José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Dimas y Agustín les habían ordenado que no salieran. Llevaron al piso otro miliciano de Salt, para que los custodiara. Un hombre silencioso, que se sentó en el vestíbulo, fusil en mano, como cumpliendo un rutinario deber. Y Dimas y Agustín habían salido en busca de César, a dar lo mejor que había en ellos.
Siguiendo las indicaciones de Matías Alvear, habían recorrido una por una las iglesias destruidas. Saltaban entre los escombros, entraban en las sacristías ahumadas, levantaban los bancos. César era capaz de haberse arrodillado allí, apretando contra el pecho algún objeto sagrado. En San Félix les pareció oír ruido detrás del altar de San Narciso y gritaron: «¿Quién va?» Entonces avanzaron y en el momento de asomar las cabezas vieron una pared que se desplomaba.
Luego recorrieron las tres capillas de la ciudad que habían quedado intactas, cuyos altares relucían de oro aún. Y en una de ellas, la de las Hermanas Veladoras, encontraron huellas de su paso: vieron una ventana roía. Se introdujeron por ella. Se acercaron al altar mayor, abrieron el Sagrario. ¡Nada! El copón había desaparecido. Ignacio les había dicho: «Habrá intentado salvar los copones con las Sagradas Formas».
Volvieron a salir, por la ventana, después de disparar contra la imagen del altar. En la segunda capilla había ocurrido lo mismo: faltaba el copón. En la tercera, la del Asilo de los curas, al otro extremo de la ciudad -¡lo que habría corrido el chico!- una vecina le dijo: «¡Ah, ya sé quién es! Le han sorprendido ahí dentro, tragándose las Hostias. Se lo han llevado».
– ¿Dónde…? -preguntó Dimas, mirando la carretera del cementerio.
– No, no, a la cárcel, a la cárcel. O por lo menos han tomado aquella dirección.
«Tragándose las Hostias.» Dimas no comprendía. Su secretario le dijo: «Sí, ya sé que lo hacen». Eran las once de la noche. Se dirigieron como flechas al Seminario, que servía de cárcel. ¡Si llegaran a tiempo! Tres milicianos montaban guardia en la puerta.
– Somos del Comité de Salt. Venimos a ver si hay aquí un tal César. César Alvear.
Uno de los milicianos ocupó el centro de la puerta.
– Papeles.
Dimas se llevó la mano al cinto.
– ¿No te basta con esto?
Agustín sacó un papel y se lo dio al miliciano. «¡Jefe del Comité de Salt!» El miliciano dijo a Dimas:
– Espera un momento, camarada.
Entraron todos juntos en el vestíbulo. Los timbres en la pared decían aún: «Director, Sacristía, Biblioteca». El miliciano consultó una lista que llenaba una página.
– Pero… ¿los tenéis todos anotados?
– ¡Qué va! Los primeros.
Dimas se enfureció. El Comité de Salt llevaba aquello con mayor seriedad.
Se detenían coches e iban entrando nuevos detenidos. El miliciano le dijo:
– Mira. Lo mejor es que subas y le busques por tu cuenta. Yo no puedo atenderte.
Dimas y Agustín atacaron la escalera con lo mejor de su alma. Uno y otro procuraban retener la imagen de César. Especialmente, Agustín le recordaba muy bien. «Tiene las orejas muy grandes», dijo.
Llegados al primer piso empezaron a tropezar con detenidos. Los pasillos estaban llenos, las celdas. Había poca luz. Agustín sacó una linterna y se decidió a proyectarla en los rostros. Entonces empezó el desfile espectral. La presencia de los dos milicianos, y sobre todo el aspecto indescriptible de Dimas, sembraron el terror entre los detenidos. Cada uno supuso que iba a comenzar la matanza y al sentir el foco de luz en los ojos, cada cual se decía: «Ya está». Era el desfile, el desfile de ojos aterrorizados, el del sudor. Dimas iba barbotando blasfemias. «¡Sois unos conejos! ¡Caray con el canguelo!»
No daban con César. Recorrieron celda por celda y no estaba. Subieron al segundo piso. Agustín dijo: «Mejor sería llamarle». Dimas obedeció.
– ¡Silencio! -gritó. El corazón de los detenidos se detuvo-. ¡César Alvear! ¡Que se presente César Alvear!
