José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Hubo casos en que el decorado impresionó de tal suerte a los milicianos que les entró una especie de terror y no consiguieron dominarse. Así Blasco y Porvenir, después de frenar el coche en su último viaje y obligar al abogado de la Enciclopedia Espasa y a dos curas que habían sorprendido en casa de una vieja beata a que se apearan, no pudieron esperar los instantes que se requerían para que los condenados cruzaran la cuneta y se situaran al otro lado. Algo que había en el ambiente los cegó. Y entonces les dispararon por la espalda desde el interior del coche, sin bajarse siquiera de él. Y acto seguido dieron media vuelta rápida, en dos maniobras escalofriantes, y se volvieron sin acordarse de los tiros de gracia.

Así ocurrió. A partir del alba todos los demás, hasta llegar a treinta y seis, fueron asesinados en las cunetas o en los árboles de la carretera, y dejados allá sin enterrar. Lo cual no era agradable, pues en los caseríos la vida continuaba y transitaban cerca muchachas con cántaros de leche, y algún pequeñuelo con vacas o cabras. Alguno de ellos quedó horrorizado al descubrir aquellos cuerpos y echó a correr, dándoles inconscientes bastonazos a los animales. Fue a avisar a los suyos. La gente mayor había oído los disparos. Algunos habían supuesto que eran cazadores, otros habían adivinado. En todo caso, nadie se atrevió a acercarse a aquellos lugares, pues la llegada de los coches continuaba.

No hubo dos milicianos que experimentaran sensaciones idénticas. Hubo personas, como el Cojo, que, al tiempo que sentían un gusto amargo en el paladar, se molestaban porque los cuerpos se caían. Hubieran deseado que continuaran en pie, que pudiera continuarse disparando, como en las ferias. Otros intentaban recordar los motivos por los cuales cometían aquello, y no conseguían dar con ellos. No recordaban sino motivos fútiles, como le ocurrió a Porvenir al disparar contra don Pedro Oriol. No recordó sino que un día le vio en una acera recogiendo un pedazo de papel que se le había caído. ¡Imposible recordar nada más, ni El Tradicionalista ni los bosques de su propiedad! Lo mismo que le ocurrió a Cosme Vila en casa de don Jorge. Al ver a don Jorge tranquilo, con guantes, botines y un fusil en la mano, a pesar de la rabia que este fusil le dio y del sabor a caciquismo de toda aquella casa, en el momento de disparar -ta-ta-ta-ta-ta- la imagen que vio como un relámpago que le cruzó la mente, fue simplemente la de don Jorge preguntándole un día, en el Banco Arús, dónde estaban los lavabos.

Hubo impresiones cambiantes, que se sucedieron como olas en el mar. Murillo fue pasto de ellas, en forma extraña. Murillo, por su cuenta y riesgo, en unión de Salvio y camaradas, había llevado a la cuneta a un agente de Bolsa y a dos abogados, todos de la CEDA. Y en el momento de disparar descubrió que el agente de Bolsa se parecía extraordinariamente a Cosme Vila. Enorme cabeza, calvicie prematura, delgada boca horizontal. Entonces, sin saber por qué, en vez de apuntar al corazón apuntó a la cabeza.

La única mujer que intervino en todo aquello fue la valenciana. Sólo en dos viajes. Cosme Vila, antes de ir por don Jorge, había ordenado a dos patrullas de la Milicia Popular que se encargaran de los tres médicos. La valenciana quiso seguirlos porque odiaba a los médicos. Nunca la habían curado cuando los necesitó; y en sus cinco partos tuvo que arreglárselas ella sola, jamás la ayudaron.

La valenciana no disparó, porque contrariamente a lo que suponían Gorki y Teo no sabía manejar un fusil; pero en cada viaje abrió la portezuela a los médicos y los invitó galantemente a apearse. Todo el rato los trató con extrema cortesía, a veces con refinamiento, y en el último viaje reconoció que uno y otro médico tenían aspecto venerable, de hombres con los que de joven tal vez hubiera deseado casarse.

