José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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El comandante Martínez de Soria decía: «Madrid se ha considerado siempre perdido, y los planes han previsto desde el primer momento dirigir sobre la capital cuatro columnas, dos del Norte y dos del Sur. ¡Pero habiendo fallado el país vasco, todo cambia!»
Se sabía que en Castilla los falangistas voluntarios se contaban por centenares, y que en Navarra los requetés acudían en masa al llamamiento del general Mola. «Hay familias en que se presentan con boina roja, el abuelo, el padre y todos los hijos», informaba don Emilio Santos. Carmen Elgazu decía: «Los navarros son medio vascos». «¡No me hables de los vascos!», gruñía Pilar. Pero, por otro lado, en muchas plazas «el pueblo» se había lanzado a la calle con absoluto desprecio del peligro.
A última hora de la noche llegó la noticia definitiva, sin remedio, que no dejaba lugar a la esperanza: las fuerzas sublevadas en Barcelona se habían rendido. El propio general Goded, ¡el general Goded!, había hablado por radio pidiendo que se evitara un inútil derramamiento de sangre. Ello significaba que las demás guarniciones catalanas debían seguir su ejemplo.
¡Rendirse! El comandante Martínez de Soria palideció. El alférez Roma y los dos tenientes le miraron con sobrehumana intensidad. El teniente Martín, que también había sido liberado, pensaba: ¿Rendirse? ¡Jamás! Muchos de los voluntarios que montaban guardia en las calles no sabían una palabra de lo que ocurría; suponían que todo marchaba viento en popa.
El comandante Martínez de Soria calculaba las posibilidades sólidas de resistencia. Consideraba que más de la mitad de la población estaba con él. Había pedido flores para el cementerio, para el comandante muerto en octubre, y todo el día fue un desfile de personas llevando ramos. Contaba con edificios macizos, con las murallas, con Montjuich… Pensó en la guerra de la Independencia. En la cima del monumento rugía el león…
Pero comprendía que sería una locura. Siempre se había considerado que en Barcelona las fuerzas sindicales podían organizar en pocas horas un ejército de 80.000 hombres. ¡Éstos y la Guardia Civil acarrearían el fracaso! Caerían sobre Gerona con ímpetu incontenible. Sin contar con los campesinos de la provincia. Sin contar con los enemigos del interior, armados en su mayor parte.
No era posible resistir. Gerona estaba perdida. El comandante suponía que Castilla, Navarra, Galicia -al parecer en Galicia se había triunfado-, Sevilla y África bastarían para organizar desde estos puntos la reconquista del territorio. Estas regiones y algún milagro… Pero Gerona estaba perdida y no cabía otro remedio que rendirse… Ya los huelguistas y otra gente que hablaba de «leales» y «facciosos» -«¿Leales a quién -decía el comandante-, a Casares Quiroga, a Vasiliev?»-, se agitaban, parecían prepararse a caer sobre la presa.
El comandante Martínez de Soria, en el cuartel, pidió que le sirvieran coñac. Pensó en su esposa, en la arenga que leyó en sus ojos. Pensó en Marta, que se hallaba en el Hospital Militar con el botiquín esperando heridos, que por fortuna no llegaban… Pensó en los doscientos treinta y cinco hombres a los que había arrastrado a la aventura. En los otros doscientos, como el profesor Civil, cuyos servicios no se habían utilizado pero que figuraban en las listas.
El comandante sabía que le tocaría morir. Podía tomar un coche y acercarse a la frontera. A la sola idea sintió que su carne se despreciaba a sí misma. ¡Gritaría «¡Viva España!» hasta que el plomo mandara callar su corazón! Mejor era morir de esta suerte que no haber perecido unos días antes en manos del Cojo… Por lo menos ahora había plantado la semilla. Y se reuniría con su hijo. «¿Dónde estaba su hijo?» Mateo decía: «En los luceros». El comandante sonrió. El otro, Fernando, estaba en Valladolid… y Valladolid era de España. ¡Barcelona se ha rendido, Barcelona se ha rendido! Se hubiera dicho que las voces salían de los muros. El comandante se levantó. Era preciso dar la orden de retirada a los voluntarios, advirtiéndoles que se había fracasado y que quedaban libres de irse a sus casas o tomar la decisión que estimaran conveniente. «Hay que indicarles que probablemente las represalias serán espantosas.» ¡El Movimiento acabaría por triunfar!, pero de momento en Gerona no había esperanza. Los soldados… que regresaran al cuartel. Los oficiales debían imitar su ejemplo personal, y él pensaba entregarse a las autoridades. ¡Que cada uno sepa morir con honor, como caballeros del Ejército Español!
Era una noche cálida, en la que se hubiera dicho que todos los misterios de la antiquísima ciudad salían a flote. Lluvias de estrellas descendían sobre la Catedral y el profesor Civil, viéndolas, le decía a su mujer que presagiaban la guerra. En el empedrado de las calles solitarias se oían pisadas. Rodríguez, que patrullaba, les decía a sus compañeros que aquellas pisadas eran las de la tropa que luchó contra Napoleón. «¡Entonces hasta las mujeres tomaron un fusil!» «Ahora no ha habido más que una mujer: Marta.» Rosselló le contestó: «Si hay guerra verás como saldrán Martas por docenas». Los que montaban guardia en la vía oían el rumor de las turbias aguas del Ter, Del fondo del pozo de la casa Pilón subían chillidos de extraños pajarracos. Tras las murallas, las estaciones del Vía Crucis, pintadas en blanco, trepaban por la colina recibiendo el beso de la luna. Era una milagrosa ciudad en donde se hubiera dicho que el amor debía de ser rey. Bajo los arcos se hubieran podido cantar salmos, uno tras otro, en letanía inefable.
En cambio, la consigna que comenzó a circular recordaba más bien el Dies irae . Retirarse, se había fracasado; la represalia sería espantosa. Los pajarracos del pozo de Pilón cruzaban la bóveda subterránea como locos. En una hora escasa los doscientos treinta y cinco voluntarios conocieron la verdad. ¿Cómo era posible? ¡Ahora empezaban a comprender las sonrisitas que vieron a última hora, las frases alusivas! Blasco había gritado con insolencia: «¡Mañana, todos calvos!» Los voluntarios se miraban unos a otros bajo la lluvia de estrellas, con el pánico retratado en el semblante. Las diferencias de edad acusaban mayormente la situación. ¡Retirarse!… Sálvese quien pueda. Goded se había rendido. ¿Y el comandante Martínez de Soria?
– El comandante Martínez de Soria es quien ha dado la orden.
Un soldado dijo:
– Se acabó la farsa.
Aquélla fue la revelación del electricista, del último alistado. Traspasó su fusil a la mano izquierda, y acercándose al soldado le arrancó el gorro de la cabeza y con él le dio en la cara a modo de guantazo. Hubo un altercado tremendo, el primero desde la declaración del Estado de Guerra. El soldado barbotó: «¡Ya nos veremos, guapo!» Mateo acudió. Había sido presentado al electricista a media tarde. «Has hecho muy bien», le dijo. Luego se dirigió al soldado:
– ¿A qué llamas tú farsa? ¿A la redención de España?
El soldado, sonriendo, se alejó. Entonces un oficial le ordenó cuadrarse y le dio un bofetón de una dureza inimaginable.
Cada hombre hacía sus planes. Algunos suponían que no les ocurriría nada y se volvían a sus casas dispuestos a permanecer en ellas. A otros les entró un miedo indescriptible, y pensaban en los más inverosímiles lugares donde esconderse. Otros decían: «Inútil, inútil; darán con nosotros dondequiera que nos metamos». Alguien insinuó tímidamente que los militares se habían precipitado y que no era como para agradecerles el lío en que los habían metido.
La orden era: «Devolver el arma al cuartel». Algunos obedecieron, otros la guardaron consigo. Todos pensaban en sus familias, en cómo los recibirían al verlos regresar derrotados, en el miedo que se apoderaría de todos. Voces serenas hacían oír su timbre. «¡Qué más da! Hemos cumplido con nuestro deber. ¡Viva España! ¡Arriba España!» Los ojos se humedecieron al oír aquello: «¡Viva España!»
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