Nadie respondió. En el fondo de la inmensa sala, casi oscura, que había sido dormitorio mayor, en la sala en que Ignacio había dormido cuando fue seminarista, César había oído aquella voz y había querido levantarse para acudir a la llamada. Pero a su lado dos manos le detuvieron. Una le asió violentamente del brazo y la otra le tapó la boca para que no se delatase.
– ¡César Alvear! ¡Seminarista…!
Quien detenía a César y le, amordazaba era el profesor Civil. El profesor Civil había sido detenido a las diez de la noche y al ver entrar a César se puso a su lado porque le daba lástima. La consigna que había corrido por la cárcel era ésta: «¡No presentarse!» Los milicianos a veces se cansaban y aquello podía salvar a más de uno.
– ¡César Alvear!
Agustín dijo:
– Debe de estar en las celdas.
Dimas barbotó otro juramento y salieron. Gritaron el nombre de César por todos los pasillos, abrieron todas las puertas. Otra vez la linterna. Nadie le había visto.
Bajaron al vestíbulo. Hablaron con el miliciano.
– ¿No te acuerdas si…?
– ¿Cómo me voy a acordar? Hay más de trescientos.
Dimas se sintió anonadado. Con tenacidad fanática se dirigieron al Comité Revolucionario Antifascista. Allí había sesión plenaria. Era medianoche. Casal ya se había ido, pero Cosme Vila y el Responsable fumaban, en compañía de Teo, del brigada Molina, de la valenciana, de unos veinte milicianos.
Dimas se dirigió a Cosme Vila. Éste le conocía de antiguo.
– ¡Salud al Comité de Salt! -dijo Cosme.
Dimas le contó… a medias lo que ocurría. Supuso que si hablaba de respetar a César, Cosme Vila no se lo entregaría, si es que el chico estaba vivo aún… Prefirió decir que el Comité de Salt «lo reclamaba», que tenía unas cuentas pendientes con él.
Cosme Vila le miró.
– ¿El seminarista del Collell…?
– No sé de dónde. El seminarista de la Rambla.
Cosme Vila se preguntó a sí mismo: «¿Para qué lo reclamará el Comité de Salt?» Dijo:
– Espera un momento.
Se sacó un papel del bolsillo. Lo miró. Luego informó, levantando la cabeza.
– Lo siento, camarada. Llegas tarde.
Dimas soltó una blasfemia horrible. Pataleó como un niño. La valenciana se le acercó.
– ¿Tanto le querías?
Agustín había asido a Dimas del correaje y le sacaba de la habitación.
– ¡Brutos! -gritaba Dimas-. Era un crío. ¡Nos veremos las caras!
Teo se levantó dispuesto a actuar. Gorki dio un empujón a los dos milicianos y cerró violentamente la puerta.
Dimas no se atrevía a ir al piso de los Alvear a dar la noticia.
– ¡Les había dado mi palabra! ¡El otro crío me dio su sangre!
Agustín decía:
– Ha sido culpa suya. Fue un loco decidiéndose a salir.
– ¡Para comerse las hostias! -repetía Dimas.
No se atrevió a ir. Tomó, a pie, el camino de Salt, en la oscuridad de la noche. Su perfil enfermo o criminal, se dibujaba al pasar bajo los faroles. Le ordenó a Agustín:
– Vete tú.
Agustín fue el encargado de llevar la noticia. Agustín se dirigió a la Rambla latiéndole el corazón. Sabía que en cuanto abría la boca para hablar resplandecían sus dientes y se hubiera dicho que sonreía. ¿Cómo darles la noticia sin que supusieran que sonreía?
Al llamar a la puerta le abrió el miliciano que montaba guardia en forma rutinaria. Agustín se dirigió al comedor y encontró a la familia de pie en el pasillo, mirándole. Agustín dijo:
– Llegamos tarde.
La gran operación se verificó a las cuatro en punto de la mañana. Las patrullas independientes habían obrado por su cuenta desde las doce, desde que Alfredo fue a buscar al Delegado de Hacienda. El Comité había esperado en el despacho en que habían entrado Dimas y Agustín, hablando y escuchando la radio. Cosme Vila no había querido beber nada, el Responsable tampoco. Porvenir, sí, y le gastaba bromas a la valenciana. Teo les había contado: «El San Narciso de marras no es de madera; es de serrín».
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