José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Carmen Elgazu palideció.

– ¿Sólo uno…?

Dimas le contestó que si quería un batallón. Matías dijo:

– No seas tonta, mujer. Con uno basta. Es la presencia.

La frase gustó a Dimas.

– Tú lo has dicho. Es la presencia.

Dimas se fue, y se quedó su secretario, que dijo llamarse Agustín. Carmen Elgazu le preparó café. Sería horrible tener siempre un miliciano en casa; pero… era la presencia.

Agustín dio tal sensación de seguridad a todos, que en el acto la familia dejó de pensar en sí misma. La memoria los llevó hacia todo lo ocurrido afuera, hacia los que habían muerto, hacia los que huían a través de los Pirineos, hacia Marta, inmóvil ante el acuario.

Todos pensaron en que era preciso aprovechar y ayudar a los demás. Matías salió un momento, se fue a Telégrafos, pensando a quién podría recoger. En Telégrafos escondió dos imágenes: el San Francisco de Asís y la Santa Clara. Las encerró en una caja de hierro que llevaba meses en un rincón.

De vuelta al piso, tuvo la gran sorpresa: Ignacio y César habían desaparecido.

Ignacio había cobrado tal seguridad, además de que Agustín le confirmó que «los paseos» sólo se darían por la noche, que quiso ir a ver a Marta de nuevo, pues sin noticias suyas no podía vivir; y en cuanto a César, por primera vez había cometido una falta grave: se había escapado… a pesar de tener orden de no moverse. Carmen Elgazu no acertaba a explicárselo. Pilar tampoco. El propio Agustín, con el fusil en la mano, se preguntaba por qué diablos habría hecho aquello.

– Ha mirado el periódico y ha salido pitando -repetía sin cesar.

– ¿El periódico…?

Fue Matías quien repitió esta pregunta. Y la repitió porque le pareció comprender. Matías había visto que César se afectaba mucho al leer la lista de las iglesias incendiadas. Habría querido ir a verlas. ¡Santo Dios…! Quién sabe si se le habría ocurrido intentar salvar algo de las que quedaban sin destruir…

Matías volvió a salir en busca de su hijo. «¡Con su cabeza al rape!» Desde que se marchó el doctor Relken, la de César era la única de la ciudad. Además de que todo el mundo le conocía. Matías, jadeante por las calles, volvía a percibir, por segunda vez en pocas horas, una honda sensación de paternidad.

Pero no había peligro. Ni para César ni para Ignacio. Agustín tenía razón: «los paseos» se darían por la noche. Había tanta gente por las calles, que casi era el lugar más seguro. Un transeúnte más no importaba, a condición de no llevar sombrero… De modo que a Matías, que llevaba el suyo, le miraban con mucha mayor insistencia que a Ignacio y a César.

Regresó sin dar con su hijo. No había más remedio que esperar.

¡Qué locura, santo Dios! Ni César ni Ignacio debieron salir. Matías no pudo reprimir una mirada de súplica en dirección a la payesa con barretina que presidía el comedor.

Ignacio había llegado a la Escuela sin novedad. Marta, al verle, se le echó en brazos. La chica perdió toda la energía de que daba prueba al estar sola o con los maestros, y rompió a llorar: «Ignacio, Ignacio…» Estaba en la cocina, no se movía de allí, dormía allí. Por la noche, le daban miedo las cucarachas…

– ¿Qué hay, qué pasa en la ciudad?

Ignacio se dio cuenta en seguida de que Marta no sabía absolutamente nada de los muertos. Ni siquiera de los incendios. La ventana de la cocina no estaba orientada hacia la ciudad. La ventana daba a los campos, al río… y al cementerio. Pero ¿quién hubiera notado nada en el cementerio? La tapia era impenetrable, como siempre.

– Esta noche me ha parecido oír…

«Nada, nada.» Ignacio la tranquilizó. Pensó decir a los maestros que no le dieran nunca a leer el periódico. La tendría engañada.

– ¿Y mi madre…? ¿Y mi padre…? ¿Y Padilla y Rodríguez?

