José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Todo aquello era grave. Julio sabía que él era la única esperanza para las familias de mantel amarillo, con uno o dos platos vacíos. Los ocho incendios y demás… mal menor. Ahora bien ¿qué vendría luego? Su fichero de suicidas le había enseñado muchas cosas. Sabía que los suicidas, cuando estaban hartos de destruir sus objetos, su casa y sus ambiciones se destruían a sí mismos. Del mismo modo cuando los Comités Revolucionarios se fatigaran de derribar piedras, se dedicarían a derribar hombres. Ya ante sí tenía un papel anónimo que decía: «¡Por Dios, no sabemos el paradero de seis monjas del Corazón de María!»

Seis monjas. ¿Dónde podían haberse escondido? ¿Tras las losas que Ideal despegó en el pasillo subterráneo? Y el obispo, ¿dónde estaría? ¿Y «La Voz de Alerta»? ¿Y el notario Noguer? ¿Y mosén Alberto? Todos habían desaparecido. ¡Especialmente Mateo y los suyos! Ni un solo falangista parecía vivir en la ciudad. O los luceros de que hablaban los habían atraído como atrae al mar la luna, o se hallaban en el monte; tal vez se escondieran cerca, tapiando brechas con pedazos de camisa azul.

Julio había recibido una orden del coronel Muñoz: custodiar a la esposa y a la hija del comandante Martínez de Soria, garantizar sus vidas. Julio había cumplido respecto a la esposa, la cual se hallaba en el piso rodeada de guardias de Asalto; también había cumplido respecto a Marta, haciéndola acompañar por los guardias a donde ella indicó, al salir del Cuartel.

Julio decidió poner de su parte cuanto pudiera para contener la marcha de las fuerzas que se llamaban revolucionarias y que él llamaba ciegas. Era preciso hacer un llamamiento al buen sentido de Cataluña, hablar de la Generalidad y no de Rusia, de los Costa y no del Responsable. ¡Massana y Ribas habían salvado la Catedral! La ciudad y el arte les deberían su existencia. El ejemplo era consolador. Era verdaderamente una lástima que se nombrara alcalde a Gorki, aragonés, y que el coche de don Pedro Oriol lo condujera ahora un andaluz. ¿Por qué permitir eso? Era la ocasión, para Cataluña, de demostrar su personalidad… Tendría que hablar con Cosme Vila, con el Responsable; y, sobre todo, con Casal y con David y Olga.

Una cosa le preocupaba: el agente Antonio Sánchez había visto a Pilar cuando se llevaba los dedos a los labios y mandaba un beso al coche en que pasaba el comandante Martínez de Soria. El agente Sánchez sabía que la familia Alvear era sagrada para Julio, y a pesar de eso había comunicado el hecho a los demás guardias de Asalto; y la mayoría de guardias de Asalto, según el coronel Muñoz, de no ser por él y el general, al conducir a los oficiales, a gusto se hubieran hecho el tonto, permitiendo que los mil puños en alto que los seguían cayeran sobre ellos, precisamente en el momento de cruzar el río…

Julio, no sabía por qué, pensaba ahora de una manera especial en la familia Alvear. ¡Cuántas partidas de dominó con Matías! Cuántos cafés preparados por Carmen Elgazu, la cual decía: «En seguida se lo traigo; me gusta dejar que se serene…» ¿Quién los llevó a enamorarse de Mateo, de la hija del comandante? Todo aquello era ahora un lío, teniendo en cuenta la constitución del Comité Revolucionario. Y con César, a quien nadie impediría intentar poner a salvo… ¡quién sabe qué!, a lo mejor el mismísimo Museo Diocesano.

– ¡Sánchez, cierre la radio!

La voz del catedrático Morales hería los tímpanos de Julio.

CAPÍTULO LXXXIX

Los doscientos treinta y cinco hombres que habían salido a la calle con armas y que se habían retirado por orden del comandante Martínez de Soria, habían desaparecido de las calles. Fueron muy pocos los que se hicieron ilusiones; la mayor parte de ellos ya antes de que se produjera la detención de los oficiales y los incendios, comprendió, como «La Voz de Alerta», que no quedaba otro remedio que ocultarse o huir.