Luego se rió, y tuvo valor después para llevarse los relojes de pulsera y los anillos; de lo cual no fue capaz nunca Blasco, ni Gorki tampoco en la vez en que intervino. En realidad, sólo saquearon objetos personales la valenciana, Porvenir, el Cojo, Santi, los murcianos y Cosme Vila. Cosme Vila, en el piso de don Jorge, al marcharse, y un momento después de haber cruzado el umbral, retrocedió y se llevó el mapa genealógico, pues recordó que se lo había prometido al Museo del Pueblo.

Los murcianos fueron, acaso, los más espontáneos. Realizaron su labor con una especie de alegría primitiva y animal. Estaban convencidos de que cumplían un deber, una importante operación quirúrgica en beneficio del obrero y la sociedad. Las calaveras de los parabrisas les parecían símbolos del bienestar futuro, la muerte de la miseria. Para ellos no contaban ni las palabras, ni los ojos, ni las frases en francés, ni los bultos ni los cambios de luz y decorado. Lo hubieran hecho todo, siempre de idéntica manera, a cualquier hora y en cualquier lugar. Y no sólo les parecía lógico quedarse con las carteras, sino con las muelas de oro.

Por eso les dolió no encontrar en su domicilio a «La Voz de Alerta». Fue el gran fracaso de la noche estrellada y revolucionaria, sin nubarrones. Todos habían imaginado que la muerte de «La Voz de Alerta», con sus lentes de oro, su sonrisita de oro, su reloj de oro, sería verdaderamente sensacional, y encontraron el piso vacío. Fue la gran decepción. Lo mismo les ocurrió a Cosme Vila, al Responsable, al Cojo y a todos. El piso de «La Voz de Alerta» fue visitado por todas las patrullas, una tras otra; y a todas les sucedió lo mismo. Puerta abierta, clínica, instrumentos de tortura. Los murcianos encontraron en la pared un retrato de un general carlista; los que llegaron después, lo encontraron, roto, en un rincón.

Lo de mosén Alberto fue distinto, porque a todos les cupo la esperanza de que la presa no se había escapado. Lo que ocurrió que el Museo lo custodiaban guardias de Asalto, respaldados por los arquitectos Massana y Ribas, delegados de Cultura de la Generalidad. Ni una sola de las patrullas dio crédito a las palabras del oficial: «Mosén Alberto no está». Pero no era cosa de empezar a tiros con ellos. Así que tiempo habría; bastaba con situar centinelas en la Plaza, bajo los arcos.

Algunas personas se inhibieron, no participaron en la matanza, como se hubiera podido esperar. Víctor trabajó toda la noche en El Proletario; el catedrático Morales estaba tan cansado de hablar por radio, que se había ido a dormir.

Lo mismo que Casal. Casal sabía que ocurriría aquello, pero nada podía hacer. Estaba intranquilo porque su combate interior no había terminado. De un lado, la medida le parecía monstruosa; de otro se decía: «Tal vez sea necesario». De todos modos, le confesó a su mujer que por primera vez en su vida había oído unas cifras que le daban vértigo.

Con las cifras se refería «a lo que quedaba por hacer». Porque era evidente que aquella noche no era sino el comienzo, y que sus grandes triunfadores, sus triunfadores indiscutibles -Cosme Vila y el Responsable- tenían en el meollo otros planes que se irían llevando a cabo en etapas sucesivas. La diferencia entre los dos jefes estribaba en que Cosme Vila aceptaba de buen grado los plazos. Comprendía que nada en el mundo, ni siquiera una bala disparada a sangre fría, puede atravesar de un golpe más de un corazón, tal vez dos. De modo que admitía como un hecho necesario que, dado el número de corazones, harían falta muchas noches y muchas balas; en cambio, el Responsable vio que se le escurrían las horas por entre los dedos, como le había ocurrido con la sangre, y se rebelaba contra este hecho. Llegó el alba y no se había avanzado casi nada en la labor. Ahora ya despertaba la ciudad, en las carreteras pasaban bicicletas, seria preciso esperar la noche próxima. ¿Por qué no podría detenerse el tiempo?

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