– Bien, bien. Todos bien… Tu madre está tranquila, los guardias se llevan bien con ella. Tu padre… en Infantería, ya sabes. Por el momento no se habla de nada. Mateo, a estas horas, tal vez ya esté en Perpiñán… Padilla y Rodríguez bien. Consiguieron marchar en coche, no sé cómo se las arreglaron.

– ¿Adónde…?

– No sé. Creo que a Barcelona.

María se le comía con los ojos. Le daba vergüenza llevar aquellas trenzas de la hija de Padilla y la falda de flores. «Debo de estar feísima.» Ignacio sólo la reconocía por la voz. Por la voz y por la mirada, y por el alma que ponía en cada palabra.

– ¿Y tú…? -preguntó Marta cruzando las manos en la nuca de Ignacio.

– Tranquilo, ya lo ves. Esperando. -Ignacio repitió-: Esperando. Marta, entonces, habló de los maestros. «¡Son unos canallas, ya te lo dije! Gente turbia, resentida. No hay más que verlos comer. Además, duermen aquí al lado y te juro que son unos cochinos.» Ignacio hizo una mueca de desagrado. Marta no quiso insistir. Entonces le dijo:

– ¿Sabes…? Me ocurre lo que a Pedro: mi único consuelo -además del acuario, claro está- es la radio.

Olga le había llevado un aparato pequeño a la cocina. Y con paciencia, de vez en cuando, conseguía oír emisoras lejanas, incluso África.

– No está perdido, Ignacio, ¿sabes? ¡Ni mucho menos! Claro que se ha perdido lo más importante, pero… ¿sabes cuántas capitales de provincia están en nuestras manos?

– No sé.

– ¡Veintitrés! Contando Mallorca. Y otros puntos aislados de resistencia como, en Toledo, el Alcázar.

Ignacio no compartía su optimismo, pero por nada del mundo la hubiera decepcionado. Ignacio había prestado mucha atención a las últimas declaraciones de Prieto: «¿Qué pretenden los militares? Lo tenemos todo. Tenemos el oro…»

Ignacio permaneció al lado de Marta hasta que David regresó. Quiso esperar al maestro para darle las gracias de nuevo y para pedirle que le acompañara unos quinientos metros. «Que no me vean salir solo.»

David se puso furioso al verle. En el camino le dijo: «No vengas más. ¿No comprendes que sospecharán?» Ante la expresión de sufrimiento de Ignacio añadió: «Si acaso, yo iré a buscarte de vez en cuando, y te vendrás conmigo».

Ignacio vio que David había llegado en coche, en el Balilla de la UGT.

Al llegar a casa encontró a todos en la mayor zozobra, El día iba cayendo, la cárcel se llenaba y César no había vuelto.

– ¡Agustín, por Dios, salga a ver si le encuentra! -le decía Carmen Elgazu al miliciano. Pero éste intentaba convencerla de que sería una imprudencia dejarles solos en el piso.

– El chico es uno solo y ustedes aquí son cinco.

A Carmen Elgazu le parecía que tenía el mismo valor cada uno de ellos que el resto de la familia.

Ignacio quería salir en busca de César, pero Agustín se situó en la puerta con su fusil, y se lo impidió.

CAPÍTULO XCIII

Cuando las sombras invadieron la ciudad, los coches de la muerte encendieron de nuevo sus faros. Las familias veían con angustia avanzar las horas. ¿Cuándo empezaría la razzia ? ¿A quién tocaría? Los ciento setenta detenidos en el Seminario y las veintidós mujeres detenidas en la cárcel rezaban el Rosario.

Había sido necesario requisar más coches pues varios de ellos se habían estrellado durante la jornada. Julio, junto con los Costa, había ido a ver al general pues todo aquello le daba miedo; pero Cosme Vila le había dicho: «Si intentáis algo, sacamos las ametralladoras».

Julio se dio cuenta en seguida de que él mismo estaba en peligro si no tomaba una determinación. Los guardias de Asalto de Jefatura estaban nerviosísimos y se quejaban de que a aquellas alturas tuvieran que custodiar a la esposa del comandante Martínez de Soria y el Museo Diocesano. Estaba visto que no dispararían contra el pueblo jamás. La mayoría era de origen humilde, todos ardían en deseos de adherirse a aquél.

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