José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– ¡Contra esto luchamos!, ¿comprendes? -añadió José, exaltándose inesperadamente-. ¡Ni socialistas, ni radicales, ni jurados mixtos ni los cuernos de Lenin! ¡Arrasar esas víboras como pulgas! ¿Crees que con gente como tu padre ésto se iba a terminar? ¿Y con gente como tu hermano? ¿Qué hará tu padre toda la vida? Cursar telegramas que digan: «Princesa del Campo de Velasco de la madre que la parió: el partido de golf será el sábado a las tres». ¿Qué hará tu hermano? Confesarlas. Seis ora pro nobis y se acabó. Al cielo. Y los proletarios, ¿qué? Tocándonos lo que tú sabes. Más de doscientos años llevamos así. Y tú trabajando en un Banco por veinte duros al mes.

Ignacio estaba impresionado, a pesar de que José por un lado se quejaba de que el Responsable le pidiese armas y por otro decía que había que arrasarlo todo.

Quiso cambiar de conversación. Verdaderamente, José era un exaltado, era de una espontaneidad escalofriante. A veces los del Banco hablaban en forma parecida, quizá no tan rotundamente. La corbata ponía sordina a muchas cosas. Y por lo demás, había una diferencia: si ellos hubieran podido casarse con una princesa sin temor a hacer el ridículo, se habrían casado. En cambio José… ¿José no…? No, desde luego. Ignacio pensaba que allí estaba la diferencia. Los del Banco hablaban por hablar, se veía que nunca la acción seguiría a la palabra, que nunca arrasarían a nadie si ello implicaba jugarse el pellejo; en cambio, José se lo jugaría a cara o cruz. Ahora parecía un tigre enjaulado, con sus negros ojos relucientes y el espejo del armario repitiendo hasta el infinito sus gestos. Iba en mangas de camisa. Los tirantes le subían o bajaban según hablase de Isabel la Católica o de los jurados mixtos.

Ignacio le preguntó:

– Dime una cosa. Nunca te has preguntado… ¿por qué eres así?

José le miró, tosiendo con impaciencia.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir… cuándo empezaste a tener esa manera de ver las cosas.

– Ya te dije que desde que me parieron.

– Bueno, bueno. Eso es una frase. -Marcó una pausa-. Te lo preguntaré de otra forma. ¿Es que de pequeño viste algo que te quedó grabado?

José se tumbó en la cama y se puso a fumar en esta posición.

– Sí, ya sé por donde vas. Si hubiese nacido en Palacio, sería rey.

Ignacio asintió con la cabeza, aunque su primo no lo viese.

– Exacto.

José guardó silencio un momento.

– Pues verás… Eso del Palacio es verdad a medias, a mi modo de ver. A mí siempre me ha parecido que yo lo llevaba en la sangre.

– Pero si fueras rey…

– ¡Entiéndeme! Desde luego no sería de la FAI. Pero sería revolucionario de otra manera… ¡Qué sé yo! A lo mejor me cargaría a los ministros uno tras otro.

Ignacio se rió. Pero luego se quedó pensativo de nuevo.

– Así… que tú crees que las ideas políticas se llevan en la sangre…

– Todo se lleva en la sangre.

Ignacio dijo:

– En ese caso… ¿qué responsabilidad hay? -Marcó una pausa-. ¿Qué culpa tienen las señoras de las Conferencias de San Vicente de Paúl?

José encogió las piernas y las cruzó una sobre otra, balanceando el zapato.

– ¡Caray, primito, no tienes un pelo de tonto! Pero… -de repente se incorporó y se sentó frente por frente de Ignacio, con los pies plantados en el suelo-. Eso no es una razón, ¿comprendes? Hay que arrasar lo que sea, para el bien de la humanidad. Para que mañana la sangre sea otra. No vamos a andar con microscopios para ver si los glóbulos tal y si los glóbulos cual. El que la hace la paga, y se acabó. Si tiene la culpa él, ahí lo tiene; y si la tenía su padre, lo lamento.

