José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Algunos milicianos de Gerona alzaban los hombros. «¿Y eso qué es? Veréis lo que pasa aquí esta noche.» Les molestaba que se las dieran de listos porque conducían coches que eran llamados de la muerte. ¡Iban a ver los nombres que daban a los suyos! Por de pronto se procedía a completar las listas, que no lo estaban. ¿Cuántos habían salido con armas? ¿Cuatrocientos, quinientos? ¿Y los de Liga Catalana? ¿Y los guardias civiles que todavía estaban en el cuartel? ¡No tantos humos porque habían mojado los pies de un cura!
A otros les hacía mucha gracia oír hablar de listas. Como si los nombres no fueran conocidos de memoria, o como si no bastara con oler para reconocer a los fascistas.
Los criterios no eran unánimes y bastaba una frase en voz alta para que esta frase fuera repetida por la población y considerada una orden. Corrían rumores de todas clases. «¡Dicen que hay que entregar todas las radios! ¡Piden las botellas vacías, no se sabe por qué! ¡Los patronos tendrán que presentarse al Comité Revolucionario para ser juzgados!» Muchas de estas órdenes eran desmentidas luego, otras quedaban en pie.
Una de ellas quedó en pie, pues no había salido de un grupo cualquiera sino del que capitaneaba el Cojo, el cual iba respaldado por una masa considerable de anarquistas. Se refería a las imágenes que hubiera en las casas particulares. Las familias tenían de plazo hasta medianoche para llevar las imágenes a la Rambla. A medianoche se haría con ellas una hoguera monumental. Y, al efecto, el Cojo y Santi, que dirigían las operaciones, habían trazado con tiza en el suelo, en el centro de la Rambla, una inmensa circunferencia.
En las familias hubo discusiones y forcejeos. Muchas mujeres consideraron pecado mortal entregar las imágenes. Salieron con sus capazos como para ir de compras y se dirigieron a las afueras de la ciudad, a enterrar a San Antonio, o a Santa Teresita del Niño Jesús en un campo, fijando en la memoria el lugar exacto. Otras las disfrazaron. Algunos Niños Jesús se convirtieron en rechonchos muñecos de largas pestañas. Muchas vírgenes vieron que les calzaban alpargatas rojas y que cintas de bailarina se enroscaban en sus piernas. El pie pisando la cabeza de la serpiente simulaba a la perfección el paso de la danza.
Matías Alvear llegó de Telégrafos diciendo que habían empezado las detenciones y que el Comité había decidido utilizar como cárcel el Seminario, del que habían evacuado todo el material, dejando los salones y las celdas libres.
También habían empezado los registros. En la calle del Progreso los milicianos subían piso por piso y Matías había visto por sus propios ojos a Porvenir lanzando a la calle, desde el balcón de un abogado, los tomos de la Enciclopedia Espasa uno por uno. Docenas de personas contemplaban el espectáculo, como esperando que de un momento a otro lanzaran al propio abogado.
Pilar salió un momento, a comprar tabaco para don Emilio Santos, y oyó que el altavoz del Cataluña repetía sin cesar: «¡Hay que dar con el paradero de los de Falange!» «¡Atención, atención!» Y daban las señas de los afiliados, uno por uno.
A última hora Ignacio volvió a salir y, entre coches que zigzagueaban a velocidades estremecedoras, se dirigió a la calle en que estaba la UGT, con la intención de esperar a que David y Olga bajaran y preguntarles si podía ir con ellos a la Escuela, a ver a Marta.
Al cabo de mucho rato bajó David y no halló inconveniente alguno. Todo el mundo sabía que habían continuado siendo amigos. En el camino David le contó que había rehusado formar parte del Comité Antifascista de Gerona porque no le gustaba el cariz que tomaba la cosa.
Ignacio apenas hablaba. Consideraba a David gran responsable y no quería hablar. Había aceptado de sus manos el favor de ocultar a Marta, pero entendía que ello no le obligaba sino a ser correcto. De hablar, diría cosas demasiado duras.
Pero el maestro parecía no darse cuenta, como si monologara en voz alta. Su obsesión eran los coches que pasaban con los fusiles, y su gran temor la llegada de la noche.
– Esta noche van a cometer alguna barbaridad -decía-. Casal intentará impedirlo, pero no sé, no sé.
