José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Ignacio asió a Pilar del brazo. «¡Vámonos! Cuando todo esté terminado, que venga él a casa.» Pasaron frente al local comunista. Desierto. El letrero cubría el balcón como algo no estrenado. La Catedral dio las horas. La luz temblaba en Montjuich, como si las murallas sintieran vivir jornadas importantes.

Imposible dar con Marta. ¡Por Dios, que no le ocurriera nada! «La Voz de Alerta» gritaba en el Puente: «¡Dispersaos!» Llevaban arma personas que no se hubiera sospechado nunca. Varios empleados del Banco, bajo los arcos, usaban metáforas futbolísticas para profetizar la derrota de los militares.

De repente, Ignacio vio al comandante. Pasaba en coche, con el teniente Delgado, lentamente. El comandante sacó la mano por la ventanilla y los saludó a él y a Pilar. Pilar, sin darse cuenta de lo que hacía, se llevó la mano a los labios y les mandó un beso. ¡Continuaba queriendo mucho al padre de Marta! Le tenía por un valiente; y el comandante continuaba obsequiándola con cocktails a escondidas.

Ignacio se limitó a inclinar la cabeza.

El paso del comandante transformó a Pilar. La chica pensó que, en realidad, ella también hubiera debido salir… con botiquín. ¡Ahora se daba cuenta! ¿Y si los comunistas empezaban a disparar desde los balcones? ¡Dios mío, qué pocas enfermeras debía de haber! Claro que ella no sabía ni siquiera poner inyecciones… Y, sin embargo, lo hubiera dado todo por encontrar a Marta y preguntarle qué debía hacer. Ignacio le decía: «¡Ale, a casa, que ya deben de estar intranquilos!» Por la Rambla pasaba el subdirector. Encontró el medio de acercarse a Ignacio. Estaba desesperado. Pensó que la primera providencia sería ir a la Logia de la calle del Pavo y poner al descubierto todo aquello, y el comandante se había negado. Un teniente se les acercó: «Basta de conversaciones».

Ignacio y Pilar subieron las escaleras. La mesa estaba puesta. ¡Don Emilio Santos sentado en el comedor! Al verlos, se levantó. No había podido resistir la soledad, en su piso, con su criada que de tan nerviosa había roto un plato y una taza a la hora del desayuno. Se quedaría a almorzar con ellos.

– ¿Habéis visto a Mateo…?

– Sí. Está delante de Correos.

Don Emilio Santos había recorrido media ciudad sin dar con él.

«¡Hubiera podido venir a verme!», lamentó. Ignacio dijo: «Si no lo ha hecho, es que le estaba prohibido. Hay un alférez que los tiene en un puño».

Don Emilio Santos había escuchado las radios. En muchas ciudades se luchaba a brazo partido. «¡Cuánta gente está muriendo en estos instantes!» Se sabía de varias provincias en que el Alzamiento había fracasado. Las emisoras del Gobierno daban noticias alarmantes para los sublevados… Se veía que las autoridades no habían dudado en entregar armas al pueblo. Al parecer, casi todo el litoral mediterráneo se había declarado adicto al Gobierno.

Las palabras de don Emilio Santos convirtieron la fuente de arroz en algo frío y poco apetitoso. A todos se les hizo un nudo en la garganta. ¡El litoral! Aquello significaba que Cartagena… Pero don Emilio Santos tenía confianza en que sería un bulo. Ignacio pensó también en Alicante, donde estaba detenido José Antonio… «A lo mejor, en los primeros momentos le han liberado…» «¡Cuánta gente está muriendo en estos instantes!» Esta frase martilleaba los cerebros, mientras los tenedores subían lentamente hacia la boca. Carmen Elgazu pensó: «Deberíamos encender otra vez la mariposa». Sin embargo, en vez de encenderla a San Ignacio, no sabía por qué le pareció más adecuado hacerlo a San Francisco de Asís.

Don Emilio Santos le dijo:

– San Ignacio, San Ignacio, que era militar…

– ¿San Ignacio era militar? -preguntó Pilar, sorprendida.

Carmen Elgazu accedió a los deseos del huésped. Matías Alvear estaba nervioso. Era de las personas que con más hondura sentía la importancia de lo que se estaba ventilando. Comprendía que cualquiera que fuera el resultado, los acontecimientos seguirían una marcha loca. Pensaba en su hermano de Burgos. Burgos, probablemente, quedaría en manos de los militares. En toda Castilla, Falange era poderosa. Aunque los campesinos… ¿Qué harían los militares con su hermano, jefe de la UGT? En Gerona se decía que a Casal iban a fusilarle… ¿Y si los mineros asturianos bajaban al asalto de Castilla…?

Carmen Elgazu preguntó si se sabía algo del Norte. Don Emilio Santos no sabía nada. «No se sabe, no se sabe… El Norte es católico. Estará al lado de los militares. Pero no se sabe nada.»

César oía a unos y otros sin pronunciar una palabra. Le había impresionado en grado sumo la arenga del Caíd, que don Emilio Santos también había oído por radio. «Las bendiciones sean sobre ti.» «Dios ayuda al siervo tanto como dure la ayuda del siervo a su hermano.» ¿Qué significaban estas últimas palabras? Era la imprecisa poesía musulmana. El Caíd también había dicho: «¡Ya veréis cómo a nuestros heroicos hombres no les importa la muerte!»

César pensó: «A mí tampoco». Luego se arrepintió de su vanidad. Y, sin embargo, era lo cierto. Mejor dicho, la deseaba. Él no entendía una palabra de lo que estaba ocurriendo. No sabía si la dureza de la mirada del comandante era loable, si eran ciertas las cifras dadas por Calvo Sotelo; si estas cifras justificaban lo otro… Lo único evidente era que en España había faltado caridad, y que para expiar el mal era preciso que alguien diera la vida. Él se ofrecía. Él no era Cosme Vila, ni soldado ni pertenecía a Falange; él era un seminarista. En resumen, representaba a la Iglesia renovándose eternamente; pero también al pecador. Había ido a misa a las seis y media de la mañana, y su regreso coincidió con la salida de las tropas. ¡Fue de los escasos ciudadanos que oyeron la primera declaración de Estado de Guerra! En la misa le pareció que mosén Francisco, en el momento de la Elevación, contemplaba la Hostia con ojos de súplica infinita. Como si supiera que «en aquella jornada morirían muchos hombres». Mientras don Emilio Santos hablaba, César pensaba en mosén Francisco. Estaba seguro de que a mosén Francisco tampoco le importaría la muerte.

Carmen Elgazu le dijo a César:

– ¿Qué te pasa, hijo? ¿Por qué no comes?

El sol caía a chorros sobre la ciudad.

CAPÍTULO LXXXVI

Hora por hora, las noticias iban siendo alarmantes. El Movimiento fracasaba en muchos lugares. El país vasco se había declarado adicto al Gobierno. El comandante Martínez de Soria no se lo explicaba. ¡San Sebastián se consideraba seguro! Pudo más en los vascos su nacionalismo que otras consideraciones.

En Madrid se combatía encarnizadamente. Valencia era «leal». En Barcelona… por de pronto, el general Aranguren, de la Guardia Civil, se había puesto a disposición de las autoridades gubernamentales. Aquello fue un nuevo golpe para el comandante. El capitán Roberto, de la Guardia Civil, y Padilla y Rodríguez casi lloraban de rabia. «¡La Guardia Civil al lado de estos canallas, no!» Y, sin embargo, era cierto, y muy posible que aquello inclinase la balanza de la ciudad en favor del Gobierno, arrastrando a toda Cataluña, la frontera, los puertos de mar.

Las únicas noticias satisfactorias continuaban llegando de África, de Castilla, de Navarra, ¡de Oviedo!, y de algunos puntos aislados del Sur: Cádiz, Granada… En Sevilla, el general Queipo de Llano manejaba como podía sus hombres y los refuerzos que llegaban de Marruecos por vía misteriosa.

Casi todos los aeródromos en que había aparatos, estaban en manos del Gobierno. La Marina también, tal como previo Julio. El destructor Churruca , después de desembarcar unos legionarios en Cádiz, había zarpado rumbo a puerto gubernamental.

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