Ignacio era menos optimista, pues el herido tenía la mejilla manchada y muy amoratada.
– Descanse usted un rato y luego le acompañaremos -ofreció.
– ¡No, no, muchas gracias! No vale la pena. -Pero se veía que le costaba esfuerzo mantenerse en pie.
Entonces sonó de nuevo el timbre de la puerta. Pilar fue a abrir. Era Julio García.
José, al reconocer su voz, se incorporó. No quiso que el policía le viera tendido sobre las sillas.
Ignacio juzgó aquella visita intempestiva; por el contrario, Matías estimó que era de agradecer. Julio, después de cualquier suceso anormal en la ciudad, subía a verlos, para cerciorarse de que no les había ocurrido nada malo.
– ¿Todo tranquilo…? -le preguntó a Pilar al entrar.
– Excepto José.
– ¿De veras…? ¿Qué le ha pasado?
– Ha recibido un golpe.
Julio entró en el comedor y, antes de que pudiera preguntar nada, Matías salió a su encuentro.
– ¿Qué se dice en la Policía?
Julio se encogió de hombros.
– ¡Bah! Todo eso es corriente.
– ¿Hay detenidos?
– No. -El policía se volvió hacia José-. El trombón ha presentado una denuncia.
– Por mí -hizo José- como si la presenta el Papa.
Julio se dirigió de nuevo a Matías e hizo un ademán de impotencia. Luego añadió, señalando con la cabeza en dirección a la Rambla:
– Bueno… ¿Tú habías visto en tu vida algo tan insensato?
– ¿A qué te refieres…?
– Atacar una cobla de sardanas… ¡en Cataluña!
– ¡Ah, claro! -admitió Matías-. ¿Quieres decir que se habrán ganado antipatías?
– ¡Cómo antipatías…! Los sardanistas les jurarán odio eterno.
José se puso en pie -llevaba una toalla en la frente- y dijo que ellos no estaban dispuestos a pedir adeptos como quien pide limosna, y que siempre que se tratase de una huelga justa se llevarían por delante cuantas coblas de sardanas se opusieran.
– Queremos que se nos escuche, eso es todo.
Matías no pudo reprimir una respuesta dura.
– ¡Si por lo menos supierais lo que queréis! -dijo. Era la primera vez que el hombre censuraba la conducta de su sobrino.
La sorpresa de éste fue total. Se puso muy nervioso buscando un cigarrillo.
Julio, entonces, tomó asiento. Se dirigió a José, a pesar de todo.
– Ya sabe usted que soy el primero en admitir que la huelga era justa. Pero lo que digo… es que la habéis llevado con los pies.
– ¿Ah, sí…?
– Naturalmente. -Luego añadió-: Lo que teníais que haber hecho era mandar subir al tablado de los músicos, de una manera pacífica, a los veinte obreros despedidos. Gorra en mano, a saludar a la multitud. -Ante el asombro de todos explicó-: A la gente lo que la emociona es conocer directamente a las víctimas, verlas de carne y hueso.
José se mordió los labios. La toalla empapada en agua fría le bailoteaba en la cabeza. Se disponía a barbotar algo, pero el desconocido de la herida en el mentón intervino inesperadamente:
– Eso hubiera sido humillante.
El policía hizo otro gesto de impotencia.
– Pero eficaz.
José pegó un puñetazo en la mesa. Entonces sintió sobre sí la mirada de Carmen Elgazu. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió dominarse y, cruzando el comedor en dos zancadas, se retiró a su cuarto.
Carmen Elgazu estaba indignada. El espectáculo que en la Rambla había dado José la había trastornado. No podía salir sin que le dijeran: «Caramba, doña Carmen, se ve que su familia tiene el genio vivo». Se estaba preguntando si podría resistir por más tiempo semejante situación.
