José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Aquello olía a sangre… y no a madera ni a incienso. Olía a sangre para los murcianos y para Teo, los únicos que conocían la verdad, Murillo, al ver al gigante, retrocedió. Recordó que cuando su expulsión en la Asamblea, al escapar del escenario, Teo había intentado hacerle la zancadilla. Y, sin embargo, ahora todo ocurría de otro modo. Teo también le había visto, y al descubrir la casulla, el alba hasta media pierna y el bonete en la cabeza, todos sus resquemores desaparecieron y hasta el desagrado por los cinco -o seis- asesinatos. Teo lanzó una carcajada. «¡El obispo, el obispo!» Se acercó a Murillo, Todo el mundo le siguió. Teo recordó que Murillo odiaba a Cosme Vila. Le abrazó. Murillo no comprendía. Detrás de él, Ideal, con su hisopo, bendecía la escena.

La ciudad entera parecía un campo volcánico del que de pronto pudiera surgir la última llama, la grandiosa y definitiva. Docenas de corazones sentían en su centro, en ese diminuto y exacto centro sólo perceptible en las grandes ocasiones, que la humanidad del hombre había muerto, que en su lugar se había introducido entre los huesos algo inferior, ajeno a él, participante a la vez del estado primitivo y del que tal vez dominara en los últimos instantes del universo, que le convertía en un ente desenfrenado, que buscaba saciar su sed precipitando al abismo el agua de todas las fuentes.

Mosén Francisco, desde una ventana de cocina parecida a la que se asomó tantas veces Mateo en casa de Pedro, había visto a Teo sacando en hombros la urna del cuerpo de San Narciso, y luego vio las llamas brotar del templo. Se arrodilló en el suelo de la cocina, con las manos en el rostro, y sus sollozos inundaron la casa y un gato que había allí, sobre los fogones, le miró como electrizado y se le acercó, restregando su pelo suave en su sotana. De pronto mosén Francisco se levantó y quiso lanzarse escaleras abajo, como si recordara la frase del Caíd que César le había aplicado desde el fondo de su memoria; pero los dueños de la casa le detuvieron. Le dijeron que era demasiado joven para morir. Mosén Francisco quería salvar la Custodia, el cáliz, el cuerpo de San Narciso, a Teo y al mundo; el dueño de la casa pidió una cuerda a su esposa y ató el vicario a una silla. Le ató las manos y los pies y le puso en un rincón. Mosén Francisco entendió que la voluntad de Dios era que continuara vivo y entonces dejó de presionar con sus brazos para romper las cuerdas. Sonrió. Dijo: «Hágase tu voluntad». Y rogó al dueño que le liberara una mano, una mano tan sólo para acariciar al gato.

Docenas de personas seguían con angustia la división de las columnas por la ciudad, y sabían que el Responsable, en las Dominicas, incendiaba no sólo la capilla, sino el edificio entero, e Ignacio había visto al huir del Banco -¡el Banco trabajaba, a pesar de todo!- que Cosme Vila subía en persona, escoltado por seis milicianos, al domicilio de don Jorge, y otros al de «La Voz de Alerta» y otros al de don Santiago Estrada, y cómo inesperadamente, de una tienda de música brotaban guitarras, violines -¡y pianos!- e iban a parar al río, donde unos se hundían en el barro hasta quedar ocultos y otros se clavaban en él como el Cristo del Sagrado Corazón.

Todo el mundo sabía que el general y los veinte oficiales habían llegado ya al cuartel de Infantería y que los veinte detenidos habían quedado encerrados en el calabozo, sin estrellas, sin guantes blancos. Todo el mundo sabía que Julio había salido alocado, echándose el sombrero a uno y otro lado, en busca de Cosme Vila, para que pusiera coto a su obra demoledora. Todo el mundo sabía que en muchas ciudades de España los combates continuaban, que en Barcelona los anarquistas habían llevado el peso de la batalla, que otros como Cosme Vila y el Responsable alcanzaban su plenitud revolucionaria, que misteriosas radios anunciaban que en el puerto de Cartagena los marineros se habían sublevado contra los oficiales y los habían tirado uno a uno con piedras y bolas de hierro atadas al cuello y en los pies, al mar, al Mediterráneo que tanto amaba el profesor Civil, y aquella noticia había paralizado el corazón de don Emilio Santos, pensando que su hijo mayor estaba allí, y, en cambio, había llenado de gozo a su criada, la cual por primera vez desde que estaba a su servicio le dijo a don Emilio que le odiaba, «por fascista».