Ignacio andaba por la orilla del río, adelante, recordando los tiempos en que iba a la Escuela a estudiar Bachillerato. Mil pensamientos cruzaban su mente. Pensaba en Mateo, en las montañas. Pensaba en la iglesia de San Félix -donde se había confesado con mosén Francisco-, ahora quemada. ¿Qué había ocurrido en el mundo? «¡Cuando vea claro lucharé…!» ¡En la calle de la Rutila recordó que él mismo había conspirado con el Responsable, con el Cojo, en el comedor, con una estufa al rojo vivo! La angustia le había atenazado el corazón. Y la necesidad de rescatarse, de rescatar tanta locura. De salvar. ¡Intentaría de nuevo ver al subdirector! ¡Subiría a casa del profesor Civil y lo llevaría a otro sitio, pues siendo padre de un falangista corría peligro! Las dos ideas colosales de que hablaba Julio… frente a frente. ¡Lo malo es que no estaban frente a frente, sino una encima de otra! Cuando el comandante Martínez de Soria leía el bando declarando el estado de guerra desde el caballo, Cosme Vila estaba detenido en su casa; ahora que Cosme Vila era el astro de la ciudad, el comandante Martínez de Soria dormía sobre paja en un calabozo. ¿Todo aquello duraría poco o mucho? ¿Ocurriría algún milagro y España volvería a vivir en paz? ¡Pobre España! ¿Qué ocurrirá en Málaga…qué estaría haciendo en Madrid su primo José, qué actitud habían tomado los de Bilbao…? Llevaba impresas en la retina las expresiones de los rostros envueltos en pañuelos rojos. Todo aquello era infrahumano; el hombre había renunciado a sí mismo. Ignacio sintió que una indomable voluntad penetraba en él. Ni estaba desconcertado ni tenía miedo. ¿El fuego estaba allí, las pistolas estaban allí…? Allí estaban. Haría frente a todo y salvaría cuanto pudiera de los que de una forma u otra esperaban de él. El sentido de responsabilidad. Su padre estaba demasiado abatido y su madre tal vez cometiera alguna imprudencia. ¡Pobre Pilar, lloriqueando en la cama! Monstruosos planes le vinieron a la mente. Pensó en Cosme Vila, le recordó en el Banco Arús, tecleando a máquina, y se preguntaba si sería lícito pegarle un tiro… Y otro al Responsable… Y otro a éste, a aquél… ¿Por qué pensaba en aquellas cosas sin sentir escalofrío? ¿Y dónde estaba el arma? ¿Era lícito o no era lícito? ¿Y la infancia de aquellos seres…? ¿Y el hambre…? ¿Serviría de algo? ¿Cuántos Cosme Vila saldrían, cuántos Responsables? ¿Es que iba a matar a toda una multitud?
David, a su lado, continuaba diciendo:
– Cosme Vila y el Responsable, por desgracia, se bastarán…
CAPÍTULO XCI
Con CNT-FAI y el Partido Comunista hubo bastante. Apenas las estrellas fueron dueñas absolutas del firmamento, sin nubarrones ni siquiera luna; apenas el montón de imágenes de la Rambla quedó reducido a un rescoldo negro y húmedo por la purpurina derretida; apenas todos los hombres de la edad de Matías Alvear oyeron, desde sus casas, dar lentamente las tres de la madrugada en la Catedral, CNT-FAI y el Partido Comunista abrieron para la ciudad la gran puerta del cementerio.
Las gestiones de Julio, que, al igual que David, había temido aquella noche como ninguna en su vida; el optimismo del general, que creía que juzgando pronto a los militares no pasaría nada; los interrogatorios que Casal se hacía a sí mismo, poniendo en un plato de la balanza su indignación por «el alzamiento contra la República» y en el otro el verdadero valor de una vida humana, no sirvieron para impedir que se abriera para la ciudad la gran puerta del cementerio. Tampoco las gestiones de los Costa ni de la Junta en pleno de Izquierda Republicana, que acudieron a Comisaría y luego al local del Comité Revolucionario Antifascista, diciendo que la defensa de la República no tenía nada que ver con todo aquello. Nada se consiguió. Los arquitectos Massana y Ribas habían salvado la Catedral, pero no pudieron salvar los hombres, los cuerpos. Los cuerpos de don Santiago Estrada y su mujer; los del subdirector del Banco y el hermano Juan; el de don Pedro Oriol; los de don Jorge, su esposa, todos sus hijos y sirvientas, excepto Jorge, que se hallaba en los Pirineos; el del capitán Roberto, de la Guardia Civil; los de Padilla y Rodríguez, reconocidos por un camarero como atacantes del doctor Relken juntamente con Mateo; el del cura párroco de San Félix y los tres sacerdotes de la ciudad; los de tres médicos y el del abogado de la Enciclopedia Espasa; el de Benito, hijo del profesor Civil, y los Roca y Haro: un total de treinta y seis cuerpos fueron convertidos en pasto de gusanos, porque no podían ser utilizados, como la Catedral, para Museo, ni contener nada útil al pueblo.
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