José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Tocante a las instituciones de postín -Casino, etc…- era de suponer que no le interesarían. Y las bibliotecas tampoco. Y en cuanto al Museo Diocesano… José fue escuchándole mientras se desayunaba:

– ¡No te preocupes! Habrá tiempo para todo. Sí, sí, desde luego al policía ese me lo traes. O vamos allá, lo mismo da. ¿Casino…? ¡Ni hablar! ¿Ves? Eso de los Museos me gusta, aunque no lo parezca.

¿Mosén qué…? ¿Roberto, Alberto…? ¿Es catalanista? ¡Vaya, no faltaba más! ¿Y dos para cuidarle? ¡Ejem, ejem! ¿Piscina…? ¡Si hay sirenas, cuenta conmigo! ¡Plaza de toros! ¿Qué…? ¡Bien, bien, lo que tú digas, lo que tú digas!

– De todos modos -añadió, en cuanto se hubo tomado el café, levantándose-, esta mañana, nada. Esta mañana he de entrevistarme con unos camaradas.

Ignacio se quedó perplejo.

– ¿Cómo?

– Nada. Es un encargo del Partido. «Ya que vas para allá, pues aprovecha.»

– Pero… ¿qué camaradas? ¿Conoces gente de la FAI aquí?

– Nadie. Pero los conoceré. Traigo una dirección. -Sacó un papel.

– A ver.

– Rutila, ochenta. ¿Qué es eso? ¿El local?

– ¿Local…? ¿Rutila? No creo. Eso está pasados los cuarteles de Artillería, un barrio extremo.

– Me extraña. Porque aquí lo primero que se hace es esto, tener un local.

– Pues no. De todos modos -añadió Ignacio-, ¿irás ahora?

– ¡Toma! Primero el deber. Hecho, hecho está.

– Bien, bien.

– Tú esperas aquí. Y ahora me indicas esa calle.

– Desde luego. Ven. Desde el río la verás.

De buena gana, Ignacio le hubiera acompañado. «¡Ya que vas para allá, pues aprovecha!» ¿Qué diablos se le habría perdido a su primito en Gerona?

En cuanto José hubo salido, Carmen Elgazu apareció en el marco de la puerta de la cocina.

– Esto no me gusta.

– ¡Bah! ¿Por qué? Cada uno tiene sus ideas.

– Sí, ya. Tú no los conoces. ¡Si conocieras a tu tío! Simpático, no se puede negar. Como José. Pero por la política pierde la cabeza. Son capaces de cualquier cosa. Celebra que César no esté aquí; ya ves lo que te digo.

Ignacio se puso repentinamente serio, pues recordó que su madre le había hablado precisamente del hambre que habían pasado los Alvear. Pero no dijo nada.

Carmen Elgazu se quedó pensativa. ¡Le temía a la posible influencia de José sobre Ignacio! Había llegado en un mal momento. Además, le faltaban dos meses para los exámenes y lo que Ignacio tenía qué hacer era estudiar.

Éste se cansó de estar en su cuarto y salió al balcón. Lucía un sol espléndido. La Rambla estaba desierta a media mañana. Los limpias se paseaban aburridos. Algún viajante, con los brazos tocando el suelo bajo el peso de los muestrarios. En el club de los oficiales se veía a un capitán joven coqueteando con una caña de bambú.

Ignacio pensó:

«Si pasara el cuello de cisne…» Pero no. Mujeres que regresaban de la compra. ¡Doña Amparo Campo, su sirvienta cargada como los viajantes! Le tintineaban los brazaletes. Doña Amparo Campo saludó a Ignacio con una ancha sonrisa. Vista así, a distancia, parecía menos vulgar. Tenía algo, desde luego. Pero ¡qué fardo de vanidad! Debía de ser terrible andar con tanta vanidad a cuestas, día y noche.

José regresó a mediodía en punto. Ignacio iba a preguntarle: «¿Qué tal la entrevista?», pero no hubo necesidad. El muchacho regresaba hecho un basilisco.

– ¿Qué ha pasado?

José había hablado con el jefe de la CNT en Gerona, que al parecer lo era a la vez de la FAI. Le llamaban El Responsable. ¿Responsable de qué…? «Nada. Una especie de burgués.» De anarquismo sabía menos que el soldado del Cocodrilo.

– Cree que basta con echar pestes contra los santos. «¿Nos traes armas?», me ha preguntado en seguida. Y no creo que haya manejado una en su vida.

Ignacio se interesó mucho.

