José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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La exposición de los esqueletos en la acera desató la imaginación de todos. Murillo, que capitaneando su célula trotkista era quien trabajaba en el convento de enfrente, en el rico convento de las Escolapias, fue informado del hallazgo en el convento del Corazón de María. Le pareció que limitándose a no dejar títere con cabeza y a comerse los víveres de cinco años, hacía el ridículo. ¡Un disidente tenía que superar a los adversarios en todo! Su lugarteniente era Salvio, el novio de la criada de Mateo. Murillo había visto demasiado yeso roto en sus tiempos de decorador para que derribar imágenes o fusilarlas le impresionara. Por lo demás, desde aquella parte de la ciudad se veían cuatro incendios. El más cercano, el de San Félix. De modo que quiso superarse. La plaza del convento era la de las escalinatas de la Catedral. El decorado era, pues, grandioso. Entró en la sacristía con un grupo y todos se pusieron las vestiduras sagradas. Murillo un alba que le llegaba a media pierna y luego la casulla más dorada que encontró y un bonete viejo que colgaba en el perchero. Salvio se puso una sobrepelliz y se enroscó una faja roja en la cintura. Y otra casulla. Ni uno solo dejó de ponerse casulla. Tomaron el hisopo, dos incensarios y misales. Y luego el palio. Alguien descubrió un pequeño palio que las monjas utilizaban cuando el obispo visitaba su capilla. Y luego la custodia, que Murillo tomó en sus manos. Y de este modo salieron afuera.

Al otro lado, en la acera, los esqueletos. A este lado la procesión improvisada, cantando Miserere nobis . Todos cantaban Miserere nobis . En el centro, la inmensa escalinata de la Catedral y luego la fachada, altísima, majestuosa, y luego el campanario, que continuaba dando las horas como siempre, como cuando las oía Matías Alvear, de noche, desde la cama.

Ideal fue informado a su vez. Salió con los demás a contemplar la farsa. Murillo, bajo palio, subía ya los peldaños de la escalinata. Los incensarios bamboleaban en el aire. Sus poseedores eran inhábiles en el manejo y se golpeaban las rodillas, lo cual provocaba hilaridad. De pronto, Murillo se volvió con la custodia. Sus grandes bigotes le daban aspecto feroz. Y en aquel momento se cansó de todo aquello. Le pareció que, en realidad, aquello no era nada al lado de los esqueletos que había encontrado Ideal. Lanzó la custodia al aire y quiso bajar de prisa como poseído repentinamente de una idea. Pero la casulla le estorbaba. Todo el mundo se rió. Los del palio se sintieron desamparados. Por suerte, alguien con un cáliz iba repartiendo vino. Aquello alegró a todos, aunque pronto unos y otros volvieron a mirar a uno y otro lado, como queriendo contemplar de nuevo lo hecho, e imaginar nuevas cosas que hacer.

En realidad, era increíble lo poco que daba de sí una custodia. Ideal hubiera creído que uno podía mofarse de ella durante toda una vida; una vez rota no era nada, no se diferenciaba de cualquier trasto de los que Blasco tenía en su habitación.

Sin embargo, los cuatro incendios crecían en tamaño y mantenían aquel estado de ánimo. «¡A ver lo que ha pasado en San Félix!» Todos juntos, Murillo y los suyos, anarquistas y el resto se lanzaron pendiente abajo. Sólo dos o tres mujeres permanecieron ante los esqueletos, montando guardia a los huesos y repitiendo: «Hay que ver, esas cochinas».

La iglesia de San Félix olía a sangre. Las llamas brotaban de aberturas inverosímiles y mucha gente se había congregado en la plaza contemplándolo. El campanario era hermoso como cuando, en otros tiempos, en la noche de San Juan, lo iluminaban con focos desde abajo.

En el centro de la muchedumbre congregada destacaba por encima de toda ella un hombre, un gigante: Teo. A las nueve de la mañana había salido liberado junto con el gitano y el mozo que persiguió a un hermano suyo con una hoz. Teo sabía que Cosme Vila había dado la orden de liberación; pero no se lo agradeció. ¡Días y días olvidado! No quiso presentarse a Cosme Vila. Contempló el paso de los oficiales desde el balcón de un amigo. Y luego vio que la multitud se dirigía al templo del Sagrado Corazón… sin contar con él. Ni una vez se habla vuelto Cosme Vila para preguntar: «¿Dónde está Teo?»