Ignacio meditaba. Se le antojaba que su primo era un exaltado… en la forma, pero que en lo más hondo de lo que decía latía un punto luminoso de verdad. Un ansia de justicia que…

Ignacio oyó que la puerta del piso se abría y reconoció el ruido característico que hacía su padre con las llaves. ¿Cómo era posible que su padre fuera tan distinto de José? Pensó en doña Amparo Campo. ¿Por qué extraños caminos -de sangre, tal vez- había llegado a querer ser una señora, a querer figurar y humillar a su criada? Había nacido en un pueblo de Ciudad Real, en una especie de pesebre… sin aliento de asno y buey. Pensó en el Responsable. Ya lo creo que sabía quien era. Lo mismo que José… pero con más años a la espalda. Consideraba burgueses incluso a los obreros en paro del bar Cataluña. Varios muchachos jóvenes le escoltaban siempre, pegados a sus pantalones. Claro, claro, eran los de la FAI. ¡Así que el Responsable era a un mismo tiempo jefe de la CNT y de la FAI… y pedía armas! ¡Bah…! Y sus hijas, las dos rubias del Responsable… eran muy populares y llamativas. La del sargento era conocida por toda la ciudad. Las llamaban «las vegetarianas» y siempre andaban por el Ter.

Ignacio vio la huella que José había dejado en la cama. Era más profunda que la que acostumbraba a dejar César. ¿Por qué el recuerdo de César le asaltaba cada dos por tres? Claro, todo estaba lleno de él, especialmente aquella habitación.

José preguntó:

– ¿Me da tiempo de escribir una carta antes de comer?

Una carta… Ignacio pensó en la última que se había recibido del Collell. César escribía que todos los jueves por la tarde era el encargado de recoger las pelotas en las pistas de tenis. Los internos jugaban y él recogía las pelotas. Decía que no conseguía entender una palabra de lo que hablaban; mejor dicho que no entendía su manera de contar por sets . Treinta iguales, treinta cuarenta. «¿Qué diablos querían decir?»

De todos modos, estaba contento. Hacía ejercicio al aire libre. ¡Vaya por Dios! Ignacio vio que José se agachaba para recoger un papel. Entonces recordó muchas otras cosas de César. Por ejemplo, que llevaba cilicio. Sus padres lo ignoraban, pero era así. Un día Ignacio le vio en la cama: llevaba cilicio. ¡Horrorizaba pensar que a lo mejor lo llevaba al agacharse, cuando recogía las pelotas de tenis! Todo aquello era un modo de expresión muy distinto del de José, y tal vez en el fondo uno y otro persiguieran lo mismo.

Matías llamó a la puerta de la habitación.

– ¿Qué hacéis, tunantes? ¿Es que no oléis el arroz?

Ignacio y José se levantaron y abrieron la puerta. Matías estaba allí, con los auriculares de la galena. Les había puesto un cordón larguísimo para poder pasearse por todo el piso.

Después de comer, Nuri, María y Asunción, en vez de llamar a la puerta de abajo, llamaron a la del piso. Entraron en el comedor remoloneando, conducidas por Pilar y como dirigiéndose al cuarto de ésta. Matías comprendió y dijo:

– Mira, José. Estas amigas de Pilar quieren conocerte.

José miró a las tres chiquillas sonriendo.

– Son muy guapas -dijo-, aunque no tanto como Pilar -añadió.

– ¡Oh, oh…! -Y todas entraron precipitadamente en la habitación.

Pilar se había pasado todo el almuerzo contemplando a su primo, un poco molesta porque él prefirió hablar de Inglaterra -de la miseria de algunos barrios de Londres- y de Norteamérica -los linchamientos de negros- a interesarse por ella, por lo que hacía en las monjas y por si la había imaginado tal como era o un poco más baja.

De tal modo, que a los postres la chica quiso dejar sentado que también entendía algo de aquellas discusiones.

– José… -dijo-, ¿en Madrid también persiguen a las monjas como aquí?

– ¿A las monjas?

– Sí.

– ¿Quién persigue a las monjas?

– El Gobierno.

– ¿El Gobierno?

Pilar se ruborizó.

– Sí. La Madre nos ha dicho que ha salido una ley.

Matías intervino.

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