Huir fue la decisión que tomó Mateo. Antes de que apareciera la bandera blanca en el cuartel y en cuanto se hubo despedido de los camaradas, fue a su casa. Don Emilio Santos le abrió la puerta. Cerraron por dentro. Don Emilio Santos le abrazó.

– Padre, no puedo hacer nada por mis camaradas, tengo que huir.

Don Emilio Santos no podía con su alma.

– ¿Huir adonde, hijo mío? ¿Y cómo?

– Tengo que pasar la frontera. -¿A pie…?

– A pie, naturalmente… Las montañas se ven allá arriba.

Padre e hijo hubieran querido prolongar la escena, el abrazo, decirse muchas cosas. Pero se daban cuenta de que no había tiempo que perder. Miraban a través de la ventana. La ciudad estaba tranquila aún. Todavía la bandera blanca no había sido izada.

Don Emilio Santos le dijo, separándose por fin de Mateo:

– Deberías buscar un guía. Te daré dinero.

– Dame un poco de dinero, pero no tengo confianza en ningún guía.

Mateo expresó a su padre la seguridad que tenía en el triunfo final, en que volverían a verse. Le aconsejó que se escondiera a su vez. «Tienes que buscar un lugar seguro, salir de Gerona.» Luego añadió:

– Prométemelo.

Don Emilio Santos le contestó una y otra vez: «No te preocupes por mí».

Don Emilio Santos hablaba y no tenía conciencia clara de que se estaba despidiendo de su hijo. ¡Qué rápido iba todo aquello! Hasta que Mateo, de repente, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se echó de nuevo en los brazos de su padre. Éste le dijo: «Que Dios te bendiga». Y luego le abrazó fuerte, respirando también fuerte, como llevaba tiempo sin respirar. Sentía que su hijo entraba en una etapa más dura aún que las precedentes y quería darle ánimo, que no se perdiera por él. Imposible prolongar la escena. No había tiempo que perder. Mateo, súbitamente decidido, abrió de un empujón la puerta de su despacho sellado y lo contempló por última vez. Los libros estaban allí. Polvo, mucho polvo. Luego miró el comedor. Luego entró en su dormitorio. Luego, sin mirar a su padre, le estrechó la mano y salió, en dirección a la casa de los Alvear.

Subió la escalera de prisa y llamó. Tardaron en abrir. Una voz preguntó:

– ¿Quién es?

– Soy Mateo.

La puerta se abrió y Mateo se encontró cara a cara con Pilar. Pilar le abrazó a su vez: era la primera vez que le abrazaba. Con la mano le acarició los larguísimos cabellos de la nuca; sólo pudo balbucear: «Mateo, Mateo…»

El muchacho penetró en el piso, hacia el comedor. Ignacio estaba en el Banco, César en el Museo ayudando a mosén Alberto a hacer las maletas y a esconder en algún sitio la cama del Beato Padre Claret.

Carmen Elgazu le sirvió café. Matías Alvear le dijo que todo aquello había sido una imprudencia, que los militares debían haber esperado un mes más y asegurar el golpe de Barcelona y Madrid. Mateo le contestó: «Ya no hubiera dado tiempo».

Luego Mateo les expuso su proyecto.

– En cuanto icen la bandera, la turba invadirá la ciudad. Tengo que huir a Francia.

La noticia los dejo estupefactos. A Pilar le dio un miedo infinito que Mateo «echara a andar en dirección a las montañas…» Además, se daba cuenta de que aquello significaba la separación definitiva. Continuaba pensando en que debía irse a una gran ciudad. Tal vez Madrid…

– ¿Madrid? -Mateo suponía que en Madrid las represalias adquirirían caracteres dantescos.

Matías aprobó el proyecto de huida pero desaprobó el plan de salir a trompicones, sin conocer la provincia.

– Hay sesenta kilómetros lo menos. Te harás sospechoso. Y luego la montaña es traidora… -A su entender debía llevar un compañero. «¿No hay ninguno de tus falangistas que conozca los Pirineos?»

– ¡Jorge! -gritó-. Jorge ha ido de caza por allí.

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