Entonces Teo obró por cuenta propia. Bajó a la calle en el momento en que el Responsable había formado su columna dirigiéndose hacia el convento de las Dominicas. La imponente humanidad de Teo consiguió arrastrar consigo unos cincuenta de estos hombres y dirigirse a San Félix. «¡Después de la Catedral es lo más importante!» Antes hubiera querido ir al piso de «La Voz de Alerta» y al de don Jorge, pero comprendió que la gente exigía trabajos de importancia.

Por ello San Félix olía ahora a sangre. Porque los que siguieron a Teo, casi en bloque, fueron los murcianos. Cosme Vila los intimidaba, pero no Teo. De modo que al penetrar en el templo y descubrir que, contrariamente a lo ocurrido en el Sagrado Corazón, los bancos no estaban desiertos, todo el sol que había caído sobre sus cabezas en la plaza de S'Agaró, todas sus súplicas al arquitecto para obtener agua potable, todas las escenas de su infancia en su tierra pusieron una venda ante sus ojos, los cegaron y apenas se dieron cuenta de lo que hacían.

Se acercaron a los bancos, antes de incendiar nada. Cada uno llevaba un fusil ametrallador: en el cuartel habían sido «de los sagaces». Y en los bancos hicieron otro descubrimiento: las personas que había allí arrodilladas no eran personas como ellos las entendían, no eran como sus hermanas o sus mujeres: eran monjas. Y los murcianos, contrariamente a Ideal, que acusaba a éstas de tener bebés en los pasadizos subterráneos, las acusaban de no querer tenerlos, de no querer ser madres, de traicionar a la humanidad. Por ello, y por sus moños ridículos, y por sus vestidos largos, y por sus aires de moscas muertas, y por el pánico de sus ojos al volverse y ver aquellos hombres con pañuelos rojos en la cabeza, y por los diminutos puntos luminosos de los rosarios que tenían en las manos, las acribillaron a balazos. No sabían cuántas eran; cinco o seis. Unas se doblaron hacia delante, apoyadas en el banco de enfrente como si continuaran rezando. Otras se cayeron de lado, sobre las piernas de las primeras. Una, la más joven, se echó para atrás y su cara, chata, desorbitada, se quedó contemplando la bóveda del templo, extendidos los brazos.

Teo no supo si aquello era bueno o malo. En todo caso, algo, era un acierto: se había hecho sin tener orden de Cosme Vila. Por lo demás, ¿qué más daba? ¿No creían en el cielo? Allá se encontrarían con el hermano Alfredo. Por más que, según decían, a éste no le gustaban las mujeres…

De todos modos, a Teo el espectáculo le desagradó. Llevaba días sin ver la plataforma gigantesca de su carro y no creía ya en una disciplina que aconsejaba a un jefe abandonar en la cárcel a un militante como él. Su alma individual se había reencontrado a sí misma. De modo que no pudo resistir la visión de los murcianos introduciendo las manos entre los vestidos de las monjas para ver qué había dentro, si joyas o carne que no era de mujer. Y decidió quemar la iglesia. Lo decidió sin que ello hubiera sido su intención al ponerse en cabeza de la columna. Su intención había sido simplemente comprobar una cosa que le torturaba desde su infancia: la historia de la incorruptibilidad del cuerpo de San Narciso, que era el patrón de la ciudad y que guardaban en una urna de cristal en aquella iglesia, tras el altar que llevaba el nombre del Santo. Teo recordaba que su madre, cuando las Ferias, los había llevado allí a él y a su hermano y les hacía besar el relicario. ¡Quería conocer la verdad! Porque estaba seguro de que todo el cuerpo era de madera. No le quedaba más remedio que quemar la iglesia, para que el espectáculo de las monjas muertas no le persiguiera y para no ver a los murcianos haciendo tonterías. Ahora bien… ¿por qué no sacar antes, afuera, la urna con el cuerpo del Santo e incendiar la iglesia luego? «¡Eh, eh…!» Llamó a los más forzudos. Todos querían ayudarle. Les costó horrores, la urna estaba empotrada. Pero lo consiguieron. Teo era un gigante. «¡A mi casa, a mi casa!» leo vivía allí mismo, al comenzar la calle de la Barca. Subieron a su casa y abandonaron la reliquia. Y cuando regresaron al templo, ya éste ardía por dentro, ya las llamas brotaban de inverosímiles aberturas.

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