Cosme Vila y el Responsable sabían todo eso y más. Ahora sabían que por el lado de la Catedral se habían hecho sensacionales descubrimientos: víveres para cinco años… y esqueletos. Esqueletos de bebés en las monjas. Se decía que estaban expuestos a los pies de las escalinatas de la Catedral. ¡Era preciso ir a verlos! Era preciso comprobar aquello, hacer fotografías, informar a Vasiliev, a los anarquistas de Barcelona, a Rusia, al mundo entero. «¡Víctor, trae tu máquina fotográfica!» El Responsable prepararía su andar incontenible. «Reunidos todos los hombres y en marcha hacia los esqueletos, a los pies de las escalinatas de la Catedral.»

Así se hizo. Y aquella consigna que recorrió las calles volvió a reunir a todo el mundo. De un golpe, sin saber cómo, los mil hombres y mujeres -los dos mil quizá- que cuando la rendición de los oficiales se habían congregado ante el cuartel, se encontraron de nuevo todos sin que faltara uno solo, en la plaza de la Catedral, dispuestos a contemplar los esqueletos.

Pero todos tuvieron una decepción. Eran huesos, pobres huesos nada más. Todos se dieron cuenta de que un esqueleto, fuera de monja o de hijo clandestino, no era más que un montón de huesos como el que cada uno llevaba consigo, que con sólo tocarlo se desmoronaba. Además… ¿quién decía que eran de bebé? El tamaño no correspondía; a menos que las monjas, por gracia especial, dieran a luz cuerpos ya crecidos.

La decepción ante el espectáculo de lo muerto dirigió la mirada y el pensamiento de todos hacia lo vivo. Se interrogaban unos a otros. ¿Qué había, próximo a ellos, que estuviera vivo? ¿Lo más vivo posible, el mismísimo símbolo de la vida, de la fuerza, de lo que perdura por encima de los años? ¡La Catedral! Fue un grito que salió del fondo de alguna garganta reseca, que no había participado ni de la ronda de porrón en la iglesia del Carmen ni de la de cáliz que organizó Murillo. ¡La Catedral! Todos miraron las inmensas escalinatas, en uno de cuyos peldaños brillaba abandonada una casulla. Y vieron la fachada y luego el campanario. La cima de éste era la cima de la ciudad. Era lo más alto, lo que presidía, era el principio de vida. A su altura ningún hombre, ni siquiera Teo. Sólo las montañas del Pirineo, visibles al fondo de los meandros del Ter.

Cosme Vila y el Responsable se miraron. ¡A la Catedral! Santi llevaba una bandera roja. Se hubiera dicho que las fabricaba con su propia carne, o con la sangre que había brotado del Cojo al saltar éste desde la hornacina de la Virgen del Carmen. Todos juntos empezaron a subir, en filas compactas, las escalinatas. Cosme Vila tenía un presentimiento: no llegarían arriba sin que ocurriera algo. ¿Cuántos peldaños había? Los chicos del Instituto aseguraban que noventa, otros decían que ciento. En todo caso eran muchos y el sol caía sobre ellos y la calva de Cosme Vila.

Cosme Vila tenía el presentimiento de que ese algo que ocurriría sería la aparición del señor obispo. El señor obispo habría sido informado del incendio de esto y lo otro, de los jesuitas, de las Dominicas. El señor obispo era de prever que lo permitiría todo excepto eso: que le incendiaran la Catedral. Para él la Catedral debía de ser lo que para Cosme Vila sería el Kremlin, llegado el caso. ¿Qué no haría Cosme Vila por salvar el Kremlin?

Los mil hombres y mujeres -dos mil quizá- subían lentamente los peldaños ajenos a los pensamientos de Cosme Vila. Y, no obstante, y como siempre, fue éste quien tuvo razón. Antes de llegar arriba apareció alguien. No era el obispo: eran los arquitectos Massana y Ribas, delegados de Cultura de la Generalidad. Y a su lado otro hombre con un libro en la mano: el catedrático Morales.

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