Por fortuna, José pareció querer facilitar las cosas. A la hora de cenar no dijo nada, a la mañana siguiente tampoco. Pero en cuanto vio que el chichón de la cabeza no era nada importante, decidió marcharse. Había comprendido que la cosa se ponía mal. La visible hostilidad de Carmen Elgazu no le importaba; pero que su propio tío le dijera: «Si por lo menos supierais lo que queréis…»
Una cosa sentía: separarse de Ignacio. Le había tomado afecto. Creía que había en él madera de anarquista. Con muchos resabios que pulir, naturalmente, y una extraña soberbia personal. Sería necesario darle a leer mucho Bakunin y muchos Manuales Bergua. Y menos crucifijo en la cabecera de la cama… Pero, en fin, el chico sentía que el mundo era injusto y esto era un gran paso.
Pero era preciso marcharse. Esto les dijo a todos, a la hora de comer. Matías quedó perplejo. «¿No quedamos que ocho días? Todavía faltan dos…» No fue posible convencerle.
– Sentiría haberte molestado ayer, pero creí que era mi deber.
Ignacio tampoco consiguió nada.
– ¡Nada, nada! ¡Ahora vente tú por Madrid!
El tren salía a las cinco y media. Ignacio aprovechó aquellas tres horas para estar con su primo. Hablaron mucho, con gran cordialidad.
– ¡Te veo casado con la niña esa del abogado!
– No lo creas.
Ignacio preguntó:
– ¿Qué harás ahora en Madrid?
– Como siempre.
– ¿Trabajas en algo?
– Lo que cae.
Luego hablaron de la familia de Burgos, e Ignacio se enteró de que su prima, «hija de tío Dionisio», era guapísima y que hacía de secretaria en el despacho de la UGT.
– Todo Burgos se hará socialista -rió José.
– ¿Y el chico? -preguntó Ignacio.
– Pues… un poco tonto. Pero ya aprenderá.
Matías le dio varios puros para su hermano Santiago. Carmen Elgazu le preparó una sólida merienda. Pilar salió de las monjas media hora antes para poder darle un beso de despedida. La maleta extraña, de madera -rebajado su contenido- volvió a salir del cuarto y fue llevada a la estación.
Antes que el tren arrancara, Matías dijo, con sorna:
– Recuerdos a mi cuñada, la mecanógrafa.
Al arrancar el tren, Ignacio le gritó:
– ¡Escribe! ¡Cuenta cosas de Madrid!
José estaba menos alegre que cuando llegó. Era un sentimental. Le dolía irse. Hubiera vuelto a bajar.
– ¡Si no fuera por tantos campanarios!
– ¡Déjalos en paz!
Se oyó un silbido.
– ¡Recuerdos a César!
– ¡De tu parte!
– ¡Salud, salud!
– ¡Adiós, adiós…! -El tren arrancó y las manos se saludaron hasta perderse de vista.
Ignacio quedó solo. Apenas entró de nuevo en su casa, en su cuarto, y vio que la maleta de José había desaparecido, así como la botella de brillantina del lavabo y sus enseres de afeitar, se dio exacta cuenta de la realidad. Comprendió que la marcha de José significaba el término de aquellas vacaciones extemporáneas. Se sintió situado de nuevo frente a la realidad de su vida: el Banco y la Academia.
Volvería al Banco, volvería a estudiar. Algo había ocurrido, sin embargo. En la tarde del domingo, su soledad se hizo patente. Su primo le había dejado huella. También a él le habían dado, en cierto modo, un golpe en la cabeza.
Tanta tensión le había fatigado. Comprendió que su soledad era grande cuando después de cenar pasó un rato agradable contemplando un cuaderno de dibujo en colores que guardaba de cuando era chico: el prado verde, los tejados rojos. «¿Por qué diablos pinté yo de amarillo todas las ovejas?», comentó en voz alta. Matías le contestó, con sorna: «La lana es oro, hijo, la lana es oro». Fue una velada lenta y magnífica, con Pilar dormida al lado, los codos sobre la mesa.
Al entrar en el Banco, el lunes, le recibieron con sonrisas alusivas. Y aquello duró varios días. «Caray, uno de estos días te vemos entrando a sangre y fuego en el Palacio Episcopal.» Le identificaban ex profeso con José. El subdirector no quería equívocos. «Nada, nada. Ya sé que era tu primo y que le acompañaste por obligación.» Luego añadía: «¿Y qué…? ¿Te gustó el primer orador?»
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