– Ven a mi cuarto -le dijo- y hablaremos. Siéntate. -Se sentaron cada uno en una cama-. Así que… ¿mala impresión?

– ¡No tienen la menor técnica! Nada. Unos fanfarrones, nada más.

– Pero… a ti también te gustan las armas…

– ¡Toma! ¿Crees que en Madrid dan caramelos?

– Claro… -Ignacio prosiguió-: Aquí, desde luego no sé si tendrán técnica, pero sé que el número de afiliados es bastante crecido. Se reúnen en un gimnasio. Me refiero a la CNT. ¿Quién es ese Responsable?

– No sé. Se llama Agustín. Trabaja en una fábrica de alpargatas.

– ¿Agustín…? ¿Alpargatas…? -Reflexionó un momento-. ¡Espera! ¿Es un hombre que tiene dos hijas… muy deportistas, rubias?

– Pues… no sé. ¡Sí, eso creo! He visto a dos rubias por allí.

– ¡Claro, ya sé quién es! Sí, vive en la Rutila. Pero no sabía que fuera… Uno del Banco le conoce mucho.

– ¿Y qué dice?

– ¡Nada! Una de las dos chicas le gusta, pero hay un sargento que está antes que él.

– ¿Sargento…? ¡Exacto, lo de siempre! Supresión de las fuerzan armadas, y su hija dándole el pico a un sargento.

– ¿Sabes lo que diría Julio García?

– ¿El policía ese sabio?

– Sí. Diría que es el temperamento.

– ¿Qué temperamento?

– El nuestro. El español.

– ¡Al cuerno, pues, con el temperamento español!

– ¿Ves? Tú haces lo mismo.

– Bueno, vas a ver la que se arma. Ahora hablemos de otra cosa -prosiguió, molesto por todo aquello-. ¿Tú tienes novia?

Ignacio se había puesto de buen humor.

– Yo no. ¿Y tú?

José se levantó.

– ¿Yo…? Imposible. Me gustan todas. -Se hubiera dicho que había olvidado por completo al Responsable-. Figúrate -añadió- que me gusta hasta la mecanógrafa que vive con mi padre.

José era el primer chico experimentado en la materia con que Ignacio se encontraba, y con el que podría desahogarse sin vergüenza. Tenía el proyecto de preguntarle muchas cosas… Por de pronto, le explicó que a él también le gustaban todas, pero que echaba de menos una novia.

Le habló de las chicas de la Academia. «Son más feas que yo», dijo. Habló de otras que conocía, pero que no tenían nada en la cabeza. «Es, igual, es igual -le interrumpía José-. En la cabeza es igual.» Ignacio se reía y le habló de la gitana, que vendía cortes de traje tarados y que posaba para los pintores de la ciudad. Una belleza.

– ¿Es verdad que con las gitanas no hay nada que hacer? -le preguntó Ignacio.

– Chico, las de aquí no sé… Pero en Madrid, si abres la cartera…

Luego Ignacio se decidió a hablarle de lo que le había ocurrido con la chica de cabellos larguísimos, «hija de gran familia».

– Es una tontería; porque yo soy como tú, un don nadie, desde el punto de vista postín. Pero ¡qué quieres! Ahora mismo, en el balcón, mientras te estaba esperando pensaba: «Me gustaría verla pasar». ¿Tú qué opinas?

Entonces José le demostró que entendía algo de la vida. Pareció que volvía a pensar en el Responsable o, por lo menos, puso la misma cara. Ignacio había temido que le llamara snob y, por el contrario, a José le pareció todo aquello muy normal.

– A todos nos ocurre -dijo-. No hay ninguno de nosotros, ningún pobre, que en un momento dado no sueñe con la hija de un abogado o en una princesa. Si yo te contara… Y es que -añadió- todavía no las conocemos lo bastante. Si las conociéramos, ya no nos tomaríamos esa molestia. -Pareció que el tema le iba gustando-. Son víboras, que andan por el mundo restregando su vanidad por las narices de los pobres. En España las hay de dos clases: las que declaran francamente que lo son, descendientes de Isabel la Católica, que pasan delante de uno como si uno fuese una mosca, y las que lo disimulan bajo la capa de las Conferencias de San Vicente, o de los hospitales, o de la Cruz Roja. Éstas son las más peligrosas y las hay en todas partes: Barcelona, Madrid, Gerona, Andalucía. Sonríen con tanta naturalidad, que el proletario cree que son seres humanos; pero debajo del hábito llevan un látigo por si se les acerca demasiado.

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