José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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La valenciana llevaba el escote de las grandes solemnidades. Al ver a los críos de los murcianos se enterneció. «¡Cinco hijos, cinco hijos!», gritó, señalándose los senos. Julio le dijo: «Ale, ale, no decir tonterías».

El catedrático Morales llevaba un libro debajo del brazo y su aspecto era digno. Parecía el teórico de todo aquello, que interiormente sacaría grandes conclusiones sobre la psicología de las masas. En cuanto a Julio, estaba serio. Aquello no le gustaba. Al ver a los oficiales detenidos y la multitud siguiéndolos, comprendió lo que había pasado. Su primera intención al salir de su escondite había sido dirigirse al cuartel y hacerse cargo personalmente de todo; pero comprendió que era el momento de ganarse o perderse a Cosme Vila y al Responsable. Y prefirió ganárselos. «Si todos nos pusiéramos en contra, no habría nadie capaz de frenarlos.»

Estaba contento porque la multitud le vio junto a ellos, en medio de los dos jefes, identificado. Aquel gesto bastaba. Ahora podría dedicarse a entorpecer los proyectos de ambos, que imaginaba apocalípticos.

El Comisario, al verle, se le acercó. «¡Gracias a Dios!», exclamó. La frase sonó extemporánea en aquel ambiente. La valenciana lanzó una carcajada. «¡Eres más fascista que Lope de Vega!»

Cosme Vila y el Responsable, al alcanzar la comitiva, se miraron un momento y parecieron ponerse de acuerdo. ¡Los eternos guardias de Asalto! Ni siquiera se permitía al pueblo tomarse la justicia por su mano respecto a los militares. El Cojo tenía razón.

El coronel Muñoz se acercó a Cosme Vila. «Le ruego que distraiga a esa gente. A los militares hay que juzgarlos oficialmente. Es ley en todo el mundo.»

Cosme Vila miró al coronel. Julio apoyó la tesis del coronel Muñoz, ¡e incluso el catedrático Morales! «Es ley en todo el mundo.» Fue un acierto psicológico del coronel. Cosme Vila pensó en la prensa del mundo entero relatando los hechos.

– Distraiga a esa gente.

Cosme Vila miró al Responsable. Éste estaba furioso y los suyos bailoteaban alrededor, esperando órdenes. Por otra parte, el general no se había detenido, de modo que los oficiales y la escolta se habían distanciado unos doscientos metros.

– A nosotros estas leyes no nos interesan -dijo el Responsable-. ¿Quién las firmó? ¿Alfonso XIII?

Cosme Vila se encogió de hombros.

– Tú haz lo que quieras con los tuyos. Yo creo que a los militares hay que juzgarlos.

El coronel suspiró. Dio media vuelta y se alejó. El Responsable se mordió los labios. Estaba en juego su amor propio. Se le acercaron sus hijas.

El catedrático Morales intervino:

– Pero hay que exigir que el Tribunal sea popular, que sea el pueblo.

Aquellas palabras provocaron un entusiasmo indescriptible. ¡Tribunal del pueblo! La valenciana se veía con toga y una campanilla, sentenciando a derecha e izquierda. La idea subyugó al mismísimo Responsable.

– Pero que sea pronto -dijo.

La agitación entre la muchedumbre que no oía el diálogo crecía por instantes, al ver que se perdía contacto con la comitiva. Ya los oficiales y los guardias habían doblado la esquina de la Plaza Municipal. «¿Qué se hace, qué se hace?» El caudal de energía disponible era incalculable.

Entonces se oyeron bocinazos. El camión que había ido a dejar las armas del Partido Comunista regresaba abarrotado de militantes, los de los pañuelos en la cabeza a modo de piratas. Todos llevaban fusil ametrallador. En el centro de ellos iba Gorki. Cosme Vila reconoció entre los del camión al obrero de la tintorería, que dijo: «Para mi mujer querría saber de qué se trata».

Gorki pegó un salto desde el camión, a pesar de su barriga, y se acercó a Cosme Vila. «¡En Madrid están muriendo los nuestros por centenares! ¡El Ejército y los curas se han atrincherado en el Cuartel de la Montaña!»

Los curas, los curas… Fue la palabra mágica. Fue el acierto psicológico de Gorki.

«¡Camaradas, el pueblo da su sangre, en Gerona el pueblo ha ganado! ¡A exterminar las cuevas de la oposición!»

Cosme Vila, en mangas de camisa, con su cinturón ancho y sus alpargatas, se puso en marcha en dirección opuesta a la de los militares. Su decisión estaba tomada. Era preciso arrasar las iglesias de la ciudad. ¡No más farsa ni espera!

La dirección que tomaba era la de la iglesia del Sagrado Corazón, la de los jesuitas. Era la más cercana. La multitud comprendió en seguida y se olvidó del comandante Martínez de Soria con sorprendente facilidad. También comprendió Julio y, disimulando, se retiró, tomando el camino de Comisaría. Cosme Vila arrastró tras sí el millar de fanáticos entre gritos, vivas y mueras. La iglesia apareció a la vista de todos. El espectáculo de sus torres grises, serenas, y, sobre todo, el de su enorme puerta cerrada, acabó de enardecerlos. «¡Han cerrado, sabían lo que les esperaba!» Junto a la iglesia estaba la residencia de los jesuitas, abandonada. Alguien sabía que a través de ella se comunicaba con el templo. ¡Adelante!

Los conductores de la turba irrumpieron en la residencia. Nadie, todo desierto. En la sala de espera, una mesa y un enorme álbum cronológico de los Papas. Santi se había colado entre los primeros y tocaba todos los timbres que hallaba a su paso. A través de un corredor austero dieron con la puerta de comunicación. Entraron en la iglesia. Los que habían quedado fuera esperaban que de un momento a otro la inmensa puerta del templo se abriera de par en par.

Cuando oyeron los primeros golpes no pudieron contenerse y todos a una subieron los peldaños y, embistiendo con los hombros, ayudaban a los que forcejeaban desde dentro. «¡A… hoop! ¡A… hoop!» A la sexta tentativa la puerta cedió. Y al instante se encendieron todas las luces del templo. Santi había dado con el tablero de interruptores en la sacristía y había iluminado la fiesta. El templo se manifestó impotente para contener a todos. Se oyeron disparos. El Responsable, con su arma, disparaba contra el Sagrado Corazón del altar mayor. No fallaba un tiro, pero la imagen no se caía. Casi siempre le daba en la boca, de modo que la imagen, a cada tiro, cambiaba de expresión, lo cual enardecía más y más a todos. Otros asaltantes destrozaban los altares laterales, los bancos. La valenciana se había mojado la cara en agua bendita. Gorki se había subido a uno de los púlpitos y con un bastón larguísimo que alguien le dio intentaba alcanzar la enorme lámpara central, cuyos cristales tintineaban.

Lo que más obsesionaba a la mayoría eran los confesonarios. En cada uno había una tarjeta con el nombre del confesor. «¡Lástima que ninguno de ellos esté ahí dentro!» La madera era dura, resistente. Los culatazos apenas hacían mella en los ángulos. Unos se sentaban en el interior, otros se arrodillaban. «¡Las cosas que habrán pasado ahí!»

Porvenir era el atleta. Fue el primero en acercarse al inmenso crucifijo de la entrada. Agarrándolo por los pies pidió ayuda. «¡Al río, al río!», gritó. Pronto docenas de manos se ofrecieron. «¡Paso, paso!» La caravana salió. Cristo había quedado tendido, inclinado hacia abajo, pues los que sostenían la imagen por detrás eran más altos que Porvenir. Al alcanzar la barandilla del río se ofreció el Oñar, fangoso, a su vista. Para tirar la Cruz abajo tuvieron que apoyarla en la barandilla y levantarla con esfuerzo sobrehumano. «¡Va…!» Cristo cayó, dando media vuelta completa. Se cayó y quedó clavado en el barro como una flecha. Los brazos de madera de la cruz eran patéticos, señalaban en todas direcciones. La imagen, cabeza abajo, como San Pedro.

En el interior de la iglesia la lucha de los hombres contra la materia estaba en su apogeo. No habría otro remedio que emplear el fuego. Todo era de primera calidad. «¡Lo que tendrán ahí esos tíos!» Cosme Vila fue el primero en incendiar el altar mayor. Se decidió a ello porque calculó que, dado el espesor de la piedra, el edificio no ardería, de modo que no habría peligro para la vecindad. Sólo arderían los altares. Las llamas prendieron en las telas. Ardió un confesionario, luego unos bancos. El Responsable disparaba ahora contra la lámpara y muchos le imitaron. Cosme Vila, al ver a Gorki en el púlpito, de repente pensó: «En realidad, el alcalde tiene que ser él».

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