiente Carmen Elgazu lo supo todo de pe a pa. Antes de las diez. Fue en la pescadería donde la informaron.

– ¿Merluza, doña Carmen?

La mujer notó algo raro en varias de las vendedoras.

– Pero ¿qué pasa?, ¿por qué me miran así? -Finalmente, una de ellas, que le tenía gran simpatía, se lo contó.

– ¡Virgen Santísima! ¡Déme, déme la merluza!

– Hace usted muy buena compra, doña Carmen. Es del Cantábrico.

Carmen Elgazu regresó a casa desorientada. «¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Y no me dijeron nada! ¡Y esto tiene que durar una semana!» Estaba decidida a provocar un escándalo.

Por desgracia, en el piso ya no había nadie. José se había levantado en plena forma, sin acordarse en absoluto de lo ocurrido, y le había propuesto a Ignacio ir a ver la parte moderna de Gerona.

Ignacio le había seguido, comprendiendo que hay personas cuyos actos impiden pensar. José era una de ellas. A su lado era imposible ordenar las ideas, pues tomaba las decisiones más bruscas e inesperadas.

Carmen Elgazu pensó incluso en ir a Telégrafos y comunicar a Matías lo que había decidido. Pero le pareció demasiado espectacular. Por lo demás, Matías se pondría furioso. ¡Durante la cena se estuvo comiendo con los ojos a su sobrino! Cuán cierto era lo de los «resabios» de que hablaba mosén Alberto.

«Señor, Señor -pensaba Carmen Elgazu-. Dios me perdone, pero ojalá le hubiera venido un calambre al tomar el billete en la estación. ¡Si es que tomó el billete!», exclamó para sí.

Carmen Elgazu tampoco lo podía remediar: sentía repugnancia por varias personas. Toda la familia de su marido… Cuando los tenía cerca, no era la misma. A ésto se refería cuando le decía a Ignacio: «¿Yo perfecta? También tengo mis celos y mis cosas, hijo». Ella había dudado menos que mosén Alberto y se lo había dicho al confesor habitual, un viejo canónigo de una paciencia infinita; y el canónigo le aconsejó: «No se torture, hija mía. Procure tener caridad. Contra esto… no podemos nada».

Ahora hubiera podido aprovecharse de esta última frase, que en cierto modo le daba carta blanca; pero no debía disgustar a Matías. Recordó que éste, en Bilbao, tuvo mucha paciencia con sus hermanas, algunas de las cuales le ponían nervioso. Mientras hacía la cama de José, iba pensando: «Caridad». Pero consideraba que para Ignacio todo aquello no era bueno. Al hacer la cama de éste, contempló un momento su pijama. «¡Ignacio!» Lo dobló con cuidado, con mucho cuidado, sintiendo que del de José se había desprendido lo antes posible. «Contra esto no podemos nada. ¡Qué le voy a hacer!»

La maleta de José estaba allí. Sentía deseos de abrirla. Pero no lo hizo. Al regresar al comedor vio que el Sagrado Corazón, sentado en su trono, sostenía en la palma de la mano el globo que representaba el mundo. Había una gran quietud matinal en toda la casa. Todo aquello la tranquilizó. «¡Si Vos protegéis a mi hijo, Señor, me río yo de la CEDA y de los mítines!» Luego pensó que, en el fondo, cinco días que faltaban no eran mucho.

Las andanzas de Ignacio y José eran diversas. Primero habían ido a la barbería. A la de Ignacio, situada en la arteria comercial de la ciudad, calle del Progreso. Los Costa, los jefes de Izquierda Catalana, la habían hecho prosperar. Arrastraron a mucha gente y además impusieron la moda de las lociones y de las propinas crecidas.

Allí tuvieron la gran sorpresa. El patrón, al verlos entrar, lo reconoció en seguida: «Amigo, le reconozco a usted del mitin. Pida usted el masaje que quiera». José quedó estupefacto. «¡Sí, sí, usted!» Ignacio soltó una carcajada, divertido. «Curioso -pensó- que un grito anticedista pueda valer un masaje.»

Aquello puso definitivamente de buen humor a José. Recorrieron la Gerona moderna, que a José le pareció espantosa. A las doce dijo, de repente: «Ahora me doy cuenta de que desde que salí de casa no les he mandado ni una postal».

– Mándales un telegrama -propuso Ignacio.

– ¡Hombre! -exclamó José-. Es una idea. -Y alegres, pensando en Matías, echaron a andar hacia Telégrafos.

Matías no pudo atenderlos como hubiera deseado. Tenía mucho trabajo.

– Habrá huelga -les dijo- y todo el mundo manda telegramas.

– ¿Cómo huelga?

– Sí. No se sabe si huelga general, o sólo de la CNT.

CNT… José volvió a pensar en el Responsable. Lo mismo que Ignacio. A éste le había parecido que el gesto del jefe anarquista de pegarse, seco, en la mejilla, tuvo una gran dignidad. Todavía no había digerido su encuentro rapidísimo con aquel personaje. Los ojos de acero del Responsable los tenía clavados en la memoria. Y su gorra calada hasta las cejas. Bajito, sin afeitar…

A José le hubiera gustado olfatear por Telégrafos y, sobre todo, por la Sección de Correos. Le gustaba ver montones de cartas. Nunca había comprendido por qué la gente se escribía tanto. «Ya ves, yo todavía ni una postal.» Aquel pensamiento le envaneció tanto que decidió no mandar el telegrama. «¡Nada! Cuando llegue, ya me verán.»

Matías se despidió de ellos.

Luego fueron a la Rambla comentando lo de la huelga. Ignacio ya había oído hablar de ello. Los ferroviarios cobraban un salario ínfimo, y además había habido varios despidos, al parecer injustificados. Lo mismo entre los camareros. Pero los camareros eran menos decididos y por otra parte pertenecían a la Unión General de Trabajadores.

José le preguntó:

– ¿Así… que la CNT pita, a pesar de todo?

Ignacio no estaba muy bien informado, porque en el Banco le habían afiliado a la UGT. Pero desde luego el Responsable abría brecha. Tenía poca ayuda, al parecer, pero era de una tenacidad implacable. «Ya lo viste.»

José le preguntó:

– ¿Y me dijiste que se reúnen en un gimnasio?

– Sí. Eso cuentan.

Ignacio le explicó entonces que el cajero del Banco Arús vivía enfrente y siempre les contaba el pintoresco efecto que hacía ver a unos hombres muy serios, discutiendo de salarios y demás, rodeados de poleas, paralelas, cuerdas con anillos, etc.

– Si la sesión se prolonga -añadió- sin darse cuenta empiezan a utilizar los objetos. -Ignacio se animó hablando de ello-. Al parecer a veces terminan como si todos fueran atletas. El Responsable sentado en el potro y éste haciéndole dar tumbos, y sus hijas rubias haciendo bíceps con dos bolas de hierro.

José también se divertía.

– ¿Sus hijas también asisten a las reuniones?

– ¡Cómo! No abandonan nunca a su padre.

– ¡Caray! Como si dijéramos, una familia modelo…

– Es así.

A José le entraron unas ganas inmensas de conocer todos los locales políticos de la ciudad.

– ¿Y la CEDA?

– ¡Uf! Es una especie de Balneario.

– ¿Y Liga Catalana?

– ¿Liga Catalana…? Un despacho de notario… ¡Bueno, no! También saben divertirse, cuando quieren.

– ¿Y los comunistas?

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