José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Empezaba a clarear cuando las calles se desalojaron. La ametralladora de Correos había desaparecido, lo mismo que los cañones. Sólo quedaban los guardias civiles, algunos soldados y algunos oficiales y los de Falange. Los demás hombres se habían retirado.

«La Voz de Alerta», al llegar a su casa y contar a Laura lo ocurrido, temblaba de pies a cabeza. «¡Tengo que huir, tengo que huir!» Comprendía que no tenía salvación. Pensaba en los Costa. «¡Hay que avisar a tus hermanos en seguida!» Laura lloraba. «¿Qué quieres pedirles? Estaban furiosos por la sublevación. Además que no sé si conseguirán nada. ¡Dios mío!, ¿qué vamos a hacer?» En la puerta de la alcoba sonaron dos golpes. Era la criada, Dolores. «Señorito…sé lo que ocurre. Todo el día de ayer estuve pensando en usted. Cojamos el coche y nos vamos a mi pueblo. Ya sabe usted que allí todos le queremos. Le defenderemos todos, ¡todos!» «La Voz de Alerta» sintió que aquellas palabras eran el Evangelio: «¡Haz las maletas! Pon esto, pon lo otro…»

El notario Noguer subió a ver a mosén Alberto, el cual no se había acostado. El notario le dijo: «Hay que pasar la frontera inmediatamente. Hay que ir en coche hasta donde sea y luego buscar un guía. Usted se viene también con nosotros».

Mosén Alberto dudó. Dijo que no podía tomar ninguna determinación sin consultarlo con el señor Obispo. «¡Pues vaya a Palacio y vengan a casa antes de las ocho! El comandante no hablará con las autoridades hasta media mañana. No hay tiempo que perder.»

Don Pedro Oriol no quería moverse del piso. «Estoy fatigado. Además, ¿qué pueden hacerme? Supongo que les interesarán otras víctimas.»

Mateo reunió a todos los falangistas y les dijo: «Camaradas, ya sabéis que en Gerona el Movimiento no ha fracasado. Quien diga lo contrario, miente. Aquí hemos triunfado… sin resistencia además. Nuestra labor ha resultado inútil. Ahora tenemos que retirarnos porque en Barcelona ha habido traición. ¡Pero no importa! Tal vez muramos todos, pero España se salvará. Con sólo un reducto que hubiera quedado bastaría, y han quedado no sólo reductos, sino provincias enteras. Que Dios nos proteja. ¡Arriba España!»

Todos le rodearon con efusión. Rosselló le dijo: «Por lo menos tú, ponte a salvo». Mateo contestó: «Yo me voy a visitar a mi padre. Tal vez volvamos a vernos. Os doy mi palabra de honor de que haré lo que crea mejor para el servicio de España. Si pudiera dar la vida para salvar la de José Antonio o la vuestra, la daría».

CAPÍTULO LXXXVII

A las nueve en punto, el comandante izó la bandera blanca en el cuartel y mandó una nota al general indicándole que se rendía con todos sus hombres y armamento «para evitar derramamiento de sangre». La nota añadía: «Creo haber servido a España. Una y mil veces volvería a hacer lo que he hecho».

Aquélla fue la señal. Todos cuantos custodiaban a los detenidos se retiraron al cuartel y luego a sus casas. El general salió a la calle y se encontró con el coronel Muñoz que salía en su busca. Ambos se dirigieron a Comisaría. El Comisario estaba en su puesto, secándose el sudor. También el agente Antonio Sánchez. Julio no había llegado todavía. El general dijo: «Hay que proceder inmediatamente a la detención de esos traidores. Vamos al cuartel». El Comisario sugirió la conveniencia de esperar unos minutos. Había mandado aviso a todos los jefes de los Sindicatos y Partidos Políticos que se habían mantenido adictos al Gobierno de la República, y parecía deber de corrección que ellos formaran parte de la comitiva que fuera al cuartel. «No hay que olvidar que ha sido el pueblo el que ha ganado la batalla en Barcelona y en tantos lugares.»

El general creía que era asunto estrictamente militar y de Orden Público. El coronel Muñoz lo mismo. «Vamos nosotros, usted como Comisario y Julio como Jefe de Policía. ¿Dónde está Julio?» Los acompañarían guardias de Asalto.

El Comisario accedió de mala gana. ¡Cosme Vila, el Responsable, Casal! Se indignarían al saberlo. Tal vez estuvieran detenidos aún. «Tal vez alguno de ellos haya sido fusilado.»

Salieron a pie, formando un grupo compacto que cruzó la Rambla en medio de la mayor expectación. La gente empezaba a salir, insegura. Al reconocer al general y a sus acompañantes, todo el mundo comprendió lo que había pasado. La rendición era un hecho. «Se dirigen al cuartel a detener al comandante Martínez de Soria.»

La comitiva cruzó el Puente de Piedra. Un extraño silencio se había adueñado de aquella parte de la ciudad. Tomaron la avenida paralela al río. Allá al fondo, frente a los cuarteles, se veían manchas oscuras. Se hubiera dicho que había agitación. A medida que avanzaban, percibían voces y ruidos. «¿Qué ocurre?» Suponían que encontrarían el cuartel muerto, con los oficiales formados en espera de su llegada. En vez de esto, era evidente que había gran movimiento. El general, de pronto, temió que la nota mandada por el comandante fuera una estratagema y que los oficiales se aprestaran a disparar sobre ellos a quemarropa. A lo lejos se veía, pequeña, la bandera blanca. Y los gritos continuaban. Ordenó a varios guardias de Asalto que se acercaran a ver lo que ocurría. Éstos obedecieron y regresaron con la noticia de que la gente que había allá eran militantes del Partido Comunista y de la CNT-FAI. Habían visto la bandera blanca en seguida y se habían adelantado a pedir justicia. El general lanzó varias imprecaciones. «¿Son muchos?» «Continuamente llega más gente. Si no se da usted prisa, asaltarán el cuartel.»

Echaron a andar. Y al llegar a unos quinientos metros del edificio se ofreció a sus ojos un espectáculo inaudito. Del cuartel empezaban a salir los soldados tirando sus gorros al aire y pisoteándolos. «¡Licenciados, licenciados!», gritaban. Se quitaban las guerreras, y algunos paisanos les cedían, riendo, sus chalecos, camisas o boinas, poniéndose por su parte la indumentaria militar, en actitudes ridículas. Había mujeres que se quitaban las blusas y las colocaban sobre la cabeza de los soldados a modo de pañuelo.

– ¿Quién ha ordenado licenciarlos? -gritó, exasperado, el general.

Nadie contestó. Los soldados, al verle, iniciaron un movimiento de huida, algunos ni eso. De pronto alguien informó: «¡El comandante Campos!» Porvenir estaba allí y comentó, en voz alta: «No vamos a continuar con Ejércitos, ¿verdad?»

El coronel Muñoz hizo comprender al general que lo más urgente era proceder a la detención de los oficiales sublevados. Todo aquello se arreglaría más tarde. «¡Paso, paso!» La multitud que se iba congregando era enorme. La noticia de la rendición se había propagado ya por toda la ciudad. «¿Y dónde está el comandante Campos?»

Éste apareció en la puerta del cuartel, en compañía de dos sargentos que se habían quedado en sus casas durante la sublevación. El comandante Campos explicó al general que, al ver que la turba se congregaba ante el cuartel, había temido lo peor, y que licenciar a los soldados fue la única forma que vio eficaz para evitar que lincharan a los oficiales. «La orden de reincorporación podrá darse en cualquier momento», añadió.

El general le oía enfurecido, pero estimó que todo aquello era razonable. Entró en el cuartel. «¿Dónde están esos cretinos?» «En el salón de oficiales.» Allá se fueron, y el general en persona abrió la puerta.

El comandante Martínez de Soria estaba en el centro de cuantos habían secundado el movimiento. Eran unos veinte y el general fue mirándolos uno a uno, deteniéndose especialmente en el alférez Roma, que le había tenido en pijama unas cuatro horas, en su cuarto. Los oficiales estaban de pie, los brazos a lo largo del cuerpo. Ninguno de ellos se cuadró ante el general ni saludó militarmente. Éste comprendió. No acertó a articular una sílaba: tanta era su indignación. Se acercó al comandante Martínez de Soria y de un tirón le arrancó la estrella, respetando las condecoraciones. Luego hizo la propio con los demás, con ritmo nervioso y rapidez inaudita. Mientras tanto, el coronel Muñoz procedía a desarmarlos. Al quitarle el sable al comandante le dijo: «Lo siento…» Éste, al encontrarse sin sable, se quitó también los guantes blancos y los dejó sobre la mesa, al lado de la botella